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3. La palabra de la Epifanía. ¡Hemos visto su estrella y venimos a adorarlo!

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LA LLAMADA DEL ADVIENTO Y LA ALEGRÍA DE LA NAVIDAD

APRENDIENDO A REZAR CON LAS PALABRAS DE LA LITURGIA

 

 

 Tercera charla: La palabra de la Epifanía. ¡Hemos visto su estrella y venimos a adorarlo!

 Textos citados en la charla

 

Solemos prepararnos para la Navidad, celebrar la Navidad, y como a veces nos pasa con Pascua, pensamos que todo termina allí… Pero no, todavía hay algo más… Está la fiesta de la Epifanía, la fiesta de los Reyes Magos, que está íntimamente unida a la fiesta de Navidad, de alguna manera la completa, la lleva a su plenitud.

En Navidad celebramos la aparición de Dios en el mundo como hombre, en Epifanía (que quiere decir Manifestación, Iluminación) celebramos su manifestación al mundo como Dios.

 

Por eso Epifanía es:

  • La fiesta de la Luz, de la Manifestación, de la Revelación: el gran signo es la estrella y el Niño: la luz que conduce a la LUZ.
  • La fiesta de la universalidad: el Niño vino para todos, no sólo para los judíos, sino también para los paganos; tal como lo vemos en los Reyes Magos que vienen de Oriente. Así como hay un solo Creador, hay un solo Redentor.
  • La fiesta del deseo, de la búsqueda, del encuentro entre Dios y la humanidad: los Magos se dejaron guiar por la estrella y encontraron a Dios. Son el prototipo de todo hombre, cuyo corazón está inquieto -como dice san Agustín- hasta que no descansa en Dios.
  • La fiesta de la adoración: al ver al Niño, los Magos se postran, lo adoran y le ofrecen sus dones.
  • La fiesta de la conversión: después de encontrar al Niño, los Magos vuelven por otro camino.

 

  1. La Epifanía es la FIESTA DE LA LUZ:

 

El Prefacio (que es una parte de la Misa que introduce la Plegaria Eucarística, y viene del latín praefari que significa proclamar, manifestar o anunciar algo delante -prae- de alguien y no antes de otra cosa) del día de la Epifanía dice así:

hoy iluminaste a todos los pueblos,

revelándoles el misterio de nuestra salvación en Cristo,

y al manifestarse Él en nuestra naturaleza mortal,

nos restauraste con la nueva gloria de su inmortalidad…

 

Es decir: conocer el misterio de nuestra salvación, conocer que Cristo vino a salvarnos es la verdadera luz que ilumina a todos los pueblos. La fe en Cristo es la verdadera luz de la vida, la única luz que ilumina a los pueblos.

Y al descender a la humanidad nos eleva a nosotros hacia Dios. Él se hace mortal para que nosotros seamos inmortales.

 

Dios es Luz, el tema de la luz abarca toda la Biblia desde el principio hasta el final. Lo primero que Dios crea es la luz:

 

Al principio Dios creó el cielo y la tierra.

La tierra era algo informe y vacío, las tinieblas cubrían el abismo,

y el soplo de Dios se cernía sobre las aguas.

Entonces Dios dijo: «Que exista la luz». Y la luz existió.

Dios vio que la luz estaba bien, y separó la luz de las tinieblas;

y llamó Día a la luz y Noche a las tinieblas.

Así hubo una tarde y una mañana: este fue el primer día.

(Génesis 1,1-5)

 

 

El mundo era caos y tinieblas, y lo primero que Dios hace para ordenar y crear “es prender la luz”: Dios crea la luz material. Después el hombre peca y va a ser envuelto por las tinieblas del pecado.

Cristo, Luz de Luz viene a iluminar las tinieblas del pecado. Si antes de la creación de la luz material, el mundo era un caos, antes de la llegada de Cristo vivíamos en el caos del pecado. Era un mundo a oscuras, en tinieblas. Cristo, que es la Luz del mundo vino al mundo para iluminar al mundo, es decir para salvarlo.

 

La Palabra era la luz verdadera

que, al venir a este mundo,

ilumina a todo hombre.

(Juan 1,9)

 

Jesús dijo “Yo soy la luz del mundo, el que cree en mí no caminará en tinieblas”. La fe en Él nos hace a nosotros mismos luz: Vosotros sois la luz del mundo (Cf. Mt, 5, 4).

