Un corazón arrepentido y humillado tú no lo desprecias, Señor. Salmo 50.
TEXTOS COMENTADOS EN LA 2da Charla de Cuaresma
Un corazón arrepentido y humillado, tú no lo desprecias, Señor. Salmo 50.
SALMO 50
Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa.
Lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.
Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado.
Contra ti, contra ti solo pequé,
Cometí la maldad que aborreces.
En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente.
Mira en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre.
Te gusta un corazón sincero
y en mi interior me inculpas sabiduría.
Rocíame con el hisopo: quedaré limpio;
lávame quedaré más blanco que la nieve.
Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren lo huesos quebrantados.
Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa.
Oh Dios crea en mi un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu;
devuélveme la alegría de la salvación,
afiánzame con espíritu generoso.
Enseñaré a los malvados tu caminos,
los pecadores volverán a ti.
Líbrame de la sangre, oh Dios
Dios Salvador mío!
Y cantará mi lengua tu justicia.
Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.
Los sacrificios no te satisfacen;
si te ofreciera un holocausto no lo querrías.
Mi sacrificio es un espíritu quebrantado,
un corazón quebrantado y humillado
tú no lo desprecias.
Señor, por tu bondad favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén:
entonces aceptarás los sacrificios rituales,
ofrendas y holocaustos,
sobre tu altar se inmolarán novillos.
El Salmo “Miserere”, así se lo suele llamar, es uno de los salmos más conocidos y más rezados, tanto en tiempo de cuaresma, como en tiempo pascual, nos habla de pecado, por tanto de muerte, pero también de vida y de resurrección. (Bible chrétienne)
Este Salmo es rezado frecuentemente en la Iglesia para que aprendamos a levantarnos. La historia del pecado de David nos enseña que jamás debemos desesperar de la misericordia de Dios. San Agustín
Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa.
La noción de misericordia o de ternura se expresa en hebreo con la raíz raHam, que evoca el seno materno. Así, pues, el término evoca el amor de una madre por su hijo. Al aplicárselo a Dios, principal sujeto del verbo y único sujeto del adjetivo verbal raHum (=«misericordio- so»), excepto en 112,4, la Biblia reconoce implícitamente un rostro materno de Dios. (Diccionario de los salmos -Jean-Pierre Prévost)
Jeremías 31,20
¿Es para mí Efraím un hijo querido o un niño mimado, para que cada vez que hablo de él, todavía lo recuerde vivamente? Por eso mis entrañas se estremecen por él, no puedo menos que compadecerme de él –oráculo del Señor–.
Salmos 86, 15; 103,8; 111,4; 116,5; 145,8.9.
Lava del todo mi delito, limpia mi pecado.
En su origen, el verbo Hata’ significa «errar el blanco», como por ejemplo los guerreros de Jue 20, 16: «Cada uno podía, con la piedra de su honda, tirar sobre un cabello sin fallar) (lit.: «sin pecar». Implica por tanto la Idea de pasar de lado, de faltar al objetivo, de fallar (véase también Sal 25, 8 ó 51,15: los extraviados fuera del buen camino). Aunque existe un gran número de términos emparentados (unos 50 según las investigaciones recientes), es en torno a la raíz Hata’ como se desarrolló la noción bíblica de pecado. Sentido muy agudo, pero que no conduce a un callejón sin salida ni a la desesperación. Al contrario, su conciencia de la desgracia causada por el pecado lo lleva a lanzar los gritos más atrevidos hacia Dios y a pedirle el don más gratuito, el de su perdón: «No te acuerdes de los pecados ni de las maldades de mi juventud…» (25,7); «Perdona todos mis pecados» (25, 18); «Señor, ten misericordia, sáname, porque he pecado contra ti» (41, 5); «Lava del todo mi delito, limpia mi pecado» (51,4); «Aparta de mi pecado tu vista» (51, 11); «Líbranos y perdona (=borra) nuestros pecados por causa de tu nombre» (79, 9). (Diccionario de los salmos -Jean-Pierre Prévost)
No desesperar nunca de la misericordia de Dios. Regla de San Benito 4,74
Sólo la misericordia pone límite al mal. San Juan Pablo II
Pues yo reconozco mi culpa. Tengo siempre presente mi pecado. Mira en la culpa nací, pecador me concibió mi madre.
