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Viernes Santo

Viernes Santo

Is 52,13-53,12 / Sal 30 / Hb 4,14-16; 5,7-9 / Jn 18,1-19,42

De una homilía del Viernes Santo en la Parroquia Nuestra Señora de la Victoria, La Plata, 1971

Les aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo;pero si muere da mucho fruto. Jn 12,24

Nos sentimos en familia, al pie de la cruz, con la misma serenidad y fortaleza de la Virgen, Nuestra Señora.

Entre los personajes que aparecen en el relato de la Pasión nos gusta situarnos en el corazón bien pobre, bien silencioso, bien disponible de la Virgen Nuestra Señora.

María en la cual nace la Iglesia. En cuyo corazón virginal nació la Iglesia una vez en su plenitud de fe en la Anunciación cuando le dijo al Padre que sí.

María en cuyo corazón virginal lleno de amor, de inmolación, de ofrenda, nació –segunda vez– la Iglesia cuando estaba serena y fuerte al pie de la cruz: aquí tienes a tu hijo, es decir, aquí tienes a la Iglesia.

María en cuyo corazón silencioso y disponible nació –tercera vez– la Iglesia en Pentecostés, cuando salió como Iglesia misionera, apostólica, del testimonio, de la profecía. Yo quisiera que en nuestro corazón naciera hoy la Iglesia, una Iglesia verdaderamente pascual. Por eso nos situamos frente a la cruz del Señor con ánimo pascual.

Frente a la cruz del Señor puede haber distintas posturas. Puede haber la postura de las piadosas mujeres que acompañaron al Señor hasta el final, pero que se sintieron aplastadas por la cruz. Entonces –como nos cuenta el evangelista Lucas– lloraban y se lamentaban. Puede haber una impresión así, de ponernos a considerar desde lejos la Pasión del Señor y compadecernos, pero quedarnos allí un poco en la superficie, sin hacer la pasión nuestra, sin hacer la cruz nuestra, sin hacer la muerte de Jesús nuestra. Yo quisiera mis queridos hermanos, que hoy reviviéramos la pasión de Cristo en nosotros; que cada uno sintiera a Cristo que padece en uno mismo, a Cristo que padece en el misterio de su Iglesia, a Cristo que padece en la pobreza, en la desnudez, en la opresión de los hombres nuestros hermanos, a Cristo que sigue peregrinando en la historia, Cristo que exige de nosotros una actitud muy de servicio y muy de entrega.

Puede haber otra actitud frente a la cruz del Señor, que es la de permanecer de pie pero un poco lejos; como los Apóstoles que contemplaban –según el evangelista– de lejos el episodio de la muerte, de la oblación de Cristo. Podemos sentirnos nosotros fuertes, pero un poco lejos; es decir, no tener el coraje, la valentía de asumir la cruz y ser verdaderamente discípulos del Señor. Sin embargo, abrimos el Evangelio y encontramos el que quiera ser discípulo mío que se niegue a sí mismo, que tome todos los días su cruz y que me siga. Y esto, mis queridos hermanos, no fue escrito para mí, Obispo, o para el Padre Sacerdote, o para la religiosa, fue escrito para mí y para ustedes.

Si queremos ser auténticos discípulos del Señor –y estos días de Semana Santa revivimos nuestro compromiso– tenemos que disponernos de veras a morir, a desprendernos, a negarnos todos los días; asumir con coraje, con serenidad, con valentía, la cruz adorable de la cual vamos a hablar ahora, la cruz pascual, y seguir al Señor así.

Puede haber una postura de la cruz que aplasta. Puede haber una postura de la cruz que se mira de lejos con curiosidad. Y puede haber una postura que se asume, es la de María, serena y fuerte.

Yo quisiera que escucharan mi palabra con la misma sencillez y pobreza con que escuchamos todos la Palabra del Señor; que no buscaran técnicas humanas ni nada. Es Palabra de Dios que llega al corazón de los hombres. Y ahora hacemos nuestro todo este relato que acabamos de escuchar; desde la primera lectura en que Isaías nos muestra al Siervo doliente, al Siervo de Yavéh que carga la dolencia de todos los hombres, varón de dolores, sabedor de dolencias, que es herido, quebrado, maltratado por nosotros para darnos la paz; pasando por la segunda lectura en que el Sumo Sacerdote penetra en los cielos, habiendo aprendido a obedecer en la escuela del sufrimiento y habiéndose hecho así causa de salvación para todos los hombres; hasta terminar en el relato bien sereno y bien hondo de la Pasión y de la muerte de Jesús.

