Viernes Santo: Adoramos Señor tu cruz
Viernes Santo: Adoramos Señor tu cruz
Textos comentados en la charla
LA MIRADA
El Viernes santo, centrado en el misterio de la Pasión, es un día de ayuno y penitencia, totalmente orientado a la contemplación de Cristo en la cruz. En las iglesias se proclama el relato de la Pasión y resuenan las palabras del profeta Zacarías: “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19, 37). Y durante el Viernes santo también nosotros queremos fijar nuestra mirada en el corazón traspasado del Redentor, en el que, como escribe san Pablo, “están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col2, 3), más aún, en el que “reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad” (Col 2, 9).
Por eso el Apóstol puede afirmar con decisión que no quiere saber “nada más que a Jesucristo, y este crucificado” (1 Co 2, 2). Es verdad: la cruz revela “la anchura y la longitud, la altura y la profundidad” —las dimensiones cósmicas, este es su sentido— de un amor que supera todo conocimiento —el amor va más allá de todo cuanto se conoce— y nos llena “hasta la total plenitud de Dios” (cf. Ef 3, 18-19).
En el misterio del Crucificado “se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical” (Deus caritas est, 12). La cruz de Cristo, escribe en el siglo V el Papa san León Magno, “es fuente de todas las bendiciones y causa de todas las gracias”
No se trata simplemente de observar, sino de venerar; es una mirada de oración. Y diría aún más: es un dejarse mirar. Jesús misteriosamente nos mira y, en el silencio, nos habla. ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo es posible que el pueblo fiel, como vosotros, quiera detenerse ante un hombre flagelado y crucificado? El habla a nuestro corazón y nos lleva a subir al monte del Calvario, a mirar el madero de la cruz, a sumergirnos en el silencio elocuente del amor.
Así pues, dejémonos alcanzar por esta mirada, que no va en busca de nuestros ojos, sino de nuestro corazón. Escuchemos lo que nos quiere decir, en el silencio, sobrepasando la muerte misma. Nos llega la Palabra única y última de Dios: el Amor hecho hombre, encarnado en nuestra historia; el Amor misericordioso de Dios, que ha tomado sobre sí todo el mal del mundo para liberarnos de su dominio. Este rostro desfigurado se asemeja a tantos rostros de hombres y mujeres heridos por una vida que no respeta su dignidad, por guerras y violencias que afligen a los más vulnerables… Sin embargo, transmite una gran paz; este cuerpo torturado expresa una majestad soberana. Es como si dejara trasparentar una energía condensada pero potente; es como si nos dijera: ten confianza, no pierdas la esperanza; la fuerza del amor de Dios, la fuerza del Resucitado, todo lo vence. Benedicto XVI
Mirarte simplemente,
dejar abierta sólo la mirada;
mirarte todo sin decirte nada,
decirte todo, mudo y reverente.
De un himno litúrgico
El suplicio de la cruz era el más atroz, porque unía al sufrimiento físico el más abyecto escarnio moral; era la humillación más grave que se podía infligir; era un castigo reservado a los seres más abyectos. ¿Queremos descubrir por qué el Señor ha deseado darnos este ejemplo?
Nos resultará difícil, como a los primeros cristianos, si no tenemos los ojos bien abiertos; nos quedaremos también maravillados y confusos, acaso más alejados que atraídos por el Señor. Pero si profundizamos en el misterio de la cruz, con fe, quedaremos fascinados y encantados por tal misterio, porque la humillación de Jesús va acompañada de una dignidad infinita.
Jesús permanece grande, con una estatura inalcanzable, en esta abyección suya. Jesús es grande, es silencioso, es bueno. Jesús es paciente, Jesús es solemne aun en estos momentos.
Aun en la humillación, Jesús conserva una paciencia, una dignidad, una solemnidad inimaginable. No es la humillación del hombre vencido, es la humillación del hombre que sufre, pero que conserva un tesoro inalcanzable, invencible dentro de sí. Pero, ¿por qué?, nos preguntamos aún.
Y ahí está la ejemplaridad. Nos quería enseñar la virtud más difícil; nos quería enseñar la virtud más necesaria; quería remediar lo que se encontraba en ruinas. El hombre ha sido arruinado por el orgullo, por esa exaltación de sí mismo: serán como dioses, serán grandes como Dios. Ha sido la falta de nuestros progenitores, el pecado original, el ensoberbecerse del hombre respecto a Dios, el deseo de parecer Dios, la imagen que quería llegar a ser el auténtico ser del cual había partido. A la gran ruina del mundo –el orgullo– el Señor le aplica el remedio contrario: la humillación.
Un segundo aspecto, también este de clara evidencia: la paciencia. Jesús no deja escapar ningún lamento; en el sufrimiento, calla. Jesús permanece interiormente invulnerable, no se deja pisotear por las humillaciones y por los sufrimientos que lo rodean. Es el secreto del silencio de Cristo. Con el silencio ha defendido su celda interior precisamente aquel que es definido como la Palabra. También aquí hay expresiones misteriosas que son altísimas, y que tienen un poco el sentido de las palabras que el Señor ha dicho. Así como en la música la pausa hace comprender el trozo que se ha ejecutado, lo destaca y separa del que le seguirá, así el silencio de Cristo pone de enorme relieve las pocas palabras que el Señor ha pronunciado durante su pasión. Se ve la fuente, la interioridad de su dolor. Jesús no lo aparta de sí: Jesús lo acumula, lo atrae, lo gusta hasta el fin y habla más consigo mismo que con los otros; hasta que un gemido, el único, algo de absoluto, de extremo, de inconcebible, escapa de sus labios: ¡Elí, Elí!, ¿lemá sabactaní?, ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? Deben haber sido palabras impresionantes, cuando el evangelista ha querido conservarlas en el lenguaje original en que Jesús se expresó en la cruz. Jesús siente en aquel momento el tormento de su abyección interior; siente que sus dos naturalezas, la humana y la divina, están laceradas interiormente. Jesús no está abandonado de Dios, pero el sufrimiento a que está sometido parece que le quisiera hacer probar también esta extrema muerte, la muerte interior, la laceración de las dos naturalezas: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?
¿Por qué sufre Jesús así? ¿Cuál es la lección que nos viene de este extremado sufrimiento? La meditación de este tormento nos enseña el dificilísimo, el saludable arte de saber sufrir, de hacer bueno y meritorio nuestro sufrimiento, hacerlo útil, sabio, santo. ¡Qué cosa tan grande! También nosotros tenemos alguna experiencia: la persona que, herida por el dolor, no se lamenta, es para nosotros un ser superior. El afligido que ante un dolor no pronuncia palabras de maldición, ni dirige invectivas contra el destino, sino que inclina la frente y dice: «Hágase la voluntad de Dios», se agiganta a nuestros ojos. Y sentimos la grandeza de un dolor así aceptado. El Señor nos ha querido enseñar, precisamente, esta dificilísima virtud de la resignación cristiana; nos ha querido dar la más alta lección de heroísmo. Cardenal Montini-Papa san Pablo VI