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3. Los gestos de la Misa: levantemos el corazón

LA BELLEZA DE CONTEMPLAR, AMAR Y SEGUIR A CRISTO

APRENDIENDO A REZAR CON LAS PALABRAS DE LA LITURGIA

La Eucaristía, el misterio central de nuestra fe

TERCERA CHARLA

Los gestos de la Misa:
levantemos el corazón

 

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Tú te dices también a ti mismo: “Creo”, y tú crees la fe de la Iglesia, la fe recibida de los apóstoles. En el Credo, no lo olvides, están resumidas todas las Escrituras desde el Génesis al Apocalipsis. Un cristiano adulto en la fe sabe proclamar el Credo siendo consciente de lo que confiesa y con convicción.

Enzo Bianchi

 

Somos sacerdotes de nuestra propia existencia.

Félix Arocena

 

Al terminar la Liturgia de la Palabra, subes al altar para la liturgia eucarística: en realidad se trata de una sola liturgia cuyas dos partes están intrínsecamente ligadas, presides un único acto de culto. Pero en esta segunda parte de la Misa, los gestos que debes realizar son más frecuentes: por tanto no olvides que ellos forman parte de la oración. Tu cuerpo, tu voz, tu mirada, tu postura, el ritmo de tus palabras, no deben jamás atraer la atención sobre ti, sino “ser signo” para la asamblea, orientándola siempre hacia el Señor Jesucristo y hacia su acción. Se trata de “hacer memoria”, de celebrar una anámnesis del misterio pascual de la muerte y de la resurrección de Cristo que se realizó de una vez para siempre. Hacer memoria, recuérdalo, no significa imitar, ni reproducir la última cena, sino hacer presente sacramentalmente el acontecimiento de salvación que ha sido la cruz y la resurrección: no se trata de mímesis sino de anámnesis.

Enzo Bianchi

 

Cuando participáis en la liturgia realizando vuestro servicio del altar, dais a todos un testimonio. Vuestra actitud de recogimiento, vuestra devoción, que brota del corazón y se expresa en los gestos, en el canto, en las respuestas: si lo hacéis como se debe, y no distraídamente, de cualquier modo, entonces vuestro testimonio llega a los hombres.

Benedicto XVI, 2 de agosto de 2006

 

En la liturgia romana el sacerdote, una vez realizada la ofrenda del pan y del vino, inclinado hacia el altar reza en voz baja:  “Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que este sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia”. Así, se prepara para entrar, con toda la asamblea de los fieles, en el corazón del misterio eucarístico, en el corazón de la liturgia celestial a la que hace referencia el Apocalipsis. San Juan presenta a un ángel que ofrece “muchos perfumes para unirlos a las oraciones de todos los santos sobre el altar de oro colocado delante del trono” (Ap 8, 3).
En cierto modo, el altar del sacrificio se convierte en el punto de encuentro entre el cielo y la tierra; el centro de la única Iglesia que es celestial y al mismo tiempo peregrina en la tierra.

Benedicto XVI, 21 de septiembre de 2008

 

El altar repre­senta el Cuerpo de Cristo.

San Ambrosio

 

El verdadero altar es Cristo.

Ritual de Dedicación

 

Oración al altar:

Queda en paz, altar santo y divino del Señor: no sé si volveré a ti o no. Que el Señor me conceda verte un día en el cielo, en la asamblea de los primogénitos, y en esta esperanza pongo mi confianza.

Queda en paz, altar santo y propiciatorio; que el santo cuerpo y la sangre del sacrificio recibidos de ti sirvan a la expiación de mis culpas, a la remisión de mis pecados; que me infundan confianza cuando me llegue la hora de presentarme ante la estremecedora majestad de nuestro Dios y Señor por los siglos.

Queda en paz, altar santo y mesa de la vida; implora para mí la misericordia de Nuestro Señor Jesucristo: así, a partir de ahora y para siempre, nunca desaparecerá de mi memoria tu recuerdo.

 

Es tanto el Amor de Dios por sus criaturas, y habría de ser tanta nuestra correspondencia que, al decir la Santa Misa, deberían pararse los relojes.

San José María Escrivá de Balaguer

 

En la Iglesia antigua existía la costumbre de que el obispo o el sacerdote, después de la homilía, exhortara a los creyentes exclamando: «Conversi ad Dominum», «Volveos ahora hacia el Señor». Eso significaba ante todo que ellos se volvían hacia el este, en la dirección por donde sale el sol como signo de Cristo que vuelve, a cuyo encuentro vamos en la celebración de la Eucaristía. Donde, por alguna razón, eso no era posible, dirigían su mirada a la imagen de Cristo en el ábside o a la cruz, para orientarse interiormente hacia el Señor. Porque, en definitiva, se trataba de este hecho interior: de la conversio, de dirigir nuestra alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios vivo, hacia la luz verdadera.

Además, se hacía también otra exclamación que aún hoy, antes del Canon, se dirige a la comunidad creyente: «Sursum corda», «Levantemos el corazón», fuera de la maraña de nuestras preocupaciones, de nuestros deseos, de nuestras angustias, de nuestra distracción. Levantad vuestro corazón, vuestra interioridad. Con ambas exclamaciones se nos exhorta de alguna manera a renovar nuestro bautismo. Conversi ad Dominum: siempre debemos apartarnos de los caminos equivocados, en los que tan a menudo nos movemos con nuestro pensamiento y nuestras obras. Siempre tenemos que dirigirnos a él, que es el camino, la verdad y la vida. Siempre hemos de ser «convertidos», dirigir toda la vida a Dios. Y siempre tenemos que dejar que nuestro corazón sea sustraído de la fuerza de gravedad, que lo atrae hacia abajo, y levantarlo interiormente hacia lo alto: hacia la verdad y el amor.

Benedicto XVI, 22 de marzo 2008

 

 

 

 

 

 

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