TRÁNSITO DE NUESTRO PADRE SAN BENITO
Se celebra el 21 de marzo
Homilía en la Fiesta del Tránsito de Nuestro Padre San Benito
Benedicto XVI, 21 de marzo de 2006, monasterio Mater Ecclesiæ, publicada en Sequela Christi 2006/2.
Queridas monjas, queridos hermanos y hermanas:
En la figura de Abraham de la cual se ha hablado en la primera lectura, se refleja nuestro santo: san Benito. Como Abraham, Benito es un “bendito”, es fuente de bendición para tantos otros; como Abraham, es padre de muchos pueblos. Pero, ¿dónde está el misterio de este Padre Benito, este misterio abrahámico del cual emana siempre una nueva fecundidad, del cual proviene siempre una nueva bendición?
La esencia del mensaje de la figura de san Benito aparece muy pronto, en la primera palabra de su Regla: “escucha, hijo”: palabra tomada de la
literatura sapiencial del Antiguo Testamento (Prov 4, 20; 1, 8; 6, 20). Tomando de la sabiduría del Antiguo Testamento la primera palabra, san Benito indica que con su Regla nos introduce en una escuela de sabiduría, en una escuela del arte del vivir, del arte de ser hombre, del arte de encontrar el camino justo. Y la llave de la sabiduría de este arte del vivir, del arte espiritual, como dice, está justamente en la palabra “escucha”.
San Benito deja traslucir en esta palabra toda su humanidad. Adán no quiso escuchar, solo quiso seguir su propia voluntad, su propia idea, y precisamente así -no escuchando, no obedeciendo- ha arruinado el camino de la humanidad. Y por eso dice san Benito en la primera frase de la Regla: debemos retornar del camino errado de Adán, recomenzar desde el inicio, escuchando.
Abraham era alguien que escuchaba. Este es el misterio de Abraham: la escucha, la atención a la misteriosa Palabra de Dios que hablaba en él y con él. Y, naturalmente, esta escucha no era solo una percepción de una información, algo que se sabe o no se sabe. Escucha era “formación” no “información”: era un dejarse formar por la Palabra, un dejarse asimilar por la Palabra, un entrar en la Palabra, devenir conforme a la Palabra; escucha era obediencia y así un camino.
Y a esta escucha invita san Benito, a esta sensibilidad del corazón por la presencia de Dios que habla en nosotros, que habla en la conciencia; del Dios que habla en la creación y del Dios que habla en alta voz en la Sagrada Escritura; habla en Jesucristo y en la Iglesia. Sensibilidad del corazón, apertura del corazón que deviene aten-to y capaz de escuchar, y en la escucha se deja “formar”, va a la “escuela del vivir”, de la sabiduría.
Y, en realidad, san Benito dice en su Regla que la comunidad monástica es una “oficina” en la cual se prepara la vida justa y en la cual se encuentran los instrumentos “del arte espiritual”. El arte de aprender es ser hombre, el arte de aprender es vivir bien, el arte de aprender es escuchar y seguir a Dios. Toda la Regla es parte de esta instrucción, de esta escuela, como dice también, de la disciplina espiritual, de esta “oficina” en la cual se prepara la verdadera sabiduría y se aprende la vida, se aprende el verdadero camino de la vida.
“Escucha, hijo”: en esta palabra fundamental san Benito hace resonar también otra palabra, es decir, el salmo nupcial 44 donde leemos: “escucha hija,
mira: inclina tu oído, el Rey se complacerá en tu belleza”.
Aquí está el centro del misterio de la sabiduría, es decir, el misterio del amor de Dios que prepara las nupcias de su Hijo, la unión entre Dios y su criatura, el hombre. La sabiduría es en su profundidad última el misterio del amor revelado en Cristo, que desciende del cielo para unirse a nosotros en la carne, hasta la muerte.
Vemos así la segunda dimensión de esta palabra “escucha”. Sí, escuchar es en primer lugar estar abierto al “hablar” de Dios, es aprender los contenidos y el modo de vivir que derivan de los contenidos de su Palabra. Pero la Palabra de Dios no es sólo palabra, es la persona de Jesús: en Jesús la Palabra de Dios viene a nosotros, busca la oveja perdida -la humanidad- cada uno de nosotros. Aprender la sabiduría se transforma en aprender a conocer y amar a Jesús, unirse con Jesús.
“Escucha hija: el Rey se complacerá en tu belleza”. Detrás de estas palabras del salmo está el misterio de la Iglesia, de la humanidad transformada en es-posa, cuya belleza “agrada al Rey”. Esta hija-Iglesia, buscada y amada por Jesús, vive en cada alma. El imperativo “escucha” del salmo 44 habla cierta-mente a todos los creyentes, pero de modo particular a las almas consagradas. Ser “alma eclesial” es realizar en la propia vida el misterio esponsal, es ir al centro de la sabiduría, del arte de la verdadera vida. Esta es la última y más profunda invitación de la palabra “escucha”: que nosotros mismos devengamos “Ecclesia”, devengamos realmente un alma que es esposa de Cristo, que vive en su amor y así encuentra realmente la vida.
