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¡Señor, tú sabes que te amo!

Textos comentados en la Segunda charla del Tiempo Pascual

¡Señor, tú sabes que te amo!

 

Jesús bajó a Cafarnaúm y los sábados enseñaba. Y todos quedaban asombrados de su doctrina (Lc 4,31).

 

¡Espíritu inmundo sal de este hombre! Y el demonio salió sin hacerle ningún daño. Y todos quedaron pasmados  y se decían unos a otros: ¡qué palabra esta! Manda con autoridad y poder a los espíritus inmundo y salen. Y su fama se extendió por todos los lugares de la región” (Lc 4,31 ss).

 

Jesús salió de la sinagoga y entró en la casa de Pedro y al llegar le piden por su suegra que tenía mucha fiebre, y Jesús conminó a la fiebre y la fiebre la dejó. (Lc 4).

 

A la puesta del sol, todos cuantos tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban, y poniendo él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba. Salían también demonios de muchos gritando… Al hacerse de día, salió y se fue a un lugar solitario. La gente lo andaba buscando y, llegando donde él, trataban de retenerlo para que no los dejara” (4,40-43).

 

Estaba Jesús a la orilla del lago de Genesaret y la gente se agolpaba sobre él para oír la Palabra de Dios, cuando vio dos barcas que estaban a la orilla del lago. Los pescadores habían bajado de ellas, y lavaban las redes. Subiendo a una de las barcas que era de Simón, le rogó que se alejara un poco de tierra, y, sentándose, enseñaba desde la barca a la muchedumbre. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: navega mar adentro y echad vuestras redes para pescar. Simón le respondió: Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada. Pero, en tu palabra, echaré las redes. Y haciéndolo así pescaron gran cantidad de peces, de modo que las redes amenazaban romperse. Hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que vinieran en su ayuda. Vinieron, pues, y llenaron tanto las dos barcas que casi se hundían. Al verlo Simón Pedro, cayó a las rodillas de Jesús diciendo: ¡Aléjate de mi, Señor, que soy un hombre pecador! Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos con él estaban, a causa de los peces que habían pescado. Y lo mismo de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: No temas. Desde ahora serás pescador de hombres. Llevaron a tierra las barcas, y dejando todo, lo siguieron.

 

Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido (Mt 19,27 ss).

 

San Ambrosio, comentando el relato de la negación dice: “Jesús mira a los que vacilan y corrige a los que yerran. Así volvió su mirada hacia Pedro y al punto desapareció la falta, fue expulsada la negación y siguió la confesión de su pecado. Después del canto del gallo, se vuelve más fuerte y de ahora en más digno de que Cristo vuelva a él su mirada, porque los ojos del Señor miran a los justos. Reconoció que había llegado el remedio después del cual ya no podría extraviarse y, habiendo pasado del error a la virtud, lloró con profunda amargura para lavar la falta con sus lágrimas. Míranos también a nosotros, Señor Jesús, para que también nosotros reconozcamos nuestras faltas, lavemos con piadoso llanto nuestra culpa y merezcamos el perdón de los pecados. Tú, Cristo, nos perdonaras. Te ruego me concedas las lágrimas de Pedro; no quiero el gozo del pecador. Lloraron los hebreos y fueron liberados a través del mar, mientras las olas se hendían ante ellos. El faraón se alegró porque tenía prisioneros a los hebreos y pereció sumergido en el mar junto con su pueblo. También Judas exultó por la recompensa de su traición, pero se ahorcó con el lazo de su misma recompensa. Pedro lloró su falta y mereció suprimir las culpas de otros. Llore por nosotros Pedro, que bien lloró por sí mismo, y haga que se vuelva hacia nosotros el piadoso rostro de Cristo. Apresúrese la pasión del Señor Jesús, que cada día condona nuestras culpas y obra en nosotros la gracia del perdón.

 

Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías, pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras. Ahora, sígueme (Jn 21,18).

 

San Juan Crisóstomo, comentando las palabras de Pedro «Señor, ¿a dónde vas?» y la respuesta de Jesús «A donde yo voy tú no puedes seguirme ahora. Pero más tarde me seguirás», dice: “El ferventísimo Pedro, habiendo oído decir a su maestro: A donde yo voy ustedes no pueden venir, ¿qué dice? Señor, ¿a dónde vas? Decía esto no tanto por el deseo de saber cuanto por el deseo de seguir a Jesús. No se atrevió a decir abiertamente: «Voy», sino que dijo: ¿A dónde vas? Y Cristo responde, como sus palabras lo dejan entrever, no a la pregunta de Pedro, sino a su anhelo. ¿Y qué le responde? A donde yo voy tú no puedes seguirme ahora. ¿Adviertes cómo Pedro anhelaba seguir a Cristo y ese era el motivo de su pregunta? Y al escuchar: Más tarde me seguirás, no reprimió su anhelo, a pesar de haber oído que era necesario esperar, sino que llegó hasta preguntar: ¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti. Puesto que ya había apartado de sí el temor a la traición y se presentaba como uno de los leales, mientras los demás guardan silencio, él, con confianza en sí mismo pregunta intrépidamente. Pero ¿qué dices, oh Pedro? Tu maestro te dice que no puedes, ¿y tú respondes que puedes? Aprenderás por experiencia que tu caridad es nada sin la gracia de lo alto. Yo daré mi vida por ti. Como Pedro había oído decir a Jesús que nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos, inmediatamente este hombre fervoroso, cuyo amor era insaciable, se aferra a esta palabra deseando llegar hasta el extremo.