Entonces, entremos en el corazón de Nuestra Señora, en su misma pobreza, porque la Palabra de Dios llega únicamente a las almas pobres, ¡a las almas pobres! –te glorifico, Padre, porque esto lo has ocultado a los sabios pero lo has revelado a los pequeños y a los humildes– a los pequeños, a los pobres, no a los que quieren penetrar en la Palabra de Dios con demasiada técnica o disquisición humana, no a los que esperan palabras muy sabias desde el punto de vista humano. La Palabra de Dios llega a aquellos que vienen con hambre nada más que de luz, de fuerza, de coraje, de amor, de comunión, etc. La Palabra de Dios llega a las almas silenciosas. Por eso si hay ahora problemas, inquietudes, vamos a dejarlas un poco a un lado. Ahora es la Palabra de Dios la que nos llega. La Palabra de Dios se comunica a las almas silenciosas, profundamente interiores. Por eso hemos empezado esta celebración estando un rato de rodillas, como para unirnos al Cristo que ora al Padre. Y la Palabra de Dios llega a las almas disponibles. Es decir, a las almas que están dispuestas a decirle al Señor que sí de entrada. Y yo lo que les pediría a ustedes es que le dijeran al Señor que sí de entrada, sabiendo que lo que les va a pedir el Señor es una exigencia de amor y no más.

Pensamos en la Pasión, en la muerte, en la cruz del Señor. Hoy la cruz del Señor se nos aparece a nosotros y yo quiero presentarla así, sencillamente, como una cruz filial, es decir, fidelidad. ¡Fidelidad! Fidelidad al Padre. Como una cruz fraterna, es decir comunión con los hombres hermanos. Y por último como una cruz pascual, es decir, una cruz de fecundidad, una cruz de vida, una cruz de resurrección, una cruz de luz. Y a la luz de este misterio del Señor, a la luz de este misterio de Cristo que va y se adelanta hacia la cruz, comprenderemos también nuestra cruz, mi cruz, la de cada uno de los que estamos aquí, que tiene que ser también una cruz filial, una respuesta adorable al Padre por amor. Una cruz comunitaria, es decir, con un corazón de hermano asumir el dolor de nuestros hermanos. Y una cruz eminentemente pascual, es decir una cruz de fecundidad. Y esa es la cruz que vamos a adorar después en silencio.

La cruz filial

Una cruz filial. Si Cristo llega a esta hora, que es la hora deseada por Él ardientemente, si Cristo ha hablado tantas veces de esta hora fijada para Él por el Padre, es porque Cristo se adelanta por obediencia de amor al Padre, porque Cristo es fiel, por fidelidad. ¿O ustedes piensan que Cristo humanamente, en la debilidad de su carne que había asumido totalmente excepto el pecado –como nos dice la segunda lectura– piensan que Cristo no tembló, no se asustó, no sintió un poco humanamente el rechazo de la cruz? Pero sin embargo, era la fidelidad a un compromiso, la fidelidad a una entrega, la fidelidad a un amor. No tiene sentido la Pasión de Jesús, su muerte, sino desde esta perspectiva de una obediencia que va hasta el final. Cristo será glorificado, dice San Pablo, porque fue obediente hasta la muerte y muerte de cruz. San Juan pintará todo el relato de la Pasión diciendo sencillamente esto: para que sepa el mundo que Yo amo al Padre y conforme al mandato que me dio mi Padre, así obro. Por eso marchemos, es decir vayamos a la cruz. La cruz no tiene sentido sino desde el punto de vista de una fidelidad a una tarea, a una misión encomendada. Esta misión será en definitiva la liberación total del hombre y de los pueblos; esta misión será la reconciliación de los hombres con el Padre, la salvación plena de la humanidad.

Por eso Cristo, por esta obediencia que aprendió en el sufrimiento, se habrá hecho causa de salvación para todos los que creen, para todos los que obedecen. Fidelidad. Y precisamente porque Cristo fue fiel durante toda su vida, por eso ahora afrontará con serenidad el último momento, y dirá: Padre, en tus manos entrego mi espíritu. Así muere Cristo, entregando su espíritu al Padre, porque toda su vida no ha sido más que hacer la voluntad de Aquel que le ha enviado.

