1. El deseo de Dios
“Si rasgaras los cielos y descendieras”
Con la espera, Dios amplía nuestro deseo; con el deseo amplía el alma, y dilatándola la hace más capaz.
Textos citados y comentados:
“Tú, Señor, eres nuestro Padre; tu nombre es “El que nos rescata” desde siempre. ¿Por qué nos dejaste errar fuera de tus caminos, endurecerse nuestros corazones lejos de tu temor? ¡Ah, si rasgaras los cielos y descendieras! Ante tu rostro, los montes se derretirían” (Is 63,16.19)
“Señor, inclina tu cielo y desciende” (Salmo 143)
“¿Quién como el Señor, Dios nuestro, que se eleva en su trono y se abaja para mirar al cielo y a la tierra?” (Salmo 112)
“Dijo Dios a Moisés: Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues, ya conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle de la mano de los egipcios y para subirle de esta tierra a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel” (Ex 3,7 ss)
¡Si el cielo bajara a la tierra! La característica del cielo es que allí se cumple indefectiblemente la voluntad de Dios, o con otras palabras, donde se cumple la voluntad de Dios está el cielo. La esencia del cielo es ser una sola cosa con la voluntad de Dios. La tierra se convierte en cielo en la medida en que en ella se cumple la voluntad de Dios. Por eso pedimos que las cosas vayan en la tierra como van en el cielo, que la tierra se convierta en cielo” (del libro “Jesús de Nazaret” Benedicto XVI, pags. 182-183).
En la noche de Getsemaní, cuando Jesús dijo: Padre, hágase tu voluntad, la tierra se convirtió en cielo, porque la voluntad de Dios se cumplió en la tierra. Cada vez que le decimos sí a Dios, cada vez que le renovamos nuestro sí para conformar nuestra voluntad a la suya traemos a esta tierra un poco del cielo de Dios. (Benedicto XVI, Audiencia del 1 de febrero de 2012).
El cielo no pertenece a la geografía del espacio sino del corazón. Y el corazón de Dios, en la noche santa, ha descendido hasta un establo: la humildad de Dios es el cielo. Si salimos al encuentro de esta humildad tocamos el cielo. Toquemos la humildad de Dios. (Benedicto XVI, misa de nochebuena 2007).
Cuando el corazón se abaja, el Señor lo levanta hasta el cielo (Regla de San Benito, 7,8).
¡Si rasgaras los cielos y descendieras! Este grito nos habla del deseo de Dios.
El hombre lleva en sí un misterioso deseo de Dios. El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar (Catecismo de la Iglesia, nº 27).
Ni siquiera la persona amada es capaz de saciar el deseo que se asoma al corazón humano. Cada deseo que se asoma al corazón humano se hace eco de un deseo fundamental que jamás se sacia plenamente. Hay una pedagogía del deseo: un aprender o re aprender el gusto de las alegrías auténticas de la vida. No todas las satisfacciones producen en nosotros el mismo efecto: algunas dejan un rastro positivo, son capaces de pacificar el alma, nos hacen más activos y generosos. Otras, en cambio, tras la luz inicial, parecen decepcionar las expectativas que habían suscitado y entonces dejan a su paso amargura, insatisfacción o una sensación de vacío. Hay que educar desde niños a saborear las alegrías verdaderas: la familia, la renuncia al propio yo para servir al otro, el amor por el conocimiento, por el arte, por las bellezas de la naturaleza. Esto hará que surja el verdadero deseo de Dios.
Las alegrías más verdaderas son capaces de hacernos desear un bien más alto, más profundo y a percibir cada vez más que nada finito puede colmar nuestro corazón.
Incluso en el abismo del pecado no se apaga en el hombre esa chispa que le permite reconocer el verdadero bien, saborearlo y emprender un camino para alcanzarlo. (Benedicto XVI, audiencia 7 de noviembre de 2012).
Con la espera, Dios amplía nuestro deseo; con el deseo amplía el alma, y dilatándola la hace más capaz (San Agustín).
El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de la belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad que lo impulsan hacia lo Absoluto. El hombre lleva en sí mismo el deseo de Dios (Benedicto XVI, audiencia 7 de noviembre de 2012).
La oración es la expresión del deseo que el hombre tiene de Dios (Santo Tomás de Aquino).
“Sed” me parece a mí quiere decir deseo de una cosa que nos hace tan gran falta que, si nos falta, nos mata (Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección).
Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío. Tiene sed de Dios, del Dios vivo (salmo 41 y 42).
Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agotada, sin agua (salmo 62).
Tengo sed de ti como tierra reseca (salmo 142).
Doble mal ha hecho mi pueblo: a mi me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas que el agua no retienen (Jeremías 2,13).
Oh, todos los sedientos, id por agua, y los que no tenéis plata, venid, comprad y comed, sin plata, y sin pagar, vino y leche. ¿Por qué gastar plata en lo que no es pan, y vuestro jornal en lo que no sacia? Aplicad el oído y acudid a mí, oíd y vivirá vuestra alma (Isaías 55, 1-3).