XIV Domingo del Tiempo durante el año, ciclo A

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¿DÓNDE ESTÁ LA ALEGRÍA?

La alegría verdadera se puede encontrar: el manantial es Cristo,

en el que creemos y al que amamos con nuestra fe débil pero sincera,

a pesar de nuestra fragilidad.

BENEDICTO XVI

 

Oración Colecta: Dios nuestro, que por la humillación de tu Hijo levantaste a la humanidad caída; concédenos una santa alegría, para que liberados de la servidumbre del pecado, alcancemos la felicidad que no tiene fin. Por nuestro Señor Jesucristo tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

 

Del profeta Zacarías 9, 9-10

Así habla el Señor: ¡Alégrate mucho, hija de Sión! ¡Grita de júbilo, hija de Jerusalén! Mira que tu Rey viene hacia ti; él es justo y victorioso, es humilde y está montado sobre un asno, sobre la cría de un asna. Él suprimirá los carros de Efraím y los caballos de Jerusalén; el arco de guerra será suprimido y proclamará la paz a las naciones. Su dominio se extenderá de un mar hasta el otro, y desde el Río hasta los confines de la tierra.

 

Salmo responsorial: Sal 144,1-2.8-11.13c-14

R/ Bendeciré tu nombre eternamente, Dios mío, el único Rey.

 

Te ensalzaré, Dios mío, mi Rey, bendeciré tu nombre por siempre jamás. Día tras día te bendeciré y alabaré tu nombre por siempre jamás. R/

El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas. R/

Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles; que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas. R/

El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones. El Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan. R/

 

De la carta a los Romanos 8, 9. 11-13

Hermanos: Ustedes no están animados por la carne sino por el espíritu, dado que el Espíritu de Dios habita en ustedes. El que no tiene el Espíritu de Cristo no puede ser de Cristo. Y si el Espíritu de aquél que resucitó a Jesús habita en ustedes, el que resucitó a Cristo Jesús también dará vida a sus cuerpos mortales, por medio del mismo Espíritu que habita en ustedes. Hermanos, nosotros no somos deudores de la carne, para vivir de una manera carnal. Si ustedes viven según la carne, morirán. Al contrario, si hacen morir las obras de la carne por medio del Espíritu, entonces vivirán.

 

Evangelio según san Mateo 11, 25-30

Jesús dijo: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque, habiendo ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes, las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar. Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana.

 

Jesús promete que dará a todos “descanso”, pero pone una condición: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. ¿En qué consiste este “yugo”, que en lugar de pesar aligera, y en lugar de aplastar alivia? El “yugo” de Cristo es la ley del amor, es su mandamiento, que ha dejado a sus discípulos (Jn 13, 34; 15, 12). El verdadero remedio para las heridas de la humanidad -sea las materiales, como el hambre y las injusticias, sea las psicológicas y morales, causadas por un falso bienestar- es una regla de vida basada en el amor fraterno, que tiene su manantial en el amor de Dios.

BENEDICTO XVI

 

 En el Evangelio de este domingo encontramos la invitación de Jesús. Dice así: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11, 28). Cuando Jesús dice esto, tiene ante sus ojos a las personas que encuentra todos los días por los caminos de Galilea: mucha gente sencilla, pobres, enfermos, pecadores, marginados… Esta gente lo ha seguido siempre para escuchar su palabra -¡una palabra que daba esperanza! Las palabras de Jesús dan siempre esperanza- y también para tocar incluso sólo el borde de su manto. Jesús mismo buscaba a estas multitudes cansadas y agobiadas como ovejas sin pastor (cf. Mt 9, 35-36) y las buscaba para anunciarles el Reino de Dios y para curar a muchos en el cuerpo y en el espíritu. Ahora los llama a todos a su lado: “Venid a mí”, y les promete alivio y consuelo.

Esta invitación de Jesús se extiende hasta nuestros días, para llegar a muchos hermanos y hermanas oprimidos por precarias condiciones de vida, por situaciones existenciales difíciles y a veces privados de válidos puntos de referencia. La invitación de Jesús es para todos. Pero de manera especial para los que sufren más.

