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Viernes Santo: En tus manos, Señor, pongo mi vida. Salmo30

Vivir el Triduo Pascual de la mano de los Salmos

Viernes Santo: En tus manos, Señor, pongo mi vida. Salmo30

            Hoy el Señor se alza ante nuestros ojos muriendo en la cruz, con las palabras de este salmo brotando de sus labios como expresión de lo que efectivamente está haciendo: En tus manos pongo mi vida. Ciertamentepone su vida en las manos del Padre, que lo han sostenido durante el combate de su Pasión; pero también en las nuestras para que volvamos a recibir la ofrenda de su amor que en esta hora de gracia se derrama sobre nosotros, la pone también cotidianamente en nuestras manos, en cada Eucaristía.

La liturgia de hoy nos ayuda a captar la gravedad y el peso de este momento, con la entrada silenciosa de los ministros, con su gesto de postración, con la gran oración universal. Y este año el gran silencio de nuestras calles parece unirse al silencio y a esta gravedad litúrgica como ofreciendo al Señor que pende de la cruz, todo el dolor de los hombres, todo el sufrimiento del mundo, y también toda la esperanza que depositamos en su amor y en su salvación. Hoy la humanidad entera eleva este grito silencioso para decirle al Señor: tenemos necesidad de ti, de la salvación que nos ofreces desde la cruz, de tu vida entregada, tenemos necesidad de tu amor.

El pasado 27 de marzo, en el momento extraordinario de oración presidido por el Santo Padre en la Plaza de San Pedro, el Papa Francisco decía: Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Pues bien, la liturgia de hoy viene a sellar el encuentro entre este silencio sufriente de los hombres y el silencio sufriente de Jesús en la cruz, solo interrumpido por las palabras de su oración: en tus manos pongo mi vida. Hoy, desde la cruz, el Señor nos enseña a unirnos a Él para decir: en tus manos pongo mi vida. Dios no solo comprende nuestro dolor, Dios, en su Hijo, ha llegado incluso a compartirlo, a tomarlo sobre sí.

El poeta francés Paul Claudel escribía:

El dolor es una presencia, y exige la nuestra. Nos ha tomado una mano y nos tiene bien agarrados. No podemos escapar, no podemos ir a otra parte, no podemos distraernos. A esta cuestión terrible, la más antigua de la humani­dad, y a la que Job dio su forma casi oficial y litúrgica, sólo Dios, directamente interpelado y acusado, era capaz de responder. Y el interrogatorio era tan enorme que sólo el Verbo podía someterse a él ofreciendo, no ya una explicación, sino una presencia, según aquellas palabras del evangelio: «Yo no he venido a explicar, a disipar las dudas con una explicación, sino a cumplir, o sea, a sustituir con mi presencia la falta misma de explicación». El Hijo de Dios no ha venido a destruir el sufrimiento, sino a sufrir con nosotros. No ha venido a destruir la cruz, sino a tenderse en ella. De todos los privilegios específicos de la humanidad, es éste el que escogió para sí, es por el camino de la muerte donde nos enseñó que era posible la salida y la transformación.

En tus manos pongo mi vida. Estas célebres palabras pronunciadas por Jesús unos instantes antes de morir nos dan esta clave de lectura para acercarnos al misterio de su Pasión. Están tomadas de esta plegaria, el Salmo 30, que es una oración en la hora del sufrimiento buscando apoyo en el Señor. Lo que caracteriza al salmista es su fe en Dios reflejada en su ser enteramente orientado hacia Él (A ti, Tú, tu oído, tu nombre) Y lo que caracteriza a Dios es su fidelidad (Dios es justo, es roca, baluarte, amparo). La atmósfera de la oración es de confianza, de reciprocidad, de amor, de una serenidad activa. Así es la oración que brotó de labios de Jesús en sus últimos instantes de vida. Una oración en la que ya, desde los primeros versículos, resuena la mutua pertenencia:

A ti, Señor me acojo,

no quede yo nunca defraudado;

Tú, que eres justo, ponme a salvo,

inclina tu oído hacia mi;

ven aprisa a librarme

se la roca de mi refugio,

un baluarte donde me salve,

Tú, que eres mi roca y mi baluarte.

por tu nombre dirígeme y guíame:

sácame de la red que me han tendido,

porque Tú eres mi amparo.

Al mismo tiempo se percibe en el salmista una cierta urgencia y tensión, manifestada en siete imperativos, como expresión de la perfección de la súplica y del socorro divino, (ponme, inclina, ven, se, dirígeme, guíame, sácame), que van creciendo, pero que el salmista sabe depositar en manos de Dios, y condensar en el versículo utilizado por Jesús: En tus manos pongo mi vida. Es decir, estas palabras parecen surgir de la experiencia inmediatamente anterior del orante, como una mezcla de súplica y profesión de fe, y, al mismo tiempo, resumen y retoman esta experiencia, coronándola.