 

 

En el Apocalipsis vemos que en la nueva creación, en la Jerusalén celestial, ya no habrá necesidad de la luz de las lámparas ni de la luz del sol, porque Cristo mismo será el sol que nos iluminará.

 

La Ciudad no necesita la luz del sol ni de la luna,

ya que la gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero.

Las naciones caminarán a su luz y los reyes de la tierra le ofrecerán sus tesoros.

Sus puertas no se cerrarán durante el día y no existirá la noche en ella.

(Apocalipsis 21,23-25)

 

Cristo es la verdadera luz y la fe en Él es lo que ilumina lo más profundo de nuestro corazón:

 

Hoy las luces llegan a iluminar de manera deslumbrante las ciudades hasta el punto de no dejar ver las estrellas del cielo. Esto es un poco una imagen de que a veces lo que nos vislumbra y fascina llega a tapar la verdadera luz que es la de la fe, la de Dios. El progreso, los bienes materiales son una luz artificial y que en definitiva oscurece y no permite ver la verdadera luz, que es la de Dios. La luz de Dios no sólo brilla a miles de kilómetros sino que irrumpe en el mundo, irrumpe en nuestros corazones, nos transforma y nos hace luz del mundo, si la dejamos entrar.

(Benedicto XVI)

 

 

Siguiendo una luz (los Magos) buscan la Luz. La estrella que aparece en el cielo enciende en su mente y en su corazón una luz que los lleva a buscar la gran Luz de Cristo. Los Magos siguen fielmente aquella luz que los ilumina interiormente y encuentran al Señor.

(Papa Francisco)

La luz de la fe en Jesús ilumina también el camino de todos los que buscan a Dios… Imagen de esta búsqueda son los Magos, guiados por la estrella hasta Belén. Para ellos, la luz de Dios se ha hecho camino, como estrella que guía por una senda de descubrimientos. La estrella habla así de la paciencia de Dios con nuestros ojos, que deben habituarse a su esplendor. El hombre religioso está en camino y ha de estar dispuesto a dejarse guiar, a salir de sí, para encontrar al Dios que sorprende siempre.

(Papa Francisco)

 

  1. La Epifanía es la FIESTA DE LA UNIVERSALIDAD:

 

Si Jesús es la Luz, lo es para TODOS. Y la Iglesia tiene esta misión: dejarse iluminar por Cristo para iluminar a todos los pueblos.

 

«Tu luz» es la gloria del Señor. La Iglesia no puede pretender brillar con luz propia, no puede. San Ambrosio nos lo recuerda con una hermosa expresión, aplicando a la Iglesia la imagen de la luna:

«La Iglesia es verdaderamente como la luna: […] no brilla con luz propia, sino con la luz de Cristo.

Recibe su esplendor del Sol de justicia, para poder decir luego:

“Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”» (Hexameron, IV, 8, 32).

Cristo es la luz verdadera que brilla; y, en la medida en que la Iglesia está unida a él, en la medida en que se deja iluminar por él, ilumina también la vida de las personas y de los pueblos. Por eso, los santos Padres veían a la Iglesia como el «mysterium lunae».

Necesitamos de esta luz que viene de lo alto para responder con coherencia

a la vocación que hemos recibido. Anunciar el Evangelio de Cristo.

Para la Iglesia… ser misionera equivale a manifestar su propia naturaleza: dejarse iluminar por Dios y reflejar su luz. Este es su servicio. No hay otro camino.

(Papa Francisco)

 

  1. La Epifanía es la FIESTA DE LA BÚSQUEDA:

 

Señor, que en este día revelaste a tu Hijo único a los pueblos paganos,

guiándolos por medio de una estrella; conduce a quienes te conocemos por la fe,

a la contemplación de la hermosura de tu grandeza.

(Oración colecta de la Epifanía)

 

Si en Navidad Dios viene a nosotros, en Epifanía, nosotros vamos hacia Él. Es la fiesta de la respuesta, de la búsqueda, del encuentro, de la contemplación. Dios vino para buscar al hombre, ahora el hombre busca a Dios. Y esto lo vemos claramente en la figura de los Magos, guiados por la estrella.