“Escucha, hijo”. Con esta palabra fundamental, me viene a la mente todavía otro texto del Nuevo Testamento, del primer capítulo del Apocalipsis. Es la gran cristofanía: Juan ve al Pantocrator en toda su inmensa grandeza y novedad, al Resucitado con todo su poder, y describe los detalles de esta figura de Cristo que se le aparece, y dice: “su voz era semejante al fragor de grandes aguas” (Ap 1, 15).
Los Padres interpretaron esta comparación “voz como fragor de grandes aguas” diciendo: en realidad “grandes aguas” son “su voz”; es decir, todos los ríos de la Sagrada Escritura, las grandes aguas que forman la Sagrada Escritura son “su voz” y hablan de Él. Sí, “las aguas” de la Sagrada Escritura, tan diversas, de miles de años de escritura, son todos los ríos que van hacia Jesús. Las grandes aguas de la Escritura son la voz de Cristo.
San Benito, al componer su Regla, no tuvo la pretensión de escribir un libro original, únicamente suyo, con su voz privada, como fue la pretensión de los grandes pensadores de la época moderna que deseaban mostrar la propia genialidad, pensamientos solamente suyos, y crearse, con sus libros, un monumento de sí mismos; tanto que, en realidad, la historia de la filosofía moderna es un cementerio con tantos monumentos de filosofía ya muertos.
Benito no ha obrado así, no quiso poner de relieve su voz únicamente personal. Al contrario, quiso dar voz a Cristo y hacer escuchar la voz de las “grandes aguas”. Y esta es la grandeza de la Regla: que aquí confluyen todas las grandes aguas de la Sagrada Escri-tura y de la experiencia de la Iglesia, del monaquismo, de la vida espiritual de la Iglesia. En la Regla habla Cristo realmente, con todas las voces de la Cabeza y del Cuerpo, con las voces de la Escritura y de la Iglesia viviente, con “las grandes aguas” de la Tradición, con nosotros. En el fragor de estas “grandes aguas” sentimos realmente la multiplicidad, la riqueza, la belleza de la voz de Cristo, la voz de la Verdad.
De la Regla podemos, por una parte, aprender aquella humildad que no se pone de relieve a sí mismo sino que busca introducirse en la grandeza de la verdad misma; y por otra parte, podemos escuchar el concierto polifónico de la Verdad y así gozar de su riqueza y belleza. Podemos escuchar realmente al Cristo Pantocrator que habla con todas las voces de la creación, de la historia.
En la Regla, a mí personalmente me gusta de modo particular el capítulo cuarto “Los instrumentos del arte espiritual”, que tiene palabras inmortales como: “nada anteponer al amor de Cristo”, “decir la verdad con el corazón y con los labios”, “desear, con una verdadera concupiscencia espiritual, la vida eterna” y así otras.
Pero detrás de todas estas muchas voces que resuenan en el “fragor” de la Regla, por así decir, debemos finalmente buscar de nuevo el punto único, central. Ya lo hemos dicho: es el de tener el corazón abierto a la voz del Señor, el de escuchar en silencio, dejarse formar para conocer y amar siempre más la verdad en persona: Jesús.
Y este último punto nos lleva al Evangelio de este día. En su oración sacerdotal al Padre, el Señor dice al final: “les he dado a conocer tu nombre y se los seguiré dando a conocer” (Jn 17, 26). ¿En qué consiste el “nombre” de Dios que Jesús nos da a conocer? En el Antiguo Testamento Moisés aparece como el gran mediador de la Revelación porque le fue revelado el “nombre” de Dios y así él podía hacer conocer el “nombre” de Dios al pueblo. Pero muy pronto y cada vez más en el curso de los siglos, Israel comprendió que el “nombre” de Dios no consiste en una palabra: el “nombre” de Dios es una realidad mucho más grande; por eso la palabra no se pronunció más.
La realidad que está detrás de la palabra el “nombre” de Dios, quiere decir que Dios abre una relación con nosotros. Si yo conozco el nombre de alguien, puedo llamarlo: se abre una relación. Si el Dios, infinitamente distante de nosotros, inaccesible a nuestro pensamiento se da un “nombre”, quiere decir que se hace accesible, se deja llamar. El infinito se hace finito para poder hablar con nosotros; el que habita en la luz inaccesible, sale de esta luz inaccesible y se hace accesible. El “nombre” de Dios es la accesibilidad de Dios, el “nombre” de Dios es el Dios que se hace uno de nosotros para que nosotros podamos tener relación con Dios. Es un Dios que escucha, al cual podemos hablar, es un Dios que responde.
Este es el misterio del “nombre” de Dios: el hacerse finito con nosotros, devenir alguien que habita con nosotros. Este misterio del Dios que más allá de su infinita grandeza se hace finito para devenir el “Dios-con-nosotros”, sólo tuvo su inicio en el Sinaí y se cumple en Jesucristo. Jesucristo es realmente el “Dios-con-nosotros”, el infinito que se hace finito, hombre, palpable, uno de nosotros. Cristo es realmente este ser con nosotros de Dios.
En este sentido, Cristo mismo es el “nombre” de Dios, esta cohabitación de Dios con nosotros. El nombre de Dios no es una palabra, es una persona: es Jesucristo, el “Dios-con-nosotros”.
Agradecemos en este día al Señor, porque nos ha dado al gran Padre san Benito y le pedimos que nos ayude a escuchar, a conocer y a amar. Amén.