En este día santo, estamos invitados a contemplar al Señor rezando así, haciendo suyas las palabras del salmista, y sobre todo estamos invitados a unirnos a Él para que desde la cruz, inerme, dormido en las manos del Padre, nos ayude también a nosotros a hacer esta experiencia de entrega.

El Papa Benedicto comenta: La oración de Jesús, en este momento de sufrimiento es un fuerte grito de confianza extrema y total en Dios. Esta oración expresa la plena consciencia de no haber sido abandonado. Las palabras pronunciadas por Jesús no son una simple cita, sino que manifiestan más bien una decisión firme: Jesús se «entrega» al Padre en un acto de total abandono. Estas palabras son una oración de «abandono», llena de confianza en el amor de Dios.  

En este difícil momento que estamos viviendo, Jesús, con su presencia desde la cruz, nos devuelve la paz de estar también nosotros en las manos de Dios, las manos que nos han creado, las manos del Padre:

La oración de Jesús ante la muerte es dramática como lo es para todo hombre, pero, al mismo tiempo, está impregnada de esa calma profunda que nace de la confianza en el Padre y de la voluntad de entregarse totalmente a él. En los últimos momentos, Jesús se dirige al Padre diciendo cuáles son realmente las manos a las que él entrega toda su existencia. Ahora que su muerte es inminente, él sella en la oración su última decisión: Jesús se dejó entregar «en manos de los hombres», pero su espíritu lo pone en las manos del Padre; así —como afirma el evangelista san Juan— todo se cumplió, el supremo acto de amor se cumplió hasta el final, al límite y más allá del límite. Jesús, que en el momento extremo de la muerte se abandona totalmente en las manos de Dios Padre, nos comunica la certeza de que, por más duras que sean las pruebas, difíciles los problemas y pesado el sufrimiento, nunca caeremos fuera de las manos de Dios, esas manos que nos han creado, nos sostienen y nos acompañan en el camino de la vida, porque las guía un amor infinito y fiel. (15 feb 2012)        

                        La Biblia nos dice en el Libro de la Sabiduría que el alma del justo está en las manos de Dios (Sab. 3,1). Las manos de Dios, que son las manos más hermosas, plagadas de amor, manos plagadas de amor. (Papa Francisco, 15 junio 2019).

Y en este Viernes Santo, en esta hora tan particular, mirando y adorando a Jesús dormido en la cruz podemos pensar que nos está señalando estas manos, que son manos protectoras, manos que nos guían y nos hacen evitar los peligros del camino. En tus manos pongo mi vida. En estas manos que acogen, protegen y curan. Manos que son bien distintas a las de los enemigos que mencionará el salmista en los versículos siguientes.

Esta invocación, en tus manos pongo mi vida, es de una altísima intensidad. Jesús y con Él el orante, pone en manos de Dios el bien más precioso que tiene, su vida, su espíritu, su soplo; aquel soplo que en el momento de la creación Dios le había insuflado (Gn 2,7) y que lo ha constituido como creatura viviente y como hombre. Es decir, con este término Jesús y el orante pretenden expresar aquello que hace viviente y único al hombre, y que solo la muerte le puede arrebatar. Por eso el salmista, anticipando espiritual y simbólicamente este instante, se entrega totalmente en las manos divinas que crean (Is 66,2), que bendicen (Esd 7,6), que liberan (Ex 7,4; Is 50,2) que curan (Jb 12,10) y protegen (1 Sm 24,14). En estas manos nuestra realidad humana permanecerá intacta, custodiada como el tesoro más precioso. Así lo también hizo Jesús y en sus labios las palabras del salmo devienen expresión de su certeza en la plena salvación del Padre; para Jesús la muerte no es la última realidad, de parte de Dios se espera siempre la vida.

En tus manos pongo mi vida:

    tú, el Dios leal, me librarás;

El versículo que completa la expresión utilizada por Jesús hace referencia a esa cualidad inigualable de Dios que es su lealtad, su fidelidad, ese ser fiel a sí mismo, a su entraña de misericordia y, por lo tanto, actuar en consecuencia.

Y en contraposición a esta lealtad divina el salmista hace referencia a los ídolos inertes, vacíos, inestables y arbitrarios, para reforzar la idea de la solidez de Dios, de su capacidad de atención, de su socorro.

tú aborreces a los que veneran ídolos inertes,

    pero yo confío en el Señor;

    tu misericordia sea mi gozo y mi alegría.

Te has fijado en mi aflicción,

    velas por mi vida en peligro;

no me has dejado en manos del enemigo,

    has puesto mis pies en un camino ancho.

Y como en toda oración verdadera, también el salmista pasa de la confianza al dolor, describiendo su situación y pidiendo piedad, para volver luego desde ese dolor a la confianza.

Las imágenes utilizadas son fuertes, describen la creciente hostilidad que es percibida por el orante en su espíritu y también en su cuerpo, abarcando el amplio vocabulario de la desdicha para describir su situación. Y el orante no teme presentar ante su Dios todo lo que experimenta, pues también todo esto es lo que pone en manos del Señor.

