2. La palabra de la Navidad. La palabra se hizo carne y habitó entre nosotros.
LA LLAMADA DEL ADVIENTO Y LA ALEGRÍA DE LA NAVIDAD
APRENDIENDO A REZAR CON LAS PALABRAS DE LA LITURGIA
Tercera charla: La palabra de la Navidad. La palabra se hizo carne y habitó entre nosotros.
Textos citados en la charla
¿De qué te serviría que Cristo haya venido en otro tiempo en la carne
si no viniera también a tu alma?
Oremos para que su venida se cumpla cada día en nosotros. (Orígenes).
Todas las generaciones esperan ansiosamente la venida de Cristo:
Si Cristo hubiera revelado el día de su venida,
ésta se hubiera tornado un acontecimiento indiferente
y ya no sería objeto de esperanza para los hombres de los distintos siglos.
Dijo que vendría, pero no dijo cuándo,
y por eso todas las generaciones y épocas
lo esperan ansiosamente. (San Efrén).
A medida que pasan los días del Adviento, la Liturgia nos va mostrando con más claridad cómo viene Dios a nosotros. Una de las imágenes que utiliza es la del rocío: Dios viene como el rocío sobre el césped. En una de las antífonas cantamos:
Como lluvia temprana aguardamos tu palabra, Señor;
descienda sobre nosotros como rocío nuestro Dios.
Ya en los primeros libros de la Biblia, Dios había dicho que vendría como rocío y lluvia a nuestros corazones:
Prestad oído, cielos, que hablo Yo;
escuche la tierra las palabras de mi boca:
Como lluvia se derrame mi doctrina,
caiga como rocío mi palabra,
como blanda lluvia sobre la hierba verde,
como aguacero sobre el césped (Deut 32,1-2).
Y en el profeta Isaías Dios dijo:
Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá,
sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar
para que de simiente al sembrador y pan para comer,
así será mi palabra, la que salga de mi boca,
que no tornará a mi de vacío, sin que haya realizado lo que yo quiero
y haya cumplido la misión que le encomendé (Is 55,10-11).
Y también cantamos:
Cielos, destilad el rocío, nubes, derramad la victoria;
que se abra la tierra y brote la salvación.
Y la mañana del 24 de diciembre, cantamos en Laudes:
El Salvador del mundo nacerá como el sol
y bajará al seno de la Virgen como lluvia sobre el césped, alleluia.
Dios desciende a nosotros como rocío. El rocío es silencioso, no hace ruido. Cae sin que nadie lo note. Nos damos cuenta que cayó porque la tierra amanece mojada. Percibimos su presencia por el efecto que produjo. No lo vemos caer, pero descubrimos su paso por lo que dejó: la tierra mojada. El rocío es el agua que mejor fecunda la tierra, porque penetra hasta el fondo. Y cae día tras día. Cae imperceptiblemente, lentamente, silenciosamente. Es la metáfora que mejor nos habla del misterio de la encarnación, del misterio de la palabra de Dios en nuestras almas.
Doble fue la venida de Cristo:
una en la oscuridad y calladamente,
como lluvia sobre el césped;
la segunda en el esplendor de su gloria,
que se realizará en el futuro (Cirilo de Jerusalén).
La venida de Cristo en el silencio y la oscuridad, “como lluvia sobre el césped”, nos traslada a Nazaret y evoca el momento de la encarnación del Verbo que ha tenido lugar discretamente y sin ruido, en el silencio de la noche. Esto nos enseña que el obrar de Dios siempre es así: silencioso, oculto, en lo profundo. Las cosas de Dios se dan siempre en el interior, en lo más profundo de los corazones. En este Adviento Dios descenderá con su palabra en nuestros corazones, silenciosamente, nos hablará. Por eso será necesario el silencio y el recogimiento para poder percibir su venida…
Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús,
es decir, es la escuela del Evangelio.
Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar,
a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla,
humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres.
Aquí aprendemos incluso, quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida. Aquí se nos revela el método que nos hará descubrir quién es Cristo.
Aquí todo habla, todo tiene un sentido.
Aquí, en esta escuela, comprendemos la necesidad de una disciplina espiritual si queremos seguir las enseñanzas del Evangelio y ser discípulos de Cristo.
¡Cómo quisiéramos ser otra vez niños
y volver a esta humilde pero sublime escuela de Nazaret!
Su primera lección es el silencio.
Cómo desearíamos que se renovara y fortaleciera en nosotros
el amor al silencio, este admirable e indispensable hábito del espíritu,
tan necesario para nosotros, que estamos aturdidos por tanto ruido,
tanto tumulto, tantas voces de nuestra ruidosa y en extremo agitada vida moderna.
Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento y la interioridad,
enséñanos a estar siempre dispuestos a escuchar las buenas inspiraciones
y la doctrina de los verdaderos maestros.
Enséñanos la necesidad y