X Domingo del Tiempo durante el año, ciclo C
En realidad, la conversión de san Pablo no fue un paso de la inmoralidad a la moralidad —su moralidad era elevada—, de una fe equivocada a una fe correcta —su fe era verdadera, aunque incompleta—, sino que fue ser conquistado por el amor de Cristo: la renuncia a la propia perfección; fue la humildad de quien se pone sin reserva al servicio de Cristo en favor de los hermanos. Y sólo en esta renuncia a nosotros mismos, en esta conformidad con Cristo podemos estar unidos también entre nosotros, podemos llegar a ser “uno” en Cristo. La comunión con Cristo resucitado es lo que nos da la unidad.
BENEDICTO XVI
Oración Colecta: Dios y Señor, de quien proceden todos los bienes, escucha nuestras súplicas; concédenos que, inspirados por ti, pensemos lo que es recto, y, guiados por ti, lo llevemos a la práctica. Por nuestro Señor Jesucristo tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
Del primer libro de los Reyes 17,17-24
En[(dropcap] aquellos días, cayó enfermo el hijo de la viuda que había socorrido al profeta Elías, y su enfermedad se agravó tanto que no quedó en él aliento de vida. Entonces la mujer dijo a Elías: “¿Qué tengo que ver yo contigo, hombre de Dios? ¡Has venido a mi casa para recordar mi culpa y hacer morir a mi hijo!” “Dame a tu hijo”, respondió Elías. Luego lo tomó del regazo de su madre, lo subió a la habitación alta donde se alojaba y lo acostó sobre su lecho. E invocó al Señor, diciendo: “Señor, Dios mío, ¿también a esta viuda que me ha dado albergue la vas a afligir, haciendo morir a su hijo?” Después se tendió tres veces sobre el niño, invocó al Señor y dijo: “¡Señor, Dios mío, que vuelva la vida a este niño!” El Señor escuchó el clamor de Elías: el aliento vital volvió al niño, y éste revivió. Elías tomó al niño, lo bajó de la habitación alta de la casa y se lo entregó a su madre. Luego dijo: “Mira, tu hijo vive”. La mujer dijo entonces a Elías: “Ahora sí reconozco que tú eres un hombre de Dios y que la palabra del Señor está verdaderamente en tu boca”.
Salmo responsorial: Sal 29,2.4-6.11-12ª.13b
R/Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí. Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa. R/
Tañed para el Señor, fieles suyos, dad gracias a su nombre santo; su cólera dura un instante, su bondad de por vida. Al atardecer nos visita el llanto, por la mañana el júbilo. R/
Escucha, Señor y ten piedad de mí, Señor, socórreme. Cambiaste mi luto en danzas; Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre. R/
De la carta a los gálatas 1,11-19
Quiero que sepan, hermanos, que la Buena Noticia que les prediqué no es cosa de los hombres, porque yo no la recibí ni aprendí de ningún hombre, sino por revelación de Jesucristo. Seguramente ustedes oyeron hablar de mi conducta anterior en el Judaísmo: cómo perseguía con furor a la Iglesia de Dios y la arrasaba, y cómo aventajaba en el Judaísmo a muchos compatriotas de mi edad, en mi exceso de celo por las tradiciones paternas. Pero cuando Dios, que me eligió desde el vientre de mi madre y me llamó por medio de su gracia, se complació en revelarme a su Hijo, para que yo lo anunciara entre los paganos, de inmediato, sin consultar a ningún hombre y sin subir a Jerusalén para ver a los que eran Apóstoles antes que yo, me fui a Arabia y después regresé a Damasco. Tres años más tarde, fui desde allí a Jerusalén para visitar a Pedro, y estuve con él quince días. No vi a ningún otro Apóstol, sino solamente a Santiago, el hermano del Señor.
Evangelio según san Lucas 7,11-17
Jesús se dirigió a una ciudad llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud. Justamente cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, llevaban a enterrar al hijo único de una mujer viuda, y mucha gente del lugar la acompañaba. Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: “No llores”. Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron y Jesús dijo: “Joven, yo te lo ordeno, levántate”. El muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre. Todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: “Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo”. El rumor de lo que Jesús acababa de hacer se difundió por toda la Judea y en toda la región vecina.
En los evangelios, los Hechos y las cartas de los Apóstoles abundan los ejemplos de caridad para con las viudas. En repetidas ocasiones Jesús manifiesta su atención solícita con respecto a ellas. Por ejemplo, alaba públicamente a una pobre viuda que da un óbolo para el templo (cf. Lc 21,3 Mc 12,43); se compadece de la viuda que, en Naím, acompaña a su hijo difunto a la sepultura, y se acerca a ella para decirle dulcemente: “No llores”, y luego le devuelve a su hijo resucitado (cf. Lc 7,11-15). El evangelio nos transmite, también, el recuerdo de las palabras de Jesús sobre la “necesidad de orar siempre, sin desfallecer”, tomando como ejemplo a la viuda que con la insistencia de sus demandas obtiene del juez injusto que le haga justicia (cf. Lc 18,5); y las palabras con que Jesús critica severamente a los escribas que “devoran la hacienda de las viudas”, ostentando de forma hipócrita largas oraciones (cf. Mc 12,40; Lc 20,47).