Y esta descripción podemos rezarla hoy como pronunciada por el Señor describiendo su Pasión:

Piedad, Señor, que estoy en peligro:

    se consumen de dolor mis ojos,

    mi garganta y mis entrañas.

Mi vida se gasta en el dolor,

    mis años, en los gemidos;

mi vigor decae con las penas,

    mis huesos se consumen.

Soy la burla de todos mis enemigos,

    la irrisión de mis vecinos,

el espanto de mis conocidos:

    me ven por la calle y escapan de mí.

Me han olvidado como a un muerto,

    me han desechado como a un cacharro inútil.

Oigo el cuchicheo de la gente,

    y todo me da miedo;

se conjuran contra mí

    y traman quitarme la vida.

Nuevamente se vuelve a la atmósfera de confianza y de alianza, apelando a la fórmula solemne del pacto con el Señor: Tú eres mi Dios. Y nuevamente aparece la imagen de las manos, como si el salmista dijera: porque Tú eres mi Dios, entonces, en tu mano están mis azares. Por eso, en un crescendo de confianza vuelve a lanzar a Dios su súplica por medio de los imperativos, para culminar en una osada expresión, culmen de estos versículos, que manifiesta toda su confianza: que no me avergüence de haberte invocado.

Pero yo confío en ti, Señor,

    te digo: “Tú eres mi Dios”.

En tu mano están mis azares:

    líbrame de los enemigos que me persiguen;

haz brillar tu rostro sobre tu siervo,

    sálvame por tu misericordia.

Señor que no me avergüence de haberte invocado,

    que se avergüencen los malvados

    y bajen mudos al abismo;

queden mudos los labios mentirosos

    que profieren insolencias contra el justo

    con soberbia y desprecio.

El salmista, ya más apaciguado y llegando al final de su oración, luego de haber pasado por la experiencia del dolor, de la súplica intensa, de la calma, de la confianza, estalla ahora en un canto de alabanza y bendición a Dios, al que experimenta actuando en su favor. Con un vocabulario de seguridad, de asilo, de cobijo, manifiesta la obra de Dios. La calma y la quietud del orante no se basan tanto en el cambio de situación, como en esa compañía y refugio que encuentra en el Señor. El orante se sabe acompañado, protegido, y ese es el motivo de su alabanza.

Hoy también vemos a Jesús en la cruz. El Padre no impidió que muriera. Pero lo acogió en sus manos, recibió su ofrenda y misteriosamente esta ofrenda estallará en Resurrección:

Qué bondad tan grande, Señor,

    reservas para tus fieles,

y concedes a los que a ti se acogen

    a la vista de todos;

en el asilo de tu presencia los escondes

    de las conjuras humanas;

los ocultas en tu tabernáculo,

    frente a las lenguas pendencieras.

Bendito el Señor que ha hecho por mí

    prodigios de misericordia

    en la ciudad amurallada.

Yo decía en mi ansiedad:

    “Me has arrojado de tu vista”;

pero tú escuchaste mi voz suplicante,

    cuando yo te gritaba.

Para, por fin, compartir y alentar a los demás a hacer esta misma experiencia de salvación.

Amad al Señor, fieles suyos:

    el Señor guarda a sus leales

    y paga con creces a los soberbios.

Sed fuertes y valientes de corazón,

    los que esperáis en el Señor.

Ahora es también el salmista quien puede ser fiel y leal, pues se ha unido a su Dios y, por lo tanto, participa de la fidelidad y de la lealtad del Señor. Así es como vence el dolor, no por sí mismo, sino uniéndose a Dios. Al igual que Jesús que en el momento supremo de su vida se confía a las manos del Padre y vence la muerte, así en este Viernes Santo, al adorar a cruz, Jesús nos invita a hacer con Él esta experiencia tan maravillosamente expresada por el salmista.

Que el Señor nos conceda recibir este don, en esta hora de gracia para toda la humanidad; que nos conceda percibir que:

Dios se ha inclinado sobre nosotros, se ha abajado hasta llegar al rincón más oscuro de nuestra vida para tendernos la mano y alzarnos hacia él, para llevarnos hasta él. La Cruz nos habla de la fe en el poder de este amor, a creer que en cada situación de nuestra vida, de la historia, del mundo, Dios es capaz de vencer la muerte, el pecado, el mal, y darnos una vida nueva, resucitada. En la muerte en cruz del Hijo de Dios, está el germen de una nueva esperanza de vida, como el grano que muere dentro de la tierra. 

Fijemos nuestra mirada en Jesús crucificado y pidamos en la oración: Ilumina, Señor, nuestro corazón, para que podamos seguirte por el camino de la Cruz; haz morir en nosotros el «hombre viejo», atado al egoísmo, al mal, al pecado, y haznos «hombres nuevos», hombres y mujeres santos, transformados y animados por tu amor. (Benedicto XVI,  22 abril 2011).

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