Transfiguración del Señor

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Nos disponemos a celebrar la santa misa en la fiesta de la Transfiguración del Señor, llevando en el corazón el recuerdo siempre vivo del siervo de Dios Pablo VI, que un 6 de agosto vivió su “éxodo” hacia la eternidad.

La liturgia de hoy nos invita a contemplar el rostro del Hijo de Dios que, en la montaña, se transfigura delante de Pedro, Santiago y Juan, mientras la voz del Padre proclama desde la nube: “Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo” (Mc 9, 7). San Pedro, recordando con emoción ese acontecimiento, afirmará: “Hemos sido testigos oculares de su grandeza”
(2 P 1, 16).

En la época actual, dominada por la así llamada “civilización de la imagen”, es más fuerte el deseo de contemplar con los propios ojos la figura del Maestro divino, pero conviene recordar sus palabras: “Dichosos los que crean sin haber visto” (Jn 20, 29). El venerado e inolvidable Pablo VI vivió precisamente mirando con los ojos de la fe el rostro adorable de Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios. Contemplándolo con amor ardiente y apasionado, dijo: “CRISTO ES BELLEZA, BELLEZA HUMANA Y DIVINA; BELLEZA DE LA REALIDAD, DE LA VERDAD, DE LA VIDA”. Y añadió:  “LA FIGURA DE CRISTO PRESENTA, SÍ, SIN ALTERAR EL ENCANTO DE SU DULZURA MISERICORDIOSA, UN ASPECTO SERIO Y FUERTE, FORMIDABLE, SI QUERÉIS, CONTRA LA VILEZA, LAS HIPOCRESÍAS, LAS INJUSTICIAS, LAS CRUELDADES, PERO NUNCA DESLIGADO DE UNA SOBERANA IRRADIACIÓN DE AMOR”.

A la vez que, con sentimientos de gratitud, nos acercamos al altar orando por el alma bendita de este gran Pontífice, deseamos contemplar, como él y como los discípulos, el rostro radiante del Hijo de Dios para ser iluminados por él. Pidamos a Dios, por intercesión de María, Maestra de fe y de contemplación, la gracia de acoger en nosotros la luz que resplandece en el rostro de Cristo, de modo que reflejemos su imagen sobre cuantos se acerquen a nosotros.

Con estos sentimientos, comencemos la santa misa, invocando ante todo la misericordia del Señor.

SAN JUAN PABLO II

 

Oración Colecta: Dios nuestro, que en la Transfiguración gloriosa de tu Hijo unigénito confirmaste los misterios de la fe con el testimonio de los profetas y prefiguraste admirablemente la perfecta adopción como hijos tuyos, concédenos, que escuchando la voz de tu Hijo amado, merezcamos ser coherederos suyos. Que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu santo y es Dios, por los siglos de los siglos.

 

Del profeta Daniel 7,9-10.13-14

Daniel continuó el relato de sus visiones, diciendo: “Yo estuve mirando hasta que fueron colocados unos tronos y un Anciano se sentó. Su vestidura era blanca como la nieve y los cabellos de su cabeza como la lana pura; su trono, llamas de fuego, con ruedas de fuego ardiente. Un río de fuego brotaba y corría delante de él. Miles de millares lo servían, y centenares de miles estaban de pie en su presencia. El tribunal se sentó y fueron abiertos unos libros. Yo estaba mirando, en las visiones nocturnas, y vi que venía sobre las nubes del cielo como un Hijo de hombre; él avanzó hacia el Anciano y lo hicieron acercar hasta él. Y le fue dado el dominio, la gloria y el reino, y lo sirvieron todos los pueblos, naciones y lenguas. Su dominio es un dominio eterno que no pasará, y su reino no será destruido.

 

Salmo responsorial: Sal 96,1-2. 5-6.9

R/ El Señor reina, altísimo sobre toda la tierra.

 

El Señor reina, la tierra goza, se alegran las islas innumerables. Tiniebla y Nube lo rodean, Justicia y derecho sostienen su trono. R/

Los montes se derriten como cera ante el dueño de toda la tierra. Los cielos pregonan su justicia y todos los pueblos contemplan su gloria. R/

Porque tú eres, Señor, altísimo sobre toda la tierra, encumbrado sobre todos los dioses. R/

 

De la 2º carta de san Pedro 1,16-19

Queridos hermanos: No les hicimos conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo basados en fábulas ingeniosamente inventadas, sino como testigos oculares de su grandeza. En efecto, él recibió de Dios Padre el honor y la gloria, cuando la Gloria llena de majestad le dirigió esta palabra: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección”. Nosotros oímos esta voz que venía del cielo, mientras estábamos con él en la montaña santa. Así hemos visto confirmada la palabra de los profetas, y ustedes hacen bien en prestar atención a ella, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro hasta que despunte el día y aparezca el lucero de la mañana en sus corazones.

 

Evangelio según san Mateo 17,1-9

Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo”. Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos, y tocándolos, les dijo: “Levántense, no tengan miedo”. Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: “No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”.

 

La liturgia vuelve a proponer este célebre episodio de la Transfiguración de Jesús. Jesús quería que sus discípulos, de modo especial los que tendrían la responsabilidad de guiar a la Iglesia naciente, experimentaran directamente su gloria divina, para afrontar el escándalo de la cruz. En efecto, cuando llegue la hora de la traición y Jesús se retire a rezar a Getsemaní, tomará consigo a los mismos Pedro, Santiago y Juan, pidiéndoles que velen y oren con él (cf. Mt 26, 38). Ellos no lo lograrán, pero la gracia de Cristo los sostendrá y les ayudará a creer en la resurrección.

Quiero subrayar que la Transfiguración de Jesús fue esencialmente una experiencia de oración (cf. Lc 9, 28-29). En efecto, la oración alcanza su culmen, y por tanto se convierte en fuente de luz interior, cuando el espíritu del hombre se adhiere al de Dios y sus voluntades se funden como formando una sola cosa. Cuando Jesús subió al monte, se sumergió en la contemplación del designio de amor del Padre, que lo había mandado al mundo para salvar a la humanidad. Junto a Jesús aparecieron Elías y Moisés, para significar que las Sagradas Escrituras concordaban en anunciar el misterio de su Pascua, es decir, que Cristo debía sufrir y morir para entrar en su gloria (cf. Lc 24, 26. 46). En aquel momento Jesús vio perfilarse ante él la cruz, el extremo sacrificio necesario para liberarnos del dominio del pecado y de la muerte. Y en su corazón, una vez más, repitió su “Amén”. Dijo “sí”, “heme aquí”, “hágase, oh Padre, tu voluntad de amor”. Y, como había sucedido después del bautismo en el Jordán, llegaron del cielo los signos de la complacencia de Dios Padre: la luz, que transfiguró a Cristo, y la voz que lo proclamó “Hijo amado” (Mc 9, 7).

Benedicto XVI

 

 

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