Vida de oración
El principal aporte que las monjas hacen al mundo es la oración: allí asumen las intenciones y necesidades de todos los hombres. Ellas quieren ser la voz de los que no tienen voz, quieren ofrecer al mundo el humilde servicio de su intercesión. Intercesión que suba ininterrumpidamente hasta el cielo como un canto de alabanza.
Por eso las monjas se reúnen siete veces al día para alabar al Señor celebrando los misterios de Cristo, haciendo suya la oración de alabanza de toda la Iglesia, llamada por San Benito “la Obra de Dios”.
Es “Obra de Dios” porque Dios obra, actúa especialmente, con su gracia, cumpliendo y realizando en el corazón de quienes oran y en el de todos los hombres asumidos en esa oración, la misma Palabra que es cantada y proclamada. Y es también la obra por excelencia, el principal trabajo, al que la Comunidad monástica nada debe anteponer.
De aquí nace en ella la convicción de la fecundidad de su oración y su alabanza, a través de la cual el mismo Dios engendra la palabra y la fuerza evangelizadora que los sacerdotes, los misioneros, los catequistas, deberán pronunciar a lo largo del día, como María que desde su silencio y ocultamiento engendró la Palabra que trajo la salvación y la alegría al mundo entero.
Horarios habituales
(Estos horarios pueden variar)
5:15 Vigilias (1 hora)
7:35 Laudes (30 min)
8:15 Tercia (domingos: 8:45) (15 minutos)
8:30 Misa (domingos: 9)
12:30 Sexta (15 minutos)
14:15 Nona (15 minutos)
18:25 Vísperas (30 minutos)
20:15 Completas (15 minutos)
¿SABES QUE LA IGLESIA FUE DEDICADA A LA REINA DE LA PAZ COMO LUGAR PRIVILEGIADO PARA IMPLORAR LA PAZ?
CUANDO ENTRES NO DEJES DE REZAR UN AVEMARÍA POR LA PAZ
Haciendo frente al público hay un gran mosaico de la Virgen Reina de la Paz, titular de la iglesia, cuyo tamaño es mayor que el doble del natural. Es de estilo bizantino, de aquel arte que supo volcar en el mosaico lo más puro de su expresión y que, tanto por la pureza de sus líneas, nitidez y colorido como por su riqueza y resistencia de su material, la Iglesia lo ha tenido siempre por una de las más apreciadas decoraciones para sus templos. La imagen de la “Reina de la Paz” se destaca con nitidez en un fondo de oro de 5m por 3,75. Este fondo parece evocar los misteriosos textos del Apocalipsis de San Juan: la ciudad era de oro puro semejante a un cristal puro. Y oro puro y cristal es el del cielo del mosaico. Esta imagen es una creación original. La Virgen está sentada sobre nubes. Es una representación gloriosa; su cabeza está coronada por una corona de ocho azucenas, número que según la tradición patrística simboliza la eternidad; el manto de la Virgen es verde esmeralda con forro de color rojo profundo; el vestido es blanco; sostiene con una mano a su Divino Hijo que está de pie sobre su regazo y con la otra le ofrece una rama de olivo en forma de corona. El nimbo de ambas figuras es plateado, pues simboliza la luz blanca y radiante de los cuerpos glorificados, de esa luz de Dios que hace que la ciudad (celestial) no necesite sol ni luna que alumbren en ella, porque la claridad de Dios la tiene iluminada.
Un gran arco iris rodea a la Madre y al Niño evocándonos aquel otro que apareció como símbolo de paz luego que acabó el diluvio. El Niño, aquel “Rey Pacífico”, tiene entre sus manos el mundo; mas su rostro no está exento de seriedad: es que el mundo no tiene la paz que de sus manos puede conseguir. Pero ahí está la Virgen, la mediadora que suplica y consigue. Ahí está la corona de esta paz con que el mundo debe ser coronado. Regina Pacis, ora pro nobis, se lee en letras que se destacan sobre el fondo dorado del mosaico y rodeando su contorno otra inscripción dice: Per Virginem Matrem concedat nobis Dominus salutem et pacem.
Tal es el anhelo de los que se dirigen a los pies de esta imagen. Anhelo de paz. Y no mucho después de la bendición de esta iglesia se pudo oír desde su recinto los anuncios del fin de la segunda guerra mundial. Mas no queda con eso sin objeto la plegaria por la paz. Aparte de que aun en este plano queda mucho por hacer, está esa otra paz que ha sido por tantos siglos y es todavía lema de los Benedictinos. Este suave vocablo no se refiere tanto a lo material cuanto a lo espiritual. Aunque la primera es condición de la segunda, no es sin embargo la única y exclusiva. La paz del espíritu es y será siempre la meta feliz de la vida cristiana. Es el resultado del orden restablecido por Cristo y al que sin Él es de todo punto imposible llegar.
Por eso esta dulcísima Madre Reina de la Paz nos muestra el único y necesario camino para llegar a conseguirla: es su Hijo, aquel Niño que tiene entre sus brazos y que sostiene al mundo. Él es nuestra Paz y en vano trataríamos de establecerla alrededor nuestro si no reina en nuestros corazones. De ahí que la advocación de “Regina Pacis” tan amada por los cristianos tiene y tendrá siempre una actual y viva significación cuya plena realización solo se sentirá colmada en las playas benditas y serenas de nuestra patria celestial donde ya no habrá más llanto ni quejas ni ningún dolor, porque estas cosas de antes pasaron.