SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS
Se celebra el 1 de noviembre
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UNA INMENSA PROCESIÓN
A la cabeza de una procesión de santos con aureolas doradas el apóstol Pedro, llaves en mano, se dirige hacia la puerta del Paraíso. La escena es un detalle del celebre Juicio Final representado sobre le muro occidental de la iglesia de Voronet en Moldavia. Llamada la capilla Sixtina de Oriente, esta iglesia, construida en 14888 por el rey Esteban el Grande, fue agrandada y decorada entre 1547 y 1550 por los cuidados del metropolita Théophane. Considerada como la más bella y la mejor conservada de las iglesias de la región, la iglesia Voronet presenta como ellas y según la misma distribución un gran fresco que integra el Juicio en medio de los personajes del Antiguo y del Nuevo Testamento.
Antes de participar en la procesión de los bienaventurados, el difunto debe ser juzgado en función de sus buenas y de sus malas acciones. Así aparece, a lo alto en la derecha, en un círculo azul pastel, la mano de Dios que tiene una balanza. Justo debajo una silueta desnuda y frágil representa el alma de un difunto. Tres ángeles se mueven en torno a una bandeja sobre la cual están acomodadas, bajo la forma simbólica de papiros enrollados con cuidado, las buenas acciones del difunto. Ellos se esfuerzan de hacer caer la balanza en el buen sentido. En primer plano un ángel con las alas desplegadas tiene una larga lanza diseñada por un trazo azul claro con la cual se apresura a rechazar a los demonios que, de su lado, buscan atrapar al personaje desnudo para hacerlo caer en el infierno.
Un baluarte, un muro ovalada, terminado por una columna, abraza la corte de los justos que vienen de ser juzgados. Marca la frontera entre el lugar del juicio y el mundo de los elegidos. El artista juega con el contraste de los colores: el fondo azul verdoso recuerda a las aguas de la muerte en tanto que el oro de las aureolas simboliza la luz de la resurrección. La mezcla de verde y de índigo –conocido bajo el nombre de azul de Voronet- conviene bien a la evocación de los océanos que, en la Biblia, representan el golfo de la muerte. En la espiritualidad bizantina, el lugar del alma, divina e inmortal, se sitúa en la cabeza y la aureola. Se comprende entonces la composición casi geométrica de este cortejo de hombres con los nimbos dorados, donde ya no se percibe los rostros ya que se presenta en rangos estrechos. Multiplicando los círculos, que los subraya con blanco para hacerlos resurgir mejor, el artista, fiel a la visión de san Juan, ha donado bien la impresión de una multitud infinita que es imposible de contar.
Decisivo por su color vino, un serafín, armado de dos espadas y envuelto de seis alas, según la descripción del profeta Isaías, está delante de una torre que se eleva sobre la puerta dorada hacia la cual se dirige san Pedro. Según el Apocalipsis, él guarda las puertas de la nueva Jerusalén que simboliza el Paraíso, delante la entrada de la cual ha sido colocado después de la caída de Adán y Eva. Se compara la majestad fija del serafín, con sus alas en forma de coraza, al movimiento gracioso de los ángeles que se apresuran a salvar las almas alrededor de la balanza. El primero parece barrer el camino con sus espadas que tiene rectas hacia el cielo en tanto que los otros, pendientes del alma que hay que salvar, se deslizan en un equilibrio que pone en valor los suaves silbidos de sus alas y la cobertura armónica de sus túnicas.
Debajo de la torre de vigilancia y ya en el interior del baluarte se encuentran los santos obispos, revestidos de sus ornamentos sacerdotales. Se reconoce la riqueza de las vestimentas litúrgicas bizantinas, las pesadas capas adornadas de cruces y pecheras geométricas, bordadas de perlas, y las largas estolas que cubren las espaldas.