Si en Navidad celebramos a un Dios que ama al hombre, ahora celebramos al hombre que dice “Sí” a ese amor de Dios. Es la respuesta del hombre que busca, que encuentra, que cree, que acoge, que recibe, que se adhiere. Es la fiesta del “Sí” del hombre al amor de Dios, es la fiesta de la fe.

 

Realmente la piedad encuentra un momento de fundamental importancia en la Epifanía, puesto que ella es la fiesta que corresponde a la Navidad, cual la respuesta de la humanidad a la venida del Verbo de Dios al mundo: la respuesta de la fe. La Navidad es la fiesta del hecho, del acontecimiento en sí mismo, históricamente celebrado; la Epifanía es la verificación, el resultado de la Navidad, tal cual es para nosotros: la revelación, la aparición del Mesías, la manifestación de Dios hecho hombre, el misterio de Cristo. La Epifanía es por eso, la celebración de nuestra acogida, de nuestra adhesión a la venida del Señor entre nosotros; es como decíamos, la fiesta de la fe; principio de nuestra religión cristiana. Es nuestro “Sí” al encuentro con ese Cristo, que ha nacido y ha aparecido en Belén.

(Pablo VI)

 

Los magos ven la estrella y se ponen en camino. La estrella era el signo del rey, por eso se presentan en el palacio de Herodes:

 

Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén y preguntaron: «¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer?

Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo». Al enterarse,

el rey Herodes quedó desconcertado y con él toda Jerusalén.

(Mateo 2,1-3)

 

Herodes queda desconcertado porque cree que este Niño viene a usurparle el reino.

 

Cruel tirano, Herodes, ¿Por qué temes que Cristo venga? No usurpa los reinos de la tierra el que viene a dar los celestiales. Iban los magos siguiendo la estrella, que los guiaba por su camino; con la luz buscan la Luz y con sus dones confiesan a Dios.

(Himno de Vísperas del día de la Epifanía)

 

Desde el día de su nacimiento, se nos dice que el reino de Jesús no es de este mundo. Lo mismo dirá Él a Pilato antes de padecer:

 

Mi reino no es de este mundo.

 

Los magos que buscan sinceramente y con fe reciben incluso de Herodes la respuesta que buscaban: es Él quien les indica el lugar donde está el Niño. Y se ponen nuevamente en camino.

Los Reyes Magos, motivados por esta inquietud interior, por su anhelo, que tiene su origen en lo más profundo de su naturaleza, suben a las torres de vela para buscar en el cielo signos del amor de Dios. Y entonces encontraron la estrella. Y empezó la gran aventura. Se marcharon, emprendieron el camino, orientándose por la estrella. Y cuando la estrella desapareció la buscaron, preguntaron, buscaron de nuevo en el cielo hasta que la encontraron de nuevo y llegaron a su destino.

(Cardenal Joachim Meisner Arzobispo de Colonia, JMJ 2005, Colonia,

que tenía por lema: Hemos venido a adorarlo)

 

Cuantos buscáis a Cristo, levantad vuestros ojos a lo alto; allí podréis contemplar una señal de su gloria eterna. Una estrella que supera al sol en su luz y hermosura, anuncia que ha venido a la tierra Dios en carne humana. Desde los mares pérsicos en donde el sol abre su puerta, los magos como sabios astrónomos, contemplan la bandera del Rey. “¿Quién es –dicen- este Rey tan grande que gobierna los astros, ante quien tiemblan las estrellas, al que la luz y el cielo obedecen?”.

(Himno de Laudes)

 

El hombre está en búsqueda, sobre todo los jóvenes, recién salidos de las manos de Dios, buscan el verdadero sentido de la vida. La vida es una, no hay tiempo para malgastarla ni desperdiciarla. La vida hay que entregarla por algo grande, y todo lo que no sea Dios, es poco.

Los jóvenes todavía están mucho más cerca al comienzo de su vida de lo que lo están los mayores. Es por esto que en ellos, el origen de su vida que han recibido de la mano de Dios repercute mucho más fuertemente que en los mayores, cuando se trata de buscar la vida verdadera y efectiva. Quien, en esta búsqueda, les da menos que Dios a los jóvenes, nunca les estará dando lo suficiente.