Jesús promete dar alivio a todos, pero nos hace también una invitación, que es como un mandamiento: “Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). El “yugo” del Señor consiste en cargar con el peso de los demás con amor fraternal. Una vez recibido el alivio y el consuelo de Cristo, estamos llamados a su vez a convertirnos en descanso y consuelo para los hermanos, con actitud mansa y humilde, a imitación del Maestro. La mansedumbre y la humildad del corazón nos ayudan no sólo a cargar con el peso de los demás, sino también a no cargar sobre ellos nuestros puntos de vista personales, y nuestros juicios, nuestras críticas o nuestra indiferencia.

FRANCISCO

 

«Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29).

 

Es Cristo quien habla. Con los ojos de la fe le contemplamos en la concreción de su Humanidad, gracias a la cual es en todo semejante a nosotros, salvo en el pecado. Hoy nos sentimos invitados a meditar sobre el misterio de aquel Corazón divino, en el que late el amor infinito de Dios por el hombre, por todo hombre, por cada uno de nosotros. ¿Cómo no exclamar con el salmista: «El Señor es bueno y grande en el amor»?

Meditemos sobre las «maravillas» del amor de Dios, contemplando el misterio del Corazón de Cristo. Es conocida la riqueza de reminiscencias antropológicas que, en el lenguaje bíblico, despierta la palabra «corazón». Con ella no sólo se evocan los sentimientos propios de la esfera afectiva, sino también todos aquellos recuerdos, pensamientos, razonamientos, proyectos que constituyen el mundo más íntimo del hombre. El corazón, en la cultura bíblica y también en gran parte de las otras culturas, es el centro esencial de la personalidad; centro en el que el hombre está ante Dios como totalidad de cuerpo y espíritu, como yo pensante que quiere y ama, como centro en el cual el recuerdo del pasado se abre a la proyección del futuro.

Ciertamente del corazón humano se interesan el anatomista, el fisiólogo, el cardiólogo, el cirujano, etc.; y su aportación científica —me complace reconocerlo en una sede como ésta— reviste gran importancia para el sereno y armonioso desarrollo del hombre en el curso de su existencia terrena. Pero el significado según el cual nos referimos ahora al corazón, trasciende de esas consideraciones parciales, para alcanzar el santuario de la autoconciencia personal, en el que se resume, y —por así decirlo— se condensa la esencia concreta del hombre; el centro en el que cada uno decide de sí ante los otros, ante el mundo, ante Dios mismo.

Sólo del hombre puede decirse propiamente que tiene un corazón; no del espíritu puro, como es evidente, ni tampoco del animal.

Por la fe sabemos, que en un momento determinado de la historia, «el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Desde aquel momento Dios comenzó a amar con corazón de hombre. Un corazón verdadero, capaz de latir de un modo intenso, tierno, apasionado. El Corazón de Jesús ha experimentado verdaderamente sentimientos de alegría ante el esplendor de la naturaleza, el candor de los niños, ante la mirada de un joven puro; sentimientos de amistad hacia los apóstoles, hacia Lázaro, hacia sus discípulos; sentimientos de compasión para los enfermos, los pobres y tantas personas probadas por el luto, por la soledad, por el pecado; sentimientos de indignación hacia los vendedores del templo, los hipócritas, los profanadores de la inocencia; sentimientos de angustia ante la perspectiva del sufrimiento y ante el misterio de la muerte. No hay sentimiento auténticamente humano que no haya probado el corazón de Jesús.

Del infinito poder que es propio de Dios el corazón de Cristo sólo ha conservado la inerme potencia del amor que perdona. Y en la soledad radical de la cruz ha aceptado ser atravesado por la lanza del centurión, para que la herida abierta vertiese sobre las suciedades del mundo el torrente inagotable de una misericordia que lava, purifica y renueva.

En el corazón de Cristo se encuentran, pues, riqueza divina y pobreza humana, poder de la gracia y fragilidad de la naturaleza, llamada de Dios y respuesta del hombre. En él tiene su apoyo definitivo la historia de la humanidad, porque «el Padre ha entregado todo juicio al Hijo» (cf. Jn 5, 22). Al corazón de Cristo, debe, pues referirse, lo quiera o no lo quiera, todo corazón humano.

Estas palabras, cargadas de tanta humana dulzura, las repite a todos nosotros: «Venid a mí». Si estamos «fatigados y agobiados», acojamos la invitación tan amorosamente insistente: vayamos a El y, aprendamos de El, confiémonos a El. Experimentaremos la verdad de aquella promesa: encontraremos aquel «descanso del alma» que anhela nuestro corazón cansado.

SAN JUAN PABLO II

 

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