Estos miembros del clero se unen a los profetas y los mártires que están aquí, anónimos entre el conjunto de los justos. No hay que buscar identificar a los personajes entre los que san Pedro lleva para que lo sigan: se trata en este lugar preciso del fresco, de simples fieles, los reyes como sus súbditos, la inmensa multitud de elegidos celebrada el día de Todos los Santos.
Lleno de celo, san Pedro se apresura, acelerando el ritmo con grandes pasos, impaciente de abrir la puerta… como si tuviera por misión eterna el introducir hacia la contemplación a todos aquellos a los que tiende la mano.
CHRISTINE PELLISTRANDI
Magnificat nº 108. Noviembre 2001
Queridos hermanos y hermanas:
Nuestra celebración eucarística se inició con la exhortación “Alegrémonos todos en el Señor”. La liturgia nos invita a compartir el gozo celestial de los santos, a gustar su alegría. Los santos no son una exigua casta de elegidos, sino una muchedumbre innumerable, hacia la que la liturgia nos exhorta hoy a elevar nuestra mirada. En esa muchedumbre no sólo están los santos reconocidos de forma oficial, sino también los bautizados de todas las épocas y naciones, que se han esforzado por cumplir con amor y fidelidad la voluntad divina. De gran parte de ellos no conocemos ni el rostro ni el nombre, pero con los ojos de la fe los vemos resplandecer, como astros llenos de gloria, en el firmamento de Dios.
Hoy la Iglesia celebra su dignidad de “madre de los santos, imagen de la ciudad celestial” (A. Manzoni), y manifiesta su belleza de esposa inmaculada de Cristo, fuente y modelo de toda santidad. Ciertamente, no le faltan hijos díscolos e incluso rebeldes, pero es en los santos donde reconoce sus rasgos característicos, y precisamente en ellos encuentra su alegría más profunda.
En la primera lectura, el autor del libro del Apocalipsis los describe como “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7, 9). Este pueblo comprende los santos del Antiguo Testamento, desde el justo Abel y el fiel patriarca Abraham, los del Nuevo Testamento, los numerosos mártires del inicio del cristianismo y los beatos y santos de los siglos sucesivos, hasta los testigos de Cristo de nuestro tiempo. A todos los une la voluntad de encarnar en su vida el Evangelio, bajo el impulso del eterno animador del pueblo de Dios, que es el Espíritu Santo.
Pero, “¿de qué sirve nuestra alabanza a los santos, nuestro tributo de gloria y esta solemnidad nuestra?”. Con esta pregunta comienza una famosa homilía de san Bernardo para el día de Todos los Santos. Es una pregunta que también se puede plantear hoy. También es actual la respuesta que el Santo da: “Nuestros santos ―dice― no necesitan nuestros honores y no ganan nada con nuestro culto. Por mi parte, confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos” (Discurso 2: Opera Omnia Cisterc. 5, 364 ss).
Este es el significado de la solemnidad de hoy: al contemplar el luminoso ejemplo de los santos, suscitar en nosotros el gran deseo de ser como los santos, felices por vivir cerca de Dios, en su luz, en la gran familia de los amigos de Dios. Ser santo significa vivir cerca de Dios, vivir en su familia. Esta es la vocación de todos nosotros, reafirmada con vigor por el concilio Vaticano II, y que hoy se vuelve a proponer de modo solemne a nuestra atención.
Pero, ¿cómo podemos llegar a ser santos, amigos de Dios? A esta pregunta se puede responder ante todo de forma negativa: para ser santos no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales. Luego viene la respuesta positiva: es necesario, ante todo, escuchar a Jesús y seguirlo sin desalentarse ante las dificultades. “Si alguno me quiere servir ―nos exhorta―, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará” (Jn 12, 26).
Quien se fía de él y lo ama con sinceridad, como el grano de trigo sepultado en la tierra, acepta morir a sí mismo, pues sabe que quien quiere guardar su vida para sí mismo la pierde, y quien se entrega, quien se pierde, encuentra así la vida (cf. Jn 12, 24-25). La experiencia de la Iglesia demuestra que toda forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes, pasa siempre por el camino de la cruz, el camino de la renuncia a sí mismo.