Ante un mal cometido tenemos dos tentaciones o bien negarla o bien exagerarla, hacernos cargo pero de manera desproporcionada. La primera: lo que pasó, pasó, yo hice lo que pude, era lo que tenía que hacer, etc. La otra una persecución contra nosotros mismos. (…) Ante la culpa, lo primero que hay que hacer es reconocerla. Si el culpable quiere cumplir con la tarea que la culpa plantea -y por culpa entendemos todo lo que no está bien hecho, desde la cosa más pequeña hasta la mas grande- antes que nada hay que conocerla. Sus sentimientos tienen que ser de este talante: quiero saber lo que he hecho; qué sucedió y cómo sucedió; cómo me comporté y en qué me equivoqué; qué consecuencia tuvo lo que hice, y en qué medida soy el responsable. La tarea se cumplirá en la medida en que esta tarea sea sincera, sin reservas ni subterfugios, decidida y eficaz.
El segundo paso es el arrepentimiento. En el lenguaje común suena a debilidad, pero nada de eso.¿Qué significa el arrepentimiento de verdad?
Escuchamos decir que una persona fuerte y con carácter no debe arrepentirse. Una vez que ha hecho algo debe pechar con ello y asumirlo en su propia vida. Quien no quiere arrepentirse ve la culpa como algo natural, parecida a un accidente o a una pulmonía. La culpa contraída conscientemente no lo es. Quien rehúsa el arrepentimiento rechaza adentrarse en lo auténticamente humano.
Ese rechazo puede ser también manifestación de un orgullo que no admite haber hecho algo mal. Pero detrás de todo orgullo se esconde siempre debilidad. Falsea la naturaleza del hombre, porque lo hace excesivamente importante. Pero ¿Por qué se engaña creyéndose lo que no es? Por miedo. Detrás del orgullo está siempre el miedo a aceptar la propia dimensión, a ser menos si se admite que se han tenido fallos. Esta persona considera su vida como algo profundamente rígido, y tiene la sensación de que si se arrepiente algo se rompe en ella. No sabe lo flexible, lo llena de posibilidades, lo creativa que es la auténtica vida.
El verdadero arrepentimiento significa fuerza, hace posible que uno se admita culpable, se coloque del lado del bien frente a uno mismo, con el convencimiento de que por ello no se rompe nada. O mejor dicho: de que se rompe algo, pero algo que no es bueno ni auténtico. El arrepentimiento nos lleva a la libertad, por encima de la culpa, a la majestad del bien. Con él no solamente no se pierde nada, sino que sucede lo contrario: se desencadena el misterio de un nuevo nacimiento. El hombre es el único ser capaz de arrepentirse, ningún otro ser vivo puede hacerlo.
Y así surge el buen propósito: quiero hacer esto y aquello de otra forma, no hacer nunca más tal o cual cosa, comportarme de tal manera o de tal otra…. Romano Guardini
Te gusta un corazón sincero y en mi interior me inculcas sabiduría. Rocíame con el hisopo quedaré limpio, lávame quedaré más blanco que la nieve.
Isaías 1, 16.19
¡Lávense, purifíquense, aparten de mi vista la maldad de sus acciones! ¡Cesen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien! ¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la viuda! Vengan, y discutamos –dice el Señor– Aunque sus pecado sean como la escarlata, se volverán blancos como la nieve; aunque sean rojos como la púrpura, serán como la lana. Si están dispuestos a escuchar, comerán los bienes del país.
El perdón de los pecados es obra divina, como lo es el juicio. Dios en su misericordia, acaba con el pecado del hombre, quien torna así a sus relaciones normales con Él. No hay pecado que agote el perdón divino. La condición que Dios exige es la confesión con el arrepentimiento y la conversión interior que ello supone. Sal 56,15; 18,13; 24,11.18; 31,5; 50, 19-20. (Nota de la Biblia de Jerusalén)
El salmista sabe que el perdón de Dios no puede reducirse a una pura no-imputación del exterior, sin que se dé una renovación interior: y el hombre, por sí mismo, no es capaz de realizar esta renovación. San Juan Pablo II
Oh Dios crea en mí un corazón puro.
