Domingo XII del Tiempo durante el año, ciclo C
MIREMOS A CRISTO TRASPASADO EN LA CRUZ.
Él es la revelación más impresionante del amor de Dios,
un amor en el que eros y agapé,
lejos de contraponerse, se iluminan mutuamente.
En la cruz Dios mismo mendiga el amor de su criatura:
tiene sed del amor de cada uno de nosotros.
BENEDICTO XVI
Oración Colecta: Concédenos, Señor y Dios nuestro, vivir siempre en el amor y respeto a tu santo nombre, ya que en tu providencia nunca abandonas a quienes estableces en el sólido fundamento de tu amor. Por nuestro Señor Jesucristo tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
Del profeta Zacarías 12,10-11; 13,1
Así habla el Señor: Derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de súplica; y ellos mirarán hacia mí. En cuanto al que ellos traspasaron, se lamentarán por él como por un hijo único y lo llorarán amargamente como se llora al primogénito. Aquel día, habrá un gran lamento en Jerusalén, como el lamento de Hadad Rimón, en la llanura de Meguido. Aquel día, habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, a fin de lavar el pecado y la impureza.
Salmo responsorial: Sal 62,2-6.8-9
R/ Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío.
Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agotada sin agua. R/
¡Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria! Tu gracia vale más que la vida, te alabarán mis labios. R/
Toda mi vida te bendeciré, y alzaré las manos invocándote. Me saciaré como de enjundia y de manteca, y mis labios te alabarán jubilosos. R/
Porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo; mi alma está unida a ti y tu diestra me sostiene. R/
De la carta a los gálatas 3, 26-29
Hermanos: Todos ustedes, por la fe, son hijos de Dios en Cristo Jesús, porque habiendo sido bautizados en Cristo, han quedado revestidos de Cristo. Por lo tanto, ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer, porque todos ustedes no son más que uno en Cristo Jesús. Y si pertenecen a Cristo, entonces son descendientes de Abraham, herederos en virtud de la promesa.
Evangelio según san Lucas 9,18-24
Un día en que Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con Él, les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?” Ellos le respondieron: “Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los antiguos profetas que ha resucitado”. “Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy yo?” Pedro, tomando la palabra, respondió: “Tú eres el Mesías de Dios”. Y él les ordenó terminantemente que no lo anunciaran a nadie, diciéndoles: “El hijo del hombre debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día”. Después dijo a todos: “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la salvará”.
«Mirarán al que traspasaron» (Jn 19, 37). Dirijamos nuestra mirada, a Cristo crucificado que, muriendo en el Calvario, nos reveló plenamente el amor de Dios.
El término agapé, que aparece muchas veces en el Nuevo Testamento, indica el amor oblativo de quien busca exclusivamente el bien del otro; la palabra eros denota, en cambio, el amor de quien desea poseer lo que le falta y anhela la unión con el amado. El amor con que Dios nos envuelve es sin duda agapé. En efecto, ¿acaso puede el hombre dar a Dios algo bueno que él no posea ya? Todo lo que la criatura humana es y tiene es don divino; por tanto, es la criatura la que tiene necesidad de Dios en todo.
Pero el amor de Dios es también eros. En el Antiguo Testamento el Creador del universo muestra hacia el pueblo que eligió una predilección que trasciende toda motivación humana. El profeta Oseas expresa esta pasión divina con imágenes audaces como la del amor de un hombre por una mujer adúltera (cf. Os 3, 1-3); Ezequiel, por su parte, hablando de la relación de Dios con el pueblo de Israel, no tiene miedo de usar un lenguaje ardiente y apasionado (cf. Ez 16, 1-22). Estos textos bíblicos indican que el eros forma parte del corazón de Dios: el Todopoderoso espera el «sí» de sus criaturas como un joven esposo el de su esposa.
Por desgracia, desde sus orígenes, la humanidad, seducida por las mentiras del Maligno, se ha cerrado al amor de Dios, con el espejismo de una autosuficiencia imposible (cf. Gn 3, 1-7). Replegándose en sí mismo, Adán se alejó de la fuente de la vida que es Dios mismo, y se convirtió en el primero de «los que, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Hb 2, 15). Dios, sin embargo, no se dio por vencido; más aún, el «no» del hombre fue como el impulso decisivo que lo indujo a manifestar su amor con toda su fuerza redentora.
En el misterio de la cruz se revela plenamente el poder irrefrenable de la misericordia del Padre celeste. Para reconquistar el amor de su criatura, aceptó pagar un precio muy alto: la sangre de su Hijo unigénito. La muerte, que para el primer Adán era signo extremo de soledad y de impotencia, se transformó de este modo en el acto supremo de amor y de libertad del nuevo Adán.
Así pues, podemos afirmar, con san Máximo el Confesor, que Cristo «murió, si así puede decirse, divinamente, porque murió libremente» (Ambigua, 91, 1056). En la cruz se manifiesta el eros de Dios por nosotros. Efectivamente, eros es —como dice el Pseudo Dionisio Areopagita— la fuerza «que hace que los amantes no lo sean de sí mismos, sino de aquellos a los que aman» (De divinis nominibus, IV, 13: PG 3, 712). ¿Qué mayor «eros loco» (N. Cabasilas, Vida en Cristo, 648) que el que impulsó al Hijo de Dios a unirse a nosotros hasta el punto de sufrir las consecuencias de nuestros delitos como si fueran propias?
Miremos a Cristo traspasado en la cruz. Él es la revelación más impresionante del amor de Dios, un amor en el que eros y agapé, lejos de contraponerse, se iluminan mutuamente. En la cruz Dios mismo mendiga el amor de su criatura: tiene sed del amor de cada uno de nosotros. El apóstol Tomás reconoció a Jesús como «Señor y Dios» cuando metió la mano en la herida de su costado. No es de extrañar que, entre los santos, muchos hayan encontrado en el Corazón de Jesús la expresión más conmovedora de este misterio de amor. Se podría decir, incluso, que la revelación del eros de Dios hacia el hombre es, en realidad, la expresión suprema de su agapé. En verdad, sólo el amor en el que se unen el don gratuito de uno mismo y el deseo apasionado de reciprocidad infunde un gozo tan intenso que convierte en leves incluso los sacrificios más duros.
Jesús dijo: «Yo, cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). La respuesta que el Señor desea ardientemente de nosotros es ante todo que aceptemos su amor y nos dejemos atraer por él. Sin embargo, aceptar su amor no es suficiente. Hay que corresponder a ese amor y luego comprometerse a comunicarlo a los demás: Cristo «me atrae hacia sí» para unirse a mí, a fin de que aprenda a amar a los hermanos con su mismo amor.
BENEDICTO XVI