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4. La contemplación de María

María conservaba todas estas cosas en su corazón

Que la humildad se revista de valor, la timidez de confianza.
Abre, Virgen santa, tu corazón a la fe, tus labios al consentimiento, tu seno al Creador.
Mira que el deseado de todas las naciones está junto a tu puerta y llama.
Levántate, corre, abre. Levántate por la fe,
corre por el amor, abre por el consentimiento.
Yo soy -dice la Virgen- la servidora del Señor,
hágase en mí según tu palabra.

 

En el sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María. El Angel entró en su casa y la saludó, diciendo: “¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo”. Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. Pero el Angel le dijo: “No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin”. María dijo al Angel: “¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?”. El Angel le respondió: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios. También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, porque no hay nada imposible para Dios”. María dijo entonces: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho”. Y el Angel se alejó. (Lucas 1,26-38)

 

María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón. (Lc 2,19)

 

Cuando le vieron, quedaron sorprendidos, y su madre le dijo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”. Él les dijo: “Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?”. Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio. Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón. (Lc 2,48-51)

 

El que me ama guardará mi Palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no guarda mis palabras. (Jn 14,23)

 

Este plan está en la Trinidad Santísima desde toda la eternidad. Pero podríamos decir que, en cierta manera, María es llamada a concebirlo, a engendrarlo en la historia. Cristo realiza la redención, pero ha querido asociar tan íntimamente a la Virgen que Ella no sólo lo acompaña sino que obra desde dentro. La maternidad es, entonces, esencial en María, por eso la llamamos Madre.

La Inmaculada Concepción de Nuestra Señora está orientada hacia la maternidad. Jesús debía nacer de una madre llena de gracia, liberada del pecado desde el primer instante de su concepción. Esta Concepción Inmaculada fue madurando el alma de Nuestra Señora en la fe, en el silencio de la contemplación, en la disponibilidad absoluta. María, la llena de gracia, la sin pecado, desde el primer instante estaba preparada para decir sí.

Cardenal Pironio

 

Has oído, Virgen, que concebirás y darás a luz un hijo. Has oído que no será por obra de varón sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el Ángel aguarda tu respuesta: ya es tiempo de que vuelva al Señor que lo envió. También nosotros, condenados a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, tu palabra de misericordia.

En tus manos está el precio de nuestra salvación; si consientes, de inmediato seremos liberados. Todos fuimos creados por la Palabra eterna de Dios, pero caímos en los lazos de la muerte; mas ahora, por una breve respuesta tuya seremos renovados y llamados nuevamente a la vida. Virgen llena de bondad, te lo pide el desconsolado Adán, arrojado del paraíso, con toda su descendencia. Te lo pide Abrahán, te lo pide David. También te lo piden ardientemente los otros patriarcas, tus antepasados, detenidos en las tinieblas y en la sombra de la muerte. Lo espera todo el mundo, postrado a tus pies.

Y no sin razón, ya que de tu respuesta depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salvación de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje.

Apresúrate a dar tu consentimiento, Virgen, responde sin demora al Ángel, mejor dicho, al Señor, por medio del Ángel. Responde una palabra y recibe la Palabra; pronuncia tu palabra humana y concibe la divina; profiere una palabra transitoria y recibe en ti la eterna.

¿Por qué tardas? ¿Por qué temes? Cree, acepta y recibe. Que la humildad se revista de valor, la timidez de confianza. De ningún modo conviene que tu sencillez virginal olvide la prudencia. Virgen prudente, no temas en este caso la presunción, porque, si bien es amable el pudor en el silencio, ahora es más necesaria la misericordia en las palabras.

Abre, Virgen santa, tu corazón a la fe, tus labios al consentimiento, tu seno al Creador. Mira que el deseado de todas las naciones está junto a tu puerta y llama. Si te demoras, pasará de largo y entonces, con valor, volverás a buscar al que ama tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por el amor, abre por el consentimiento. Yo soy -dice la Virgen- la servidora del Señor, hágase en mí según tu palabra.

San Bernardo

 

Una palabra, una sílaba de aquella bendita hermana nuestra, María de Nazaret, que se convertirá de este modo en nuestra madre espiritual y nuestra reina, abrió el ingreso al Verbo de Dios en el mundo; y su seno fue el mundo, fue el cielo para el Señor del mundo y del cielo, cuando ella respondía al ángel sencillamente: Sí, “fiat”.

Aquel “fiat” injertó el amor salvífico de Dios en el campo humano, el orden celeste en el orden terrestre, la voluntad divina en la voluntad humana. Y la encarnación se realizó, y la redención comenzó. Un “fiat”, un acto de aceptación consciente, de obediencia querida, de libre caridad, se realizó en el corazón y en los labios de María. Ella nos representó a todos, ella, la única, cuya voz podía responder verdaderamente a la soberana llamada de Dios. Ella nos enseñó a todos sobre el modo de conseguir nuestra salvación, es decir, aceptar y hacer la voluntad de Dios.

Hijos carísimos que me escucháis, no inclinéis el oído a mis palabras sino a aquella cándida, inocente voz de María que en la fiesta de hoy resuena aún para nosotros: “Sí, hágase en mí según tu palabra”; y al volver a escuchar aquel humilde y decisivo mensaje revelador dejemos que una inmensa piedad llene nuestro ánimo de reconocimiento, de alabanza, de confianza.

Y dejemos que su ejemplo nos trace la lección que más necesitamos: para que Dios se encarne en nuestra vida, para que su óptima voluntad, que tiene su imperio en los cielos, se realice aquí en la tierra, en el reino perturbado de nuestra libre voluntad; para que podamos ser verdaderamente seguidores de Cristo y gozar de su salvación, es preciso que también nosotros aprendamos a decir sí a lo que Dios quiere, aun cuando lo que quiera Dios sea grande, sea incomprensible, aunque sea doloroso para nosotros. Nos enseñe María anunciada a decir la gran palabra: Sí, «fiat»; que se haga, ¡oh Señor!, tu voluntad.