Las biografías de los santos presentan hombres y mujeres que, dóciles a los designios divinos, han afrontado a veces pruebas y sufrimientos indescriptibles, persecuciones y martirio. Han perseverado en su entrega, “han pasado por la gran tribulación ―se lee en el Apocalipsis― y han lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero” (Ap 7, 14). Sus nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 20, 12); su morada eterna es el Paraíso. El ejemplo de los santos es para nosotros un estímulo a seguir el mismo camino, a experimentar la alegría de quien se fía de Dios, porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos de él.
La santidad exige un esfuerzo constante, pero es posible a todos, porque, más que obra del hombre, es ante todo don de Dios, tres veces santo (cf. Is 6, 3). En la segunda lectura el apóstol san Juan observa: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Jn 3, 1). Por consiguiente, es Dios quien nos ha amado primero y en Jesús nos ha hecho sus hijos adoptivos. En nuestra vida todo es don de su amor. ¿Cómo quedar indiferentes ante un misterio tan grande? ¿Cómo no responder al amor del Padre celestial con una vida de hijos agradecidos? En Cristo se nos entregó totalmente a sí mismo, y nos llama a una relación personal y profunda con él.
Por tanto, cuanto más imitamos a Jesús y permanecemos unidos a él, tanto más entramos en el misterio de la santidad divina. Descubrimos que somos amados por él de modo infinito, y esto nos impulsa a amar también nosotros a nuestros hermanos. Amar implica siempre un acto de renuncia a sí mismo, “perderse a sí mismos”, y precisamente así nos hace felices.
Ahora pasemos a considerar el evangelio de esta fiesta, el anuncio de las Bienaventuranzas, que hace poco hemos escuchado resonar en esta basílica. Dice Jesús: “Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los puros de corazón, los artífices de paz, los perseguidos por causa de la justicia” (cf. Mt 5, 3-10).
En realidad, el bienaventurado por excelencia es sólo él, Jesús. En efecto, él es el verdadero pobre de espíritu, el que llora, el manso, el que tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso, el puro de corazón, el artífice de paz; él es el perseguido por causa de la justicia.
Las Bienaventuranzas nos muestran la fisonomía espiritual de Jesús y así manifiestan su misterio, el misterio de muerte y resurrección, de pasión y de alegría de la resurrección. Este misterio, que es misterio de la verdadera bienaventuranza, nos invita al seguimiento de Jesús y así al camino que lleva a ella.
En la medida en que acogemos su propuesta y lo seguimos, cada uno con sus circunstancias, también nosotros podemos participar de su bienaventuranza. Con él lo imposible resulta posible e incluso un camello pasa por el ojo de una aguja (cf. Mc 10, 25); con su ayuda, sólo con su ayuda, podemos llegar a ser perfectos como es perfecto el Padre celestial (cf. Mt 5, 48).
Queridos hermanos y hermanas, entramos ahora en el corazón de la celebración eucarística, estímulo y alimento de santidad. Dentro de poco se hará presente del modo más elevado Cristo, la vid verdadera, a la que, como sarmientos, se encuentran unidos los fieles que están en la tierra y los santos del cielo. Así será más íntima la comunión de la Iglesia peregrinante en el mundo con la Iglesia triunfante en la gloria.
En el Prefacio proclamaremos que los santos son para nosotros amigos y modelos de vida.
Invoquémoslos para que nos ayuden a imitarlos y esforcémonos por responder con generosidad, como hicieron ellos, a la llamada divina.
Invoquemos en especial a María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. Que ella, la toda santa, nos haga fieles discípulos de su hijo Jesucristo. Amén.
MISA EN LA SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica de San Pedro
Miércoles 1 de noviembre de 2006