CREAR: Este verbo es exclusivo de Dios y designa el acto por el cual da existencia a algo nuevo y maravilloso: Gn 1,1; Ex 34,10; Is 48,7; 65,17; Ser 31,21-22. La justificación es la obra divina por excelencia, análoga al acto creador. (Nota de la Biblia de Jerusalén)
El lenguaje del salmista es muy expresivo: pide una creación, es decir, el ejercicio de la omnipotencia divina para dar origen a un ser nuevo. Sólo Dios puede crear (bara), esto es, poner en la existencia algo nuevo. Sólo Dios puede dar un corazón puro, un corazón que tenga la plena transparencia de un querer totalmente de acuerdo con el querer divino. Sólo Dios puede renovar el ser íntimo, cambiarlo desde dentro, rectificar el movimiento fundamental de su vida consciente, religiosa y moral. Sólo Dios puede justificar al pecador, según el lenguaje de la teología y del mismo dogma (cf. DS 1521-1522; 1560), que traduce de ese modo el “dar un corazón nuevo” del profeta (Ez 36, 26), el “crear un corazón puro” del salmista (Sal 50/51, 12). San Juan Pablo II
Renuévame por dentro con espíritu firme, no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu.
Se pide, luego, “un espíritu firme” (Sal 50/51, 12), o sea, la inserción de la fuerza de Dios en el espíritu del hombre, librado de la debilidad moral experimentada y manifestada en el pecado. Esta fuerza, esta firmeza, puede venir sólo de la presencia operante del espíritu de Dios, y por eso el salmista implora: “no retires de mí tu santo espíritu”. Es la única vez que en los salmos se encuentra esta expresión: “el espíritu santo de Dios”. En la Biblia hebrea se usa sólo en el texto de Isaías en que, meditando en la historia de Israel, lamenta la rebelión contra Dios por la que ellos “contristaron a su espíritu santo” (Is 63, 10), y recuerda a Moisés, en el que Dios “puso su espíritu santo” (Is 63, 11). El salmista ya tiene conciencia de la presencia íntima del espíritu de Dios como fuente permanente de santidad, y por eso suplica: “No retires de mí”. Al poner esa petición juntamente con la otra: “No me rechaces lejos de tu rostro”, el salmista quiere dar a entender su convicción de que la posesión del espíritu santo de Dios está vinculada a la presencia divina en lo íntimo de su ser. La verdadera desgracia sería quedar privado de esta presencia. Si el espíritu santo permanece en él, el hombre está en una relación con Dios ya no sólo de “cara a cara” como ante un rostro que se contempla, sino que posee en sí una fuerza divina que anima su comportamiento. San Juan Pablo II
Devuélveme la alegría de tu salvación. Afiánzame con espíritu generoso.
El salmista siente que, para gozar plenamente de esta alegría, no basta la eliminación de todas las culpas; es necesaria la creación de un corazón nuevo, con un espíritu firme, vinculado a la presencia del espíritu santo de Dios. Sólo entonces puede pedir: “Devuélveme la alegría de tu salvación.”
Con la alegría, el salmista pide un “espíritu generoso”, esto es, un espíritu de compromiso valiente. Lo pide a aquel que, según el libro de Isaías, había prometido la salvación a los débiles: “En lo excelso y sagrado yo moro, y estoy también con el humillado y abatido de espíritu, para avivar el espíritu de los abatidos, para avivar el ánimo de los humillados” (Is 57, 15). San Juan Pablo II
Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias.
El orante se acerca al Señor ofreciéndole el sacrificio más valioso y agradable: el “corazón contrito” y el “espíritu humillado” (v. 39; cf. Sal 50, 19). Es precisamente el centro de la existencia, el yo renovado por la prueba, lo que se ofrece a Dios, para que lo acoja como signo de conversión y consagración al bien. Con esta disposición interior desaparece el miedo, se acaban la confusión y la vergüenza (cf. Dn 3, 40), y el espíritu se abre a la confianza en un futuro mejor, cuando se cumplan las promesas hechas a los padres. San Juan Pablo II
Señor, por tu bondad favorece a Sión, reconstruye las murallas de Jerusalén.
Proféticamente ve que llegará el día en que, en una Jerusalén reconstituida, los sacrificios celebrados en el altar del templo según las prescripciones de la ley serán gratos (cf. vv. 20-21). La reconstrucción de las murallas de Jerusalén será la señal del perdón divino, como dirán también los profetas: Isaías (60, 1 ss.; 62. 1 ss.), Jeremías (30, 15-18) y Ezequiel (36, 33). Pero queda establecido que lo que más vale es aquel “sacrificio del espíritu” del hombre que pide humildemente perdón, movido por el espíritu divino que, gracias al arrepentimiento y a la oración, no le ha sido retirado (cf. Sal 50/51, 13). San Juan Pablo II