Cada uno de nosotros tan sólo tiene una sola vida. Y en esta vida no se tiene un período de prueba en el que no se tenga responsabilidad. En esta vida, todos empiezan desde un principio como, por decirlo así, usuarios de la vía pública con plena responsabilidad. Por esto, no existe ni vida, ni amor, ni Fe, ni muerte en calidad de prueba. Aquí siempre se tratará de un caso en serio. Aquí siempre tendré que asumir la plena responsabilidad.

(Cardenal Joachim Meisner
   Arzobispo de Colonia, JMJ 2005, Colonia)

¿Cómo buscar y encontrar el sentido de la vida y por lo tanto a Dios?

¡No olvidemos la regla de los benedictinos! Esta regla es uno de los documentos fundamentales de Occidente y comienza con las palabras: “Escucha hijo”. Al principio está la palabra y no la imagen. Por esta razón, nuestro Creador nos ha dado dos oídos y una sola boca para que escuchemos dos veces más de lo que hablamos. Pero ahora resulta que Satanás, el enemigo del hombre, desde el principio tuvo la intención de robarle el oído a los hombres. Cuando el hombre ya no oye, deja de saber a quién pertenece y adónde pertenece. Y es entonces cuando cae en las redes de cualquier embaucador social.

“Quien quiera estar con Dios, necesita diez cosas: nueve partes de silencio y una parte de soledad”. El silencio es imprescindible para no confundir la palabra de Dios con las palabras de uno mismo. Pues al rezar Cristo en el desierto o en lo alto de una montaña u otros lugares solitarios, no le daba una charla a Dios, sino que callaba hasta que oía hablar a Dios.

En el silencio nos encaminamos hacia nuestro interior. Tenemos que regresar a ese punto que constituye el núcleo de nuestra existencia. Ése es mi Yo a imagen de Dios, un Yo que se hace patente en los anhelos de mi vida más profunda.

“Inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en ti.” Es precisamente esta ansia de una vida grande y plena que nos hace buscar y encontrar, al igual que los Reyes Magos, al que es el origen y la meta final de nuestra vida: a Dios, que es mi todo, a Dios que hace mi vida grande.

(Cardenal Joachim Meisner
   Arzobispo de Colonia, JMJ 2005, Colonia)

  1. La Epifanía es la FIESTA DE LA ADORACIÓN:

 

Después de oír al rey, ellos partieron. La estrella que habían visto en Oriente los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño.

Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría,

y al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le adoraron. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones, oro, incienso y mirra.

(Mateo 2,9-11)

 

La adoración significa, ni más ni menos, que junto con los Reyes Magos, nos acerquemos a la altura de los ojos de Dios, arrodillándonos frente a Él, y, tal como lo hicieron los Reyes, arrodillándonos ante el niño en el pesebre. Dios se ha hecho tan pequeño que cabe en todos nuestros caminos y destinos personales de vida. Pero no seríamos capaces de verlo ahí si anduviéramos por la vida con la cabeza demasiado en alto no viendo las pequeñeces cotidianas. En el lavatorio de los pies, Dios se hace visible a la altura de los pies de sus discípulos. Dios está abajo. La adoración de rodillas no empequeñece al hombre, sino lo hace grande ya que lo eleva a la altura de los ojos de Dios.

(Cardenal Joachim Meisner
   Arzobispo de Colonia, JMJ 2005, Colonia)

“Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron” (Mt 2, 11). Esta no es una historia lejana, de hace mucho tiempo. Es una presencia. Aquí, en la Hostia consagrada, él está ante nosotros y entre nosotros. Como entonces, se oculta misteriosamente en un santo silencio y, como entonces, desvela precisamente así el verdadero rostro de Dios. Por nosotros se ha hecho grano de trigo que cae en tierra y muere y da fruto hasta el fin del mundo (cf. Jn 12, 24). Está presente, como entonces en Belén. Y nos invita a la peregrinación interior que se llama adoración. Pongámonos ahora en camino para esta peregrinación, y pidámosle a él que nos guíe.