Esa actitud de Cristo, que es fiel al auténtico espíritu de la antigua alianza, sirve de fundamento a las recomendaciones pastorales de san Pablo y Santiago sobre la asistencia espiritual y caritativa a las viudas: “Honra a las viudas” (1 Tm 5,3); “la religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación” (St 1,27).
Pero en la comunidad cristiana a las viudas no sólo les correspondía el papel de recibir asistencia; también desempeñaban una función activa, casi por su participación específica en la vocación universal de los discípulos de Cristo en la vida de oración.
En efecto, la primera carta a Timoteo explica que una tarea fundamental de las mujeres que quedaban viudas consistía en consagrarse a “sus plegarias y oraciones noche y día” (5,5). El evangelio de Lucas nos presenta como modelo de viuda santa a “Ana, hija de Fanuel”, que quedó viuda después de sólo siete años de matrimonio. El evangelista nos relata que “no se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones” (2,36-37) y tuvo la gran alegría de encontrarse en el templo en el momento de la presentación del niño Jesús. Del mismo modo, las viudas pueden y deben contar, en su aflicción, con grandes gracias de vida espiritual, a las que están invitadas a corresponder generosamente.
JUAN PABLO II
Dios, Creador del cielo y de la tierra, es también “el Dios de toda consolación” (2 Co 1, 3: cf. Rm 15, 5). Numerosas páginas del Antiguo Testamento nos muestran a Dios que, en su gran ternura y compasión, consuela a su pueblo en la hora de la aflicción. Para confortar a Jerusalén, destruida y desolada, el Señor envía a sus profetas a llevar un mensaje de consuelo: “Consolad, consolad a mi pueblo… Hablad al corazón de Jerusalén y decidle bien alto que ya ha cumplido su milicia” (Is 40. 1-2); y, dirigiéndose a Israel oprimido por el temor de sus enemigos, declara: “Yo, yo soy tu consolador” (Is 51, 12); e incluso, comparándose con una madre llena de ternura hacia sus hijos, manifiesta su voluntad de llevar paz, gozo y consuelo a Jerusalén: “Alegraos, Jerusalén, y regocijaos por ella todos los que la amáis… de modo que os hartéis de sus consuelos… Como uno a quien su madre le consuela, así yo os consolaré, y por Jerusalén seréis consolados” (Is 66, 10.11.13).
En Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, nuestro hermano, el “Dios-que-consuela” se hizo presente entre nosotros. Así lo indicó primeramente el justo Simeón, que tuvo la dicha de acoger entre sus brazos al niño Jesús y de ver en Él realizada “la consolación de Israel” (Lc 2, 25). Y, en toda la vida de Cristo, la predicación del Reino fue un ministerio de consolación: anuncio de un alegre mensaje a los pobres, proclamación de libertad a los oprimidos, de curación a los enfermos, de gracia y de salvación a todos (cf. Lc 4. 16-21: Is 61. 1-2).
Del Corazón de Cristo brotó esta tranquilizadora bienaventuranza: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados” (Mt 5. 5), así como la tranquilizadora invitación: “Venid a mí todos los que estéis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso” (Mt 11, 28).
La consolación que provenía del Corazón de Cristo era participación en el sufrimiento humano, voluntad de mitigar el ansia y aliviar la tristeza, y signo concreto de amistad. En sus palabras y en sus gestos de consolación se unían admirablemente la riqueza del sentimiento y la eficacia de la acción. Cuando, cerca de la puerta de la ciudad de Naím, vio a una viuda que acompañaba al sepulcro a su hijo único, Jesús compartió su dolor: “Tuvo compasión de ella” (Lc 7, 13), tocó el féretro, ordenó al joven que se levantara y lo restituyó a su madre (cf. Lc 7, 14-15).
El Corazón del Salvador es también, más aún, principalmente “fuente de consuelo”, porque Cristo, juntamente con el Padre, dona el Espíritu Consolador: “Yo pediré al Padre y os dará otro Consolador para que esté con vosotros para siempre” (Jn 14, 16; cf. 14, 25: 16. 12): Espíritu de verdad y de paz, de concordia y de suavidad, de alivio y de consuelo: Espíritu que brota de la Pascua de Cristo (cf. Jn 19, 28-34) y del evento de Pentecostés (cf. Hch 2, 1-13).
Toda la vida de Cristo fue por ello un continuo ministerio de misericordia y de consolación. La Iglesia, contemplando el Corazón de Cristo y las fuentes de gracia y de consolación que de Él manan, ha expresado esta realidad estupenda con la invocación: “Corazón de Cristo, fuente de todo consuelo, ten piedad de nosotros”.
Esta invocación es recuerdo de la fuente de la que, a lo largo de tos siglos, la Iglesia ha recibido consolación y esperanza en la hora de la prueba y de la persecución; es invitación a buscar en el Corazón de Cristo la consolación verdadera, duradera y eficaz; es advertencia para que, tras haber experimentado la consolación del Señor, nos convirtamos también nosotros en convencidos y conmovidos portadores de ella, haciendo nuestra la experiencia espiritual que hizo decir al Apóstol Pablo: el Señor “nos consuela en toda tribulación nuestra para poder consolar a los que están en toda tributación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios” (2 Co 1, 4).
Pidamos a María, Consoladora de los afligidos, que, en los momentos oscuros de tristeza y angustia, nos guíe a Jesús, su Hijo amado, “fuente de todo consuelo”.
Juan Pablo II