Pablo VI

 

Maravilloso fue el instante aquel en el que María conversó con Gabriel. La humilde hija de la pobreza y el ángel departieron en un coloquio admirable. La Virgen pura y el ángel luminoso mantuvieron un diálogo que restableció la paz entre el cielo y la tierra. Entre todas las mujeres de la tierra, una concluyó con el príncipe de las milicias angélicas un acuerdo sobre la reconciliación de todo el mundo. Se sentaron cual jueces conciliadores entre las realidades celestiales y las terrenales: hablaron, escucharon y establecieron la paz entre las partes contendientes. La Virgen y el ángel se pusieron de acuerdo y volvieron a poner todo en orden, todo lo que la contienda entre el Señor y Adán había trastornado. La gran causa que tuvo origen bajo el árbol llegó a término y fue completamente resuelta, al punto que surgió la paz. El cielo y la tierra se hablaron amistosamente, uno y otra renunciaron a su desacuerdo y sellaron la paz.

Así concluyó el desdichado tiempo que había matado a Adán y llegó otro tiempo, propicio, en el cual Adán fue rehabilitado. En lugar de la serpiente, habló ahora primero Gabriel; y en vez de Eva, lo escuchó María. En lugar del mentiroso, que con su engaño había causado la muerte, se presentó el veraz, para traer, con su anuncio, la vida. Y a la madre, que junto al árbol había suscrito la nota de la deuda, le sucedió la hija, que pagó enteramente la deuda de su padre Adán. La serpiente y Eva se han cambiado en el ángel y en María, y la situación, trastocada desde el inicio, fue puesta nuevamente en orden. Has visto con qué facilidad Eva prestó oído a la serpiente, escuchó la voz del mentiroso y creyó en sus engaños. Ven ahora y alégrate: el ángel derrama la vida en el oído de María, la libera de los rodeos de la serpiente y le infunde consuelo. Gabriel vuelve a levantar el edificio derribado por la serpiente; María reconstruye la casa demolida por Eva en el paraíso.

Santiago de Sarug

 

Para poder entregarnos y poder decir que sí al Señor debemos tener certeza de estas tres cosas:

– que Dios nos ama,

– que Dios nos lo pide,

– que para Él nada hay imposible.

Entonces decimos que sí sin discutir más. Él nos ama, por amor pronuncia nuestro nombre. Él nos lo pide, y para Él nada hay imposible. De aquí surge un sí hecho de fe, de confianza, de contemplación; un sí como el de Nuestra Señora que es plenitud de su contemplación.

Cuando pensamos en María, la servidora del Señor, pensamos en la sierva de la palabra, en aquella a quien contemplamos en una actitud de recogimiento y de adoración, en una actitud de silencio, de contemplación, de acogida de la palabra.

Nosotros podemos escuchar la Palabra, leer con gusto la Escritura, pero no acogerla. No la acogemos si no la realizamos en nuestro interior, si no nos entregamos a ella. El sí de María no es únicamente la realización de cosas exteriores: ir de Nazareth hasta Belén, seguir al Hijo hasta la cruz, orar en el Cenáculo con los apóstoles. Estas son todas acciones que María hace exteriormente y son fruto de su sí. Pero hay algo mucho más profundo y anterior: el sí a la Palabra que María acoge y realiza adentro.

Cardenal Pironio

Me gusta siempre repetir las tres frases del ángel:

– Alégrate, llena de gracia (Lc 1,28).

– No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios (Lc 1,30).

– Ninguna cosa es imposible para Dios (Lc 1,37).

Son tres frases que abren el misterio de Dios sobre Ella. Es un misterio de alegría, la alegría de la salvación. Es un misterio de serenidad interior. Es una invitación a la confianza. Cuando Dios llega a nosotros directamente y nos habla en el silencio del corazón o cuando se nos comunica a través de una persona, se insinúa siempre de esta manera: «Alégrate», «no temas», «ninguna cosa es imposible para Dios».

Cardenal Pironio

Ella no se detiene ante la primera inquietud por la cercanía de Dios a través de su ángel, sino que trata de comprender. María se muestra por tanto como una mujer valerosa, que incluso ante lo inaudito mantiene el autocontrol. Al mismo tiempo, es presentada como una mujer de gran interioridad, que une el corazón y la razón y trata de entender el contexto, el conjunto del mensaje de Dios. De este modo, se convierte en imagen de la Iglesia que reflexiona sobre la Palabra de Dios, trata de comprenderla en su totalidad y guarda el don en su memoria.

Benedicto XVI

 

A la Palabra de Dios la escuchan las almas silenciosas, la entienden las almas limpias y la reciben las almas humildes. Tres condiciones –silencio, pureza y humildad- que hicieron posible a la Virgen de Nazaret que la Palabra de Dios se encarnara en ella. Tenemos que empezar por imitar a la Virgen. Tener hambre de la Palabra de Dios es tener ardientes deseos de leerla, de oírla, de entenderla, de gustarla, de transmitirla, de realizarla. Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la realizan.

Cardenal Pironio

 

¿Cómo has sabido, María?

¿Te lo han dicho las mujeres que a la aurora fueron al sepulcro? (…)

¿Es que ha venido María de Magdala? (…)

Dinos de quién lo has sabido.

No he sabido la Buena noticia ni por voces de hombres ni por mensajes de ángeles.

Yo ya la conocía.

Porque conservaba en el corazón su palabra:

Resucitaré al tercer día.

Texto citado por Jesús Castellano (El año litúrgico)

 

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