A ti, Señor, levanto mi alma
En Adviento la liturgia con frecuencia nos repite y nos asegura, como para vencer nuestra natural desconfianza, que Dios “viene”: viene a estar con nosotros, en todas nuestras situaciones; viene a habitar en medio de nosotros, a vivir con nosotros y en nosotros; viene a colmar las distancias que nos dividen y nos separan; viene a reconciliarnos con él y entre nosotros. Viene a la historia de la humanidad, a llamar a la puerta de cada hombre y de cada mujer de buena voluntad, para traer a las personas, a las familias y a los pueblos el don de la fraternidad, de la concordia y de la paz.
Por eso el Adviento es, por excelencia, el tiempo de la esperanza, en el que se invita a los creyentes en Cristo a permanecer en una espera vigilante y activa, alimentada por la oración y el compromiso concreto del amor.
Benedicto XVI, 3 de diciembre 2006
Leyendo el Antiguo Testamento, podemos ver cómo las intervenciones de Dios en la historia del pueblo que se ha elegido y con el que hace alianza no son hechos que pasan y caen en el olvido, sino que se transforman en «memoria», constituyen juntos la «historia de la salvación», mantenida viva en la conciencia del pueblo de Israel a través de la celebración de los acontecimientos salvíficos.
En Jesús se realiza toda promesa, en Él culmina la historia de Dios con la humanidad. Exhorto a todos, en este tiempo de Adviento, a dedicarse a la lectura de la Biblia, para recordar la obra de Dios en medio de su pueblo.
Benedicto XVI, 12 de diciembre de 2012
En el Adviento el pueblo cristiano revive un doble movimiento del espíritu: por una parte, eleva su mirada hacia la meta final de su peregrinación en la historia, que es la vuelta gloriosa del Señor Jesús; por otra, recordando con emoción su nacimiento en Belén, se arrodilla ante el pesebre. La esperanza de los cristianos se orienta al futuro, pero está siempre bien arraigada en un acontecimiento del pasado. En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios nació de la Virgen María: “Nacido de mujer, nacido bajo la ley”, como escribe el apóstol san Pablo (Ga 4, 4).
Benedicto XVI, 27 de noviembre de 2005
La dimensión del tiempo siempre ejerce en nosotros una gran fascinación. Siguiendo el ejemplo de lo que solía hacer Jesús, deseo partir de una constatación muy concreta: todos decimos que “nos falta tiempo”, porque el ritmo de la vida diaria se ha vuelto frenético para todos. También a este respecto, la Iglesia tiene una “buena nueva” que anunciar: Dios nos da su tiempo. Nosotros tenemos siempre poco tiempo; especialmente para el Señor, no sabemos, o a veces no queremos, encontrarlo. Pues bien, Dios tiene tiempo para nosotros. Esto es lo primero que el inicio de un año litúrgico nos hace redescubrir con una admiración siempre nueva. Sí, Dios nos da su tiempo, pues ha entrado en la historia con su palabra y con sus obras de salvación, para abrirla a lo eterno, para convertirla en historia de alianza. Desde esta perspectiva, el tiempo ya es en sí mismo un signo fundamental del amor de Dios: un don que el hombre puede valorar, como cualquier otra cosa, o por el contrario desaprovechar; captar su significado o descuidarlo con necia superficialidad.
Benedicto XVI, 30 de noviembre 2008
El mundo contemporáneo necesita sobre todo esperanza: la necesitan los pueblos en vías de desarrollo, pero también los económicamente desarrollados. Cada vez caemos más en la cuenta de que nos encontramos en una misma barca y debemos salvarnos todos juntos. Sobre todo al ver derrumbarse tantas falsas seguridades, nos damos cuenta de que necesitamos una esperanza fiable, y esta sólo se encuentra en Cristo, quien, como dice la Carta a los Hebreos, “es el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13, 8). El Señor Jesús vino en el pasado, viene en el presente y vendrá en el futuro. Abraza todas las dimensiones del tiempo, porque ha muerto y resucitado, es “el Viviente” y, compartiendo nuestra precariedad humana, permanece para siempre y nos ofrece la estabilidad misma de Dios. Es “carne” como nosotros y es “roca” como Dios. Quien anhela la libertad, la justicia y la paz puede cobrar ánimo y levantar la cabeza, porque se acerca la liberación en Cristo (cf. Lc 21, 28), como leemos en el Evangelio de hoy. Así pues, podemos afirmar que Jesucristo no sólo atañe a los cristianos, o sólo a los creyentes, sino a todos los hombres, porque él, que es el centro de la fe, es también el fundamento de la esperanza. Y todo ser humano necesita constantemente la esperanza.
Benedicto XVI, 29 de noviembre de 2009
Estos son los tiempos en los cuales podemos esperar un plus de gracia.
Newman
Debemos correr fielmente hacia Cristo en la fe, en los mandamientos de Dios, en las obras de justicia, para poder llegar a la corona de la vida eterna.
Cromacio de Aquilea
Es Dios quien concede la buena justicia para que ella devenga un instrumento para el hombre por medio del cual pueda realizar la obra justa que es dar alimento a los pobres.
Raimundo Lulio
No es necesario atravesar los mares, penetrar las nubes o escalar las montañas; no es un camino tan largo el que nos es propuesto: es suficiente que entres en ti mismo para correr delante de tu Dios.
San Bernardo
Dios es el inspirador de nuestra buena voluntad y el autor de nuestras acciones buenas.
San León Magno
Cristo Pantocrator
La actitud de invitación de Jesús, inconfundible impresión interior de que hay alguien, Cristo, que nos espera, nos quiere para sí, nos llama, nos atrae. Sigue una respuesta dócil, un abandono estremecido pero filial. De inmediato su estatura, su arcana personalidad viene a dominar sobre nosotros. No sé describir lo que digo como no sea pensando en la majestad del Cristo representado en los ábsides de las iglesias románicas: una persona inmensa, gigantesca, tranquila, fuerte, dulce, de ojos cortantes como espadas, potentes, que no solo descubren sino que revelan; con la actitud de quien habla, enseña, sabe todo y gobierna sin esfuerzo y sin error. Él me dirige la palabra y yo le respondo, yo le hablo y Él me responde. Este Rey del universo se interesa por mis actos, por mis fatigas, por mis virtudes, por mis pecados, por las vibraciones de mi vida moral, por mis propósitos, por mis insuficiencias. Su ojo vela y de cada acto alienta un reflejo de fidelidad, una reverberación de amor que dice que entre Él y yo pasa –si, pasa- amor. Un amor auténtico, no un puro sentimiento, sino algo primigenio, absolutamente auténtico, fuerte, inconfundible. Regresa a la mente toda la poesía de la liturgia de las vírgenes: a Quien vi, a Quien amé, en Quien creí, a Quien elegí. El ser receptivos para esta relación personal con Cristo significa estar llamados y tal vez consagrados.
G. B. Montini