Yo me pregunto, mis hermanos, si nuestra vida es una fidelidad. Hoy hablamos mucho de fidelidad, pero me pregunto si somos auténticamente fieles, si somos fieles a una misión que a nosotros también adorablemente el Padre nos ha fijado. Todos tenemos una misión en la vida. La tengo yo que soy Obispo, tengo una misión que cumplir, ¡y ay de mí si no la realizo con fidelidad! Una fidelidad que no admite demoras, una fidelidad que no admite interrupción, una fidelidad que no admite vueltas. Hemos sellado nuestro compromiso con el Señor y este compromiso es irreversible, absoluto y total. Entonces, hoy será el día de reafirmar otra vez nuestra fidelidad. Pero ustedes tienen también una fidelidad, fidelidad a una tarea, a una misión. Es preciso descubrir un poco en los signos de los tiempos qué pasa. Es preciso comprender esta hora nuestra, tan difícil y tan rica, que vivimos: qué es lo que el Padre nos está pidiendo en esta hora nuestra. Es preciso descubrir después en nuestro interior qué es lo que el Padre quiere de mí a través de mi profesión, de mi trabajo, de mi relacionamiento con los demás. ¿O es que acaso no tengo yo una misión que cumplir en la vida? La tiene el hombre adulto y la tiene el muchacho; la tiene el niño que recién comienza la vida y la tiene el hombre que peina las canas o que no las peina. Pero todos tenemos una misión que realizar en la vida. Fidelidad. Y esta fidelidad no se realiza sino a través de una cruz. Es la cruz de un renunciamiento permanente, es la cruz de un morir cotidianamente a nosotros mismos. Es muy fácil ser fieles a una tarea cuando la tarea no nos exige renunciamiento y sacrificios, pero cuando todos los días…

El estudiante tiene que morir todos los días porque tiene que ser fiel a una tarea; el profesional tiene que morir todos los días porque tiene que ser fiel a una tarea; el esposo tiene que morir todos los días porque tiene que ser fiel a una tarea; y así todos. La vida no se realiza sino a través de una cruz permanente. Pero ser fieles. La fidelidad es siempre un sí al Padre.

Cuando adorablemente el Señor pone la cruz en mi vida la tengo que recibir como una bendición del Padre, como un don del Padre. Una cruz filial. Vivir constantemente así, y ver que no tiene sentido nuestra vida si no es en un relacionamiento directo con Dios, con el Padre, a quien tenemos que ir descubriendo cotidianamente, y a quien cotidianamente tenemos que ir diciéndole que sí, aún cuando nos estemos entregando inmediatamente a nuestros hermanos. Cristo muere, da su vida por sus amigos: no hay amor mayor que el de aquel que da la vida por sus amigos. Pero en definitiva Cristo muere porque le ha dicho al Padre que sí. Nosotros todos los días morimos dando la vida a nuestros hermanos, pero en definitiva morimos porque le hemos dicho a Dios que sí y no nos arrepentimos más de ello.

La cruz fraterna

La cruz de Cristo es además una cruz fraterna, es decir, una cruz hecha comunión. ¡Cómo impresiona la primera lectura del Siervo doliente que ha cargado sobre sí todos nuestros pecados, que ha sanado nuestras heridas, que ha sido despojado, desfigurado, varón de dolores, sabedor de dolencias! Cristo es así, alguien que asume el pecado de todos los hombres; alguien que ha cargado con la debilidad, con la flaqueza, con las angustias, con la tristeza de todos los hombres. ¡Qué bien que hace contemplar a Jesús nuestro, muy cerca! Muy cerca de cada uno de nosotros cuando ora, muy cerca de cada uno de nosotros cuando sufre, muy cerca de cada uno de nosotros cuando siente tristeza hasta la muerte, muy cerca de cada uno de nosotros cuando experimenta la tentación tremenda de la soledad y del abandono, muy cerca de cada uno de nosotros cuando experimenta la tentación de decirle al Padre: ¡Padre basta! ¡No puedo más! ¡Si es posible que pase de mí este cáliz! Sin embargo, enseguidita la reacción filial: Padre, que no se haga mi voluntad sino la tuya.

