Solemnidad de la Santísima Trinidad, ciclo A

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El Padre hojea el libro de la historia de la salvación
que se realiza con el envío del Espíritu Santo
que permitirá la encarnación del Hijo.
Jesús, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo,
establece la alianza definitiva con la humanidad rescatada.
Él es el centro del paraíso.

 

ORACIÓN COLECTA: Dios Padre, que revelaste a los hombres tu misterio admirable al enviar al mundo la Palabra de verdad y el Espíritu santificador; te pedimos que, en la profesión de la fe verdadera, podamos conocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar al único Dios todopoderoso. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

 

Del libro del Éxodo 34,4b-6.8-9

En aquellos días: Moisés subió a la montaña del Sinaí, como el Señor se lo había ordenado, llevando las dos tablas en sus manos. El Señor descendió en la nube, y permaneció allí, junto a él. Moisés invocó el Nombre del Señor. El Señor pasó delante de él y exclamó: “El Señor es un Dios compasivo y bondadoso, lento para enojarse, y pródigo en amor y fidelidad”. Moisés cayó de rodillas y se postró, diciendo: “Si realmente me has brindado tu amistad, dígnate, Señor, ir en medio de nosotros. Es verdad que éste es un pueblo obstinado, pero perdona nuestra culpa y nuestro pecado, y conviértenos en tu herencia”.

 

GRADUAL Dn 3, 55.56

Bendito tú, que sondeas los abismos, que te sientas sobre querubines. Bendito seas Señor, en el firmamento del cielo, alabado por los siglos.

 

De la 2ª carta a los Corintios 13,11-13

Hermanos: alégrense, trabajen para alcanzar la perfección, anímense unos a otros, vivan en armonía y en paz. Y entonces, el Dios del amor y de la paz permanecerá con ustedes. Salúdense mutuamente con el beso santo. Todos los hermanos les envían saludos. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo permanezcan con todos ustedes.

 

Evangelio según san Juan 3,16-18

Dijo Jesús: Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en Él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

 

Toda alma bautizada posee en lo más íntimo de sí misma un santuario donde mora la Trinidad y donde siempre le es posible, en cualquier circunstancia, encontrar esa presencia de la Trinidad, puesto que ella traspasa los espacios sucesivos de la psicología para sumergirse, como una piedra en el fondo del mar, en ese abismo que hay en nosotros y en el cual mora Dios. La gran equivocación de nuestra vida espiritual es que nos detenemos en esas zonas intermedias en lugar de alcanzar directamente a Dios. Nos dejamos invadir por las pesadumbres y los proyectos, los deseos y las preocupaciones. E incluso, si vamos más a fondo, es para apenarnos por nuestra propia miseria espiritual. En definitiva, nuestra vida interior no es, frecuentemente, sino una manera de ocuparnos de nosotros mismos, más sutil, más refinada, menos vulgar, más peligrosa. Se convierte a veces simplemente en un modo de analizarnos a nosotros mismos. Mucho mejor sería entonces que nos ocupáramos de los demás en lugar de hacer ejercicios espirituales, pues al menos eso nos libraría de nosotros mismos.

La oración es sumergirse en ese abismo donde mora la Trinidad, unirse a la Trinidad que mora en nosotros. Y aun cuando fuéramos culpables de las faltas más graves, es preciso comenzar por encontrar a la Trinidad, y pensar luego en nuestros pecados. Si procedemos del modo contrario, no llegaremos jamás a aquel abismo. Pues es allí donde se encuentra lo que san Agustín llamaba la “delectación victoriosa”, ese gusto vencedor. Sólo el placer triunfa sobre el placer. Jamás se ha triunfado del placer por el deber. El placer será siempre más poderoso que el deber. Esto es lo que quiere expresar san Agustín: “No se vence al placer sino por el placer”. Pero la “delectación victoriosa”, la alegría divina, es un placer que vale, en efecto, más que todos los placeres. Cuando se ha renunciado a los placeres para alcanzar la alegría, se ha vencido sobre el plano mismo que es precisamente el del placer: Dios ama al que da con alegría. Hay tantas personas que sirven a Dios sin gusto. ¡Dios mismo desea ser amado de vez en cuando de buen grado y no sólo por obligación!

He aquí precisamente la esencia de la oración: descubrir el esplendor de la Trinidad que es el arquetipo de toda belleza, el arquetipo de todo amor, y percatarse de que esta Trinidad mora en nosotros, reclamándonos para un intercambio de amor. Todo lo que se da parece nada –según reza el Cantar de los Cantares–, en comparación con aquello que se adquiere en su lugar. Y esto no resulta difícil con la condición, una vez más, de que se vaya hasta el fondo, con la condición de que se abandone la lucha, con la condición de sumergirse en el abismo, con la condición de que se acepte el ceder, con la condición de que se supere el plano de todas las cosas a las cuales uno se aferra en ese abismo de Dios, que es donde de hecho nos hallamos sumergidos, pero que con tanta dificultad alcanzamos. A este nivel la Trinidad es inmensamente cercana, es la maravilla de Dios que mora en nosotros para proporcionarnos alegría y que siempre nos es posible alcanzar.

CARDENAL JEAN DANIÉLOU

 

Homilía del Papa Francisco

Hoy es el domingo de la Santísima Trinidad. La luz del tiempo pascual y de Pentecostés renueva cada año en nosotros la alegría y el estupor de la fe: reconocemos que Dios no es una cosa vaga, nuestro Dios no es un Dios «spray», es concreto, no es un abstracto, sino que tiene un nombre: «Dios es amor». No es un amor sentimental, emotivo, sino el amor del Padre que está en el origen de cada vida, el amor del Hijo que muere en la cruz y resucita, el amor del Espíritu que renueva al hombre y el mundo. Pensar en que Dios es amor nos hace mucho bien, porque nos enseña a amar, a darnos a los demás como Jesús se dio a nosotros, y camina con nosotros. Jesús camina con nosotros en el camino de la vida.

La Santísima Trinidad no es el producto de razonamientos humanos; es el rostro con el que Dios mismo se ha revelado, no desde lo alto de una cátedra, sino caminando con la humanidad. Es justamente Jesús quien nos ha revelado al Padre y quien nos ha prometido el Espíritu Santo. Dios ha caminado con su pueblo en la historia del pueblo de Israel y Jesús ha caminado siempre con nosotros y nos ha prometido el Espíritu Santo que es fuego, que nos enseña todo lo que no sabemos, que dentro de nosotros nos guía, nos da buenas ideas y buenas inspiraciones.

Hoy alabamos a Dios no por un particular misterio, sino por Él mismo, «por su inmensa gloria», como dice el himno litúrgico. Le alabamos y le damos gracias porque es Amor, y porque nos llama a entrar en el abrazo de su comunión, que es la vida eterna.

Confiemos nuestra alabanza a las manos de la Virgen María. Ella, la más humilde entre las criaturas, gracias a Cristo ya ha llegado a la meta de la peregrinación terrena: está ya en la gloria de la Trinidad. Por esto María nuestra Madre, la Virgen, resplandece para nosotros como signo de esperanza segura. Es la Madre de la esperanza; en nuestro camino, en nuestra vía, Ella es la Madre de la esperanza. Es la madre que también nos consuela, la Madre de la consolación y la Madre que nos acompaña en el camino. Ahora recemos a la Virgen todos juntos, a nuestra Madre que nos acompaña en el camino.

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