XVII Domingo del Tiempo durante el año

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Desde el día de nuestro Bautismo nuestra vida está incorporada a Cristo, es cristiana, excepto que nosotros mismos la traicionemos y así traicionemos no sólo a Cristo, sino también a nosotros mismos, nuestra conciencia y nuestra vida. Adherirnos a Dios, la Verdadera Vida, es la cuestión principal para nosotros, por eso la fe debe valer para nosotros más que la vida. Es una verdad tremenda y estupenda. Esta fe interior debe transformarse en fe exterior: es necesario profesarla, dar testimonio de ella. La fe es difícil para los débiles y cobardes, la fe requiere fuerza de espíritu, grandeza de alma. Pero recordemos que Cristo que es quien quiere que sus discípulos sean fuertes es el mismo que les da la gracia de serlo por medio del Espíritu Santo.

PABLO VI

 

Oración Colecta: Dios nuestro, protector de los que esperan en ti, fuera de quien nada tiene valor ni santidad; acrecienta sobre nosotros tu misericordia, para que, bajo tu guía providente, usemos los bienes pasajeros de tal modo que ya desde ahora podamos adherirnos a los eternos. Por nuestro Señor Jesucristo tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

 

Del libro del Génesis 18,20-21.23-32

El Señor dijo: “El clamor contra Sodoma y Gomorra es tan grande, y su pecado tan grave, que debo bajar a ver si sus acciones son realmente como el clamor que ha llegado hasta mí. Si no es así, lo sabré”. Entonces Abraham se le acercó y le dijo: “¿Así que vas a exterminar al justo junto con el culpable? Tal vez haya en la ciudad cincuenta justos. ¿Y Tú vas a arrasar ese lugar, en vez de perdonarlo por amor a los cincuenta justos que hay en él? ¡Lejos de ti hacer semejante cosa! ¡Matar al justo juntamente con el culpable, haciendo que los dos corran la misma suerte! ¡Lejos de ti! ¿Acaso el Juez de toda la tierra no va a hacer justicia?” El Señor respondió: “Si encuentro cincuenta justos en la ciudad de Sodoma, perdonaré a todo ese lugar en atención a ellos”. Entonces Abraham dijo: “Yo, que no soy más que polvo y ceniza, tengo el atrevimiento de dirigirme a mi Señor. Quizá falten cinco para que los justos lleguen a cincuenta. Por esos cinco ¿vas a destruir toda la ciudad?” “No la destruiré si encuentro allí cuarenta y cinco”, respondió el Señor. Pero Abraham volvió a insistir: “Quizá no sean más de cuarenta”. Y el Señor respondió: “No lo haré por amor a esos cuarenta”. “Por favor, dijo entonces Abraham, que mi Señor no lo tome a mal si continúo insistiendo. Quizá sean solamente treinta”. Y el Señor respondió: “No lo haré si encuentro allí a esos treinta”. Abraham insistió: “Una vez más, me tomo el atrevimiento de dirigirme a mi Señor. Tal vez no sean más que veinte”. “No la destruiré en atención a esos veinte”, declaró el Señor. “Por favor, dijo entonces Abraham, que mi Señor no se enoje si hablo por última vez. Quizá sean solamente diez”. “En atención a esos diez, respondió, no la destruiré”.

 

Salmo responsorial:  Sal 137,1-3.6-7a.7c-8

R/ Cuando te invoqué me escuchaste, Señor.

 

Te doy gracias, Señor, de todo corazón; delante de los ángeles tañeré para ti, me postraré hacia tu santuario. R/

Daré gracias a tu nombre: por tu misericordia y tu lealtad, porque tu promesa supera a tu fama. Cuando te invoqué me escuchaste, acreciste el valor en mi alma. R/

El Señor es sublime, se fija en el humilde, y de lejos conoce al soberbio. Cuando camino entre peligros, me conservas la vida. R/

Tu derecha me salva. El Señor completará sus favores conmigo: Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos. R/

 

De la carta a los colosenses  2,12-14

Hermanos: Prosaire-a-l'usage-de-l'abbaye-St-Pierre-de-Corbie,-XIV-hojitaEn el bautismo, ustedes fueron sepultados con Cristo, y con Él resucitaron, por la fe en el poder de Dios que lo resucitó de entre los muertos. Ustedes estaban muertos a causa de sus pecados y de la incircuncisión de su carne, pero Cristo los hizo revivir con Él, perdonando todas nuestras faltas. Él canceló el acta de condenación que nos era contraria, con todas sus cláusulas, y la hizo desaparecer clavándola en la cruz.

 

Evangelio según san Lucas 11,1-13

Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos”. El les dijo entonces: “Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano; perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación”. Jesús agregó: “Supongamos que alguno de ustedes tiene un amigo y recurre a él a medianoche, para decirle: ‘Amigo, préstame tres panes, porque uno de mis amigos llegó de viaje y no tengo nada que ofrecerle’, y desde adentro él le responde: ‘No me fastidies; ahora la puerta está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados. No puedo levantarme para dártelos’. Yo les aseguro que aunque él no se levante para dárselos por ser su amigo, se levantará al menos a causa de su insistencia y le dará todo lo necesario. También les aseguro: pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá ¿Hay entre ustedes algún padre que da a su hijo una serpiente cuando le pide un pescado? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquéllos que se lo pidan!”