La adoración tiene un contenido y comporta también una donación. Los personajes que venían de Oriente, con el gesto de adoración, querían reconocer a este niño como su Rey y poner a su servicio el propio poder y las propias posibilidades, siguiendo un camino justo. Sirviéndole y siguiéndole, querían servir junto a él a la causa de la justicia y del bien en el mundo. En esto tenían razón. Pero ahora aprenden que esto no se puede hacer simplemente a través de órdenes impartidas desde lo alto de un trono. Aprenden que deben entregarse a sí mismos:  un don menor que este es poco para este Rey. Aprenden que su vida debe acomodarse a este modo divino de ejercer el poder, a este modo de ser de Dios mismo. Han de convertirse en hombres de la verdad, del derecho, de la bondad, del perdón, de la misericordia. Ya no se preguntarán:  ¿Para qué me sirve esto? Se preguntarán más bien:  ¿Cómo puedo contribuir a que Dios esté presente en el mundo? Tienen que aprender a perderse a sí mismos y, precisamente así, a encontrarse. Al salir de Jerusalén, han de permanecer tras las huellas del verdadero Rey, en el seguimiento de Jesús.

(Benedicto XVI)

 

  1. La Epifanía es la FIESTA DE LA CONVERSIÓN:

 

Y como recibieron en sueños la advertencia de no regresar al palacio de Herodes,

volvieron a su tierra por otro camino.

(Mateo 2,12)

 

En el viaje de retorno los magos tuvieron seguramente que afrontar peligros, sacrificios, desorientación, dudas… ¡Ya no tenían la estrella para guiarlos! Ahora la luz estaba dentro de ellos. Ahora tenían que custodiarla y alimentarla con la memoria constante de Cristo, de su Rostro santo, de su amor inefable.

El camino exterior de aquellos hombres terminó. Llegaron a la meta. Pero en este punto comienza un nuevo camino para ellos, una peregrinación interior que cambia toda su vida. Porque seguramente se habían imaginado de modo diferente a este Rey recién nacido. Se habían detenido precisamente en Jerusalén para obtener del rey local información sobre el Rey prometido que había nacido. Pero, el nuevo Rey que encuentran y ante el que se postraron en adoración era muy diferente de lo que se esperaban. Debían, pues, aprender que Dios es diverso de como acostumbramos a imaginarlo.

Aquí comenzó su camino interior. Comenzó en el mismo momento en que se postraron ante este Niño y lo reconocieron como el Rey prometido. Pero debían aún interiorizar estos gozosos gestos.

Debían cambiar su idea sobre el poder, sobre Dios y sobre el hombre y así cambiar también ellos mismos. Ahora habían visto:  el poder de Dios es diferente del poder de los grandes del mundo. Su modo de actuar es distinto de como lo imaginamos, y de como quisiéramos imponerlo también a él. Dios es diverso; ahora se dan cuenta de ello. Y eso significa que ahora ellos mismos tienen que ser diferentes, han de aprender el estilo de Dios.

Los Magos que vienen de Oriente son sólo los primeros de una larga lista de hombres y mujeres que en su vida han buscado constantemente con los ojos la estrella de Dios, que han buscado al Dios que está cerca de nosotros, seres humanos, y que nos indica el camino. Es la muchedumbre de los santos -conocidos o desconocidos- mediante los cuales el Señor nos ha abierto a lo largo de la historia el Evangelio, hojeando sus páginas; y lo está haciendo todavía. Los beatos y los santos han sido personas que no han buscado obstinadamente su propia felicidad, sino que han querido simplemente entregarse, porque han sido alcanzados por la luz de Cristo.

De este modo, nos indican la vía para ser felices y nos muestran cómo se consigue ser personas verdaderamente humanas. En las vicisitudes de la historia, han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han elevado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales está siempre en peligro de precipitar; la han iluminado siempre de nuevo lo suficiente para dar la posibilidad de aceptar -tal vez en el dolor- la palabra de Dios al terminar la obra de la creación:  “Y era muy bueno”. Basta pensar en figuras como san Benito, san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, san Carlos Borromeo; en los fundadores de las órdenes religiosas del siglo XIX, que animaron y orientaron el movimiento social; o en los santos de nuestro tiempo:  Maximiliano Kolbe, Edith Stein, madre Teresa, padre Pío. Contemplando estas figuras comprendemos lo que significa “adorar” y lo que quiere decir vivir a medida del Niño de Belén, a medida de Jesucristo y de Dios mismo.

Los santos, como hemos dicho, son los verdaderos reformadores. Ahora quisiera expresarlo de manera más radical aún:  sólo de los santos, sólo de Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios.

(Benedicto XVI)

 

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