 

San Agustín dice: El bienaventurado Pedro, que tanto amó cuanto negó al Señor Jesucristo, como dice el evangelio, siguió de cerca al Señor en la pasión; aunque en aquel momento no pudo seguirlo padeciendo. Lo siguió con sus pasos, pues aún no era capaz de seguirlo con la vida. Prometió que habría de morir por él, y ni siquiera pudo morir con él; se atrevió a prometer más de lo que era capaz de soportar. Había prometido más de lo que podía cumplir: Yo daré mi vida por ti, dijo. Esto habría de hacerlo el Señor por el siervo, no el siervo por el Señor. Mas luego, el Señor, después de haber resucitado, enseñó a Pedro a amar. Es preciso que ahora ame; que ahora, tras haber visto vivo al Señor después de su muerte, ame; que ahora ame seguro; y seguro, porque ha de seguirlo. Por eso el Señor le dice: Pedro, ¿me amas? Y él responde: Te amo, Señor. (Sermón 296).

 

Benedicto XVI, comentando esta preciosa escena, dice: “En una mañana de primavera, Jesús resucitado confiará a Pedro su misión. El encuentro tendrá lugar a la orilla del lago de Tiberíades. El evangelista san Juan nos narra el diálogo que mantuvieron Jesús y Pedro en aquella circunstancia. Se puede constatar un juego de verbos muy significativo. En griego, el verbo «querer» expresa el amor de amistad, tierno pero no total, mientras que el verbo «amar» significa el amor sin reservas, total e incondicional. La primera vez, Jesús pregunta a Pedro: Simón…, ¿me amas con este amor total e incondicional? Antes de la experiencia de la traición, el Apóstol ciertamente habría dicho: «Te amo incondicionalmente». Ahora que ha experimentado la amarga tristeza de la infidelidad, el drama de su propia debilidad, dice con humildad: «Señor, te quiero», es decir, «te amo con mi pobre amor humano». Cristo insiste: «Simón, ¿me amas con este amor total que yo quiero?». Y Pedro repite la respuesta de su humilde amor humano: «Señor, te quiero como sé querer». La tercera vez, Jesús solo dice a Simón: ¿Me quieres? Simón comprende que a Jesús le basta su amor pobre, el único del que es capaz, y sin embargo se entristece porque el Señor se lo ha tenido que decir de ese modo. Por eso le responde: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero. Parecería que Jesús se ha adaptado a Pedro, en vez de que Pedro se adaptara a Jesús. Precisamente esta adaptación divina da esperanza al discípulo que ha experimentado el sufrimiento de la infidelidad. De aquí nace la confianza, que lo hace capaz de seguirlo hasta el final. Desde aquel día, Pedro «siguió» al Maestro con la conciencia clara de su propia fragilidad; pero esta conciencia no lo desalentó, pues sabía que podía contar con la presencia del Resucitado a su lado. Del ingenuo entusiasmo de la adhesión inicial, pasando por la experiencia dolorosa de la negación y el llanto de la conversión, Pedro llegó a fiarse de ese Jesús que se adaptó a su pobre capacidad de amor. Y así también a nosotros nos muestra el camino, a pesar de toda nuestra debilidad. Sabemos que Jesús se adapta a nuestra debilidad. Nosotros lo seguimos con nuestra pobre capacidad de amor y sabemos que Jesús es bueno y nos acepta. Pedro se define a sí mismo testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse. Cuando escribe estas palabras ya es anciano y está cerca del final de su vida, que sellará con el martirio. Entonces es capaz de describir la alegría verdadera y de indicar dónde se puede encontrar: el manantial es Cristo, en el que creemos y al que amamos con nuestra fe débil pero sincera, a pesar de nuestra fragilidad. Por eso, escribe a los cristianos de su comunidad estas palabras, que también nos dirige a nosotros: Lo amáis sin haberlo visto; creéis en él, aunque de momento no lo veáis. Por eso, rebosáis de alegría inefable y gloriosa, y alcanzáis la meta de vuestra fe, la salvación de las almas. (Caequesis del 24 de mayo 2006).

 

Pedro que andaba recorriendo todos los lugares, encontró a un hombre llamado Eneas tendido en una camilla desde hacía ocho años, pues estaba paralítico. Y le dijo: ¡Eneas, Jesucristo te cura; levántate y camina! (Hech 9,32-34).

 

Sacaban los enfermos a las plazas y los colocaban en lechos y camillas, para que, al pasar Pedro, siquiera su sombra cubriese a algunos de ellos. También acudía la multitud de las ciudades vecinas a Jerusalén trayendo enfermos y atormentados por espíritus inmundos, y todos eran curados (Hech 5,15-16).

 

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva” (1 Pe 1,3)

¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso! (Mt 16, 21-22).

 

Alégrense en la medida en que participan en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria…. Aun los que sufren según la voluntad de Dios, confíen sus almas al Creador fiel, haciendo el bien (1 Pe 4,12 ss).

 

Tengan entre ustedes intenso amor, pues, el amor cubre multitud de pecados (1 Pe 4,18).

 

 

 

 

 

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