 

“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1)

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Es el grito de la gente hoy. Los jóvenes quieren orar, y buscan verdaderos “maestros de oración” que, como Jesús, les enseñen a orar con sus propias vidas, que oren con ellos, que les abran nuevos caminos de profundidad interior.

Orar es entrar en el silencio activo de Dios para escuchar su palabra, recibirla en la pobreza, realizarla en la alegría del amor.

Quien ora bien adquiere una gran capacidad de sufrimiento, de comprensión, de serenidad en la cruz. Necesitamos orar, porque necesitamos reencontrarnos con nosotros mismos en el Señor: equilibrarnos, serenarnos, hacernos fuertes. La oración pacifica. La gente tiene derecho a nuestro equilibrio; por eso puede exigirnos que seamos hombres de oración.

La mejor forma de aprender a orar y de convertirnos en “maestros de oración” es mirar a Jesús. Impresiona la actitud de Cristo orante: en absoluta soledad, en profunda adoración al Padre, en comunión íntima con su voluntad. Jesús vino para salvar al hombre, para anunciar la Buena Noticia a los pobres, para reconciliar el mundo con el Padre, y, sin embargo, la mayor parte de su tiempo la dedica al silencio, al desierto, a la oración. Jesús vino para anunciar el Reino y curar a los enfermos; sin embargo, pasa largas horas -noches enteras- en la soledad del monte, en comunicación con el Padre.

Nos preguntamos ahora cuándo, por qué y cómo oraba Jesús. Jesús oraba en la sencillez de lo cotidiano (es decir, en todo momento), y de un modo particular en los momentos grandes y decisivos de su vida.

CARDENAL PIRONIO

 

 

Orar es pedir cada día al Padre la glorificación de su Nombre, el advenimiento de su Reino, la realización de su voluntad, el pan cotidiano, el perdón de los pecados, el no caer en la tentación y ser liberados del mal. Jesús nos invita cada día a rezar el padrenuestro; es la oración insustituible y la más completa. Hay que recitarla «de nuevo» cada día. Porque cada día es distinto. Aunque el plan de Dios sobre nosotros sea invariablemente el mismo, cada día «la voluntad de Dios» se nos manifiesta de un modo nuevo, cada día tenemos que escribir un capítulo distinto. También es distinto «el pan» que cada día nos hace falta: la alegría, la esperanza, la paz interior, el amor, la Palabra de Dios, Dios mismo en su eucaristía. Son también distintos «los pecados» que hemos cometido: de desaliento y tristeza, de desesperanza y falta de fe, de egoísmo y falta de caridad, de rebeldía interior y falta de oración. En fin, cada día es nuevo para nosotros el rostro de «nuestro Padre»: a medida que nos vamos acercando hacia el final, es normal que el rostro del Padre se nos vaya manifestando, y prepare así nuestro encuentro definitivo.

Nos preguntamos ahora qué hacer para orar bien. Una oración válida supone estas tres cosas: experiencia de la paternidad divina, conciencia de nuestra pobreza radical, acción profunda del Espíritu Santo.

a) Experiencia de la paternidad divina: es preciso partir de ahí para que la oración sea posible. La oración es un diálogo con el Padre, es un silencio activo frente al Padre, es una comunión gozosa con la voluntad del Padre. Luego es imprescindible esta conciencia clara y viva de la paternidad de Dios: de su bondad y su misericordia («el Padre nos ama»), de su cercanía e intimidad («el Padre está allí»), de su omnipotencia salvadora («para Dios todo es posible»). Cuando oramos, hablamos con un Padre que nos ama, vive en nosotros y nos espera, nos cuida y se goza en perdonarnos (Lc 15).

b) Conciencia de nuestra pobreza radical: si la pobreza es asumida con serenidad, nos abre fundamentalmente a la oración. Los verdaderos pobres rezan de veras, porque sienten su miseria y la necesidad de Dios; por esto están más cerca del Reino. Una oración intensa brota de la clara conciencia de nuestros límites, nuestra cruz y nuestro pecado. El sufrimiento nos enseña a orar; la cruz, gozosamente aceptada, es una forma de oración: es ofrenda silenciosa al Padre, es contemplación de su voluntad adorable. La humildad con que reconocemos nuestros pecados nos lleva a pedir a Dios que nos devuelva «la alegría de la salvación». La oración del pobre es siempre serena, intensa, confiada. El Evangelio nos trae dos ejemplos: la del leproso (Mt 8,2) y la del publicano (Lc 18,13).

c) Orar en Jesús por el Espíritu: Es preciso orar «en su nombre», es decir, insertados profundamente en Cristo mediante la acción del Espíritu Santo. Orar en el nombre de Jesús es pedir «por él, con él y en él», es entrar en su alma filial que adora al Padre y reconcilia a los hermanos, es dejar que el Espíritu Santo se posesione de nuestro silencio activo y grite «con gemidos inefables» (Rom 8,26) la única palabra que merece ser dicha y puede ser expresada: «¡Abbá, Padre!» (Rom 8,15).

Cardenal Pironio

 

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