¡Qué bien nos hace sentirlo a Cristo así muy cerca nuestro, muy hermano! ¿No les parece mis queridos hermanos que así tendrían que sentirnos los demás hombres nuestros hermanos? Ayer hablábamos del amor. Qué bueno si tuviéramos una capacidad muy ancha, muy grande de comprender, de perdonar, de servir, de asumir todas las angustias y esperanzas de los hombres, de cargar nosotros, que sentimos nuestros hombros frágiles y débiles y tentados de echar nuestros propios fardos a los demás. ¡Qué bueno si asumimos el dolor, la angustia, el pecado incluso de nuestros hermanos! ¡Qué bueno! Tener así un corazón hermano. Yo creo que nuestro cristianismo tenemos que vivirlo cada vez más en esa dimensión fraterna y la cruz tenemos que comprenderla cada vez más en esta dimensión de asumir a nuestros hermanos.

¿Qué hacemos con que un Viernes Santo nos golpeemos el pecho delante de Cristo que muere y se ofrece al Padre por los hombres, qué hacemos con golpearnos el pecado, si después volvemos a lo cotidiano, a lo de cada rato y nuestro corazón se cierra al Cristo que vive entre nuestros hermanos? Ese Cristo que sufre y que muere es el mismo Cristo que sufre y que muere cotidianamente en los hombres nuestros hermanos. Es el Cristo que sufre en la pobreza de aquellos que no tienen techo y no tienen pan. Es el Cristo que sufre en aquellos que son marginados y no tienen libertad. Es el mismo que sufre en aquellos que experimentan ansias de amistad, de afecto, de paz; aquellos que viven un poco como tumbados, desalentados.

Hermanos, siempre es válido aquello que dice Jesús: cuántas veces lo habéis hecho con uno de estos pequeños lo habéis hecho conmigo. Es cierto que Cristo vivirá hasta el final de los tiempos, no sólo cuando preside en la Eucaristía sino también cuando vive en lo misteriosamente oculto en nuestros hermanos. Es cierto que tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estaba desnudo y me vestisteis, estaba preso y me vinisteis a ver, estaba enfermo y me visitasteis. ¡Es cierto! Y yo tengo que tener una capacidad muy grande si amo de veras, si amo de veras a Cristo y si soy auténticamente cristiano. Tengo que tener una capacidad muy grande para descubrir a Jesús que vive en el pobre, que vive en cada uno de mis hermanos; también en aquel que tiene bienes.

Qué necesidad de descubrir a Jesús en los demás, qué necesidad de descubrir cómo Jesús prolonga su pasión en la historia.

Queridos hermanos, ¿no les parece que al comprometernos a decirle que sí al Padre y asumir la cruz con un corazón filial tenemos que comprometernos también a asumir la cruz con un corazón de hermano, es decir, a tratar de descubrir cada día más que si yo estoy sufriendo hay otros que sufren tal vez más que yo; que si hay un problema que a mí me está mordiendo, hay otros a los cuales quizá problemas más grandes les están destrozando? Qué bueno si el Señor nos da a nosotros el poder de decir una palabra alentadora a aquel que tiene el corazón cansado.

Miren, a veces estaríamos tentados de poseer la potencia milagrosa de Jesús. De poder hacer milagros. Yo quisiera tener un poco de fe para multiplicar el pan a aquellos que padecen hambre; ¡quisiera tener la potencia de Jesús para multiplicar el pan! Me falta fe, tal vez. Porque si tuviéramos fe podríamos trasladar las montañas.

Hay algo, sin embargo, que nosotros podemos multiplicar y que depende de nosotros y me parece que en determinados momentos es más difícil de multiplicar que el pan de la mesa, y es ofrecer a los demás el pan de nuestra amistad, el pan de nuestra comprensión. ¿Es fácil o es difícil brindar a todos los demás la serenidad, el gozo, la firmeza que a nosotros nos está comunicando Cristo? Cuando yo encuentro a alguien que está despedazado y roto por dentro, qué bueno es decirle una palabra o sin decirle nada hacerle sentir que soy hermano, hacerle sentir que he descubierto a Cristo que está padeciendo y muriendo en él; decirle una palabra de aliento o simplemente mostrarle un gesto de comprensión y de amistad. ¿Qué es más fácil: multiplicar el pan de la mesa o multiplicar el pan de la amistad? Aparentemente es más fácil lo segundo, sin embargo, mis hermanos, yo les diría que no, yo les diría que no.

Cristo padece en nuestros hermanos y Cristo muere en nuestros hermanos. Entonces la cruz, la cruz fraterna, comunión cada vez más con nuestros hermanos. Y así tengo que vivir también mi cruz. Esta cruz que el Señor adorablemente ha puesto en mi vida tiene un sentido de redención, un sentido de fecundidad para los demás.

La cruz pascual

Y con ello pasamos a lo tercero: que la cruz de Cristo tiene un sentido pascual. Tiene un sentido filial: es un sí al Padre; tiene un sentido fraterno: es cargar el pecado y la angustia, el problema de los demás, morir por los demás; y tiene un sentido pascual, es decir, un sentido de victoria, de triunfo, un sentido de fecundidad.

En el programa de Semana Santa que ustedes tienen hay una frase que ilumina toda la jornada de hoy: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo, pero si muere es cuando produce fruto. Es la “gran hora” de Jesús; Cristo marca la hora de la cruz como la hora de la glorificación: llega la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado, dice Cristo. ¿Y cómo va a ser glorificado? En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo, pero si muere es cuando produce fruto. La cruz no es un final, es un comienzo. Hoy empieza la Pascua, ¡hoy empieza la Pascua! Por eso si bien vivimos en recogimiento, en silencio y compasión por los dolores de Cristo, vivimos con el corazón sereno, esperanzado y lleno de gozo. Hoy no es un día de tristeza. ¡No! Es un día de anticipo pascual. Es que para poder llegar a la gloria es necesario pasar por la muerte. ¡Es Cristo mismo el que nos descubre el sentido de la cruz!

Fecundidad pascual, fecundidad de la cruz del Señor. Precisamente porque se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por eso el Padre lo exaltó, lo glorificó dándole un nombre superior a todo nombre para que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesús es el Señor para la gloria de Dios Padre. Así es Cristo. ¡Así es la cruz del Señor! Así es también, mis hermanos, mi cruz. Cuántas veces tal vez cuando el Señor me ha visitado adorablemente con la cruz, yo pienso: ¿por qué el Señor me castiga, y por qué esto a mí? ¡No es que te castigue, te visita! Quiere hacer de tu vida fecundidad, fecundidad para el mundo, fecundidad y madurez para ti mismo, te quiere dar plenitud. Por eso, mis hermanos, yo desearía que ustedes tuvieran serenidad y fortaleza y mucho gozo en lo hondo del corazón cuando el Señor les mande la cruz, pero no quisiera que el Señor les ahorrara la fecundidad de la cruz y que condenara la vida de ustedes a la esterilidad del vacío. Si el grano de trigo no cae en tierra y muere queda solo, pero si muere es entonces cuando produce fruto. Entonces yo me pregunto cuando a veces la enfermedad me visita, o cuando la incomprensión, o cuando la aparente soledad o real soledad, cuando la oscuridad… en fin, tantas cruces, cuando a veces estoy como con la sensación de no poder hacer nada, ¡qué bueno pensar que entonces es cuando uno empieza a ser verdaderamente fecundo! Yo pienso que las tres horas más fecundas de Cristo fueron las tres horas de aparente inutilidad en la cruz: cuando clavaron sus manos y ya no podía bendecir, cuando clavaron sus pies y ya no podía evangelizar, cuando se secaron sus labios y ya no podía hablar; entonces es cuando Cristo redimió al mundo. Y nosotros pensamos que vamos a redimir al mundo con la palabra, con los gestos, con los movimientos. Hermanos, el mundo se redime por el camino por donde redimió Cristo, que es el silencio y la cruz; aparentemente cosa absurda. Entonces cuando el Señor aparentemente nos inutiliza por el sufrimiento, cerrar los ojos y decirle al Padre que sí, y sentir el gozo de una fecundidad que nace adentro; sentir entonces, que es cuando la Iglesia va naciendo de veras adentro para nacer en el corazón de los hombres.

Así es mis hermanos cómo contemplamos la cruz de Jesús, una cruz filial: Cristo que le dice al Padre que sí por obediencia de amor; como una cruz fraterna: Cristo que asume el pecado y la miseria de todos los hombres y el dolor nuestro; como una cruz pascual: es decir, como una cruz que nos da resurrección y vida.

Así es cómo esta tarde queremos vivir también nosotros nuestra propia cruz, la cruz que cada uno de ustedes tiene. Yo conozco la mía, cada uno de ustedes conoce la suya propia. Esta cruz hoy la recibimos con las dos manos y la metemos adentro. Esta cruz la guardamos para saborearla en silencio; mejor, esta cruz permanentemente está ante nosotros. Y nos ponemos como María con serenidad y fortaleza al pie de ella para ofrecernos juntamente con ella y con Cristo al Padre para la salvación de los hombres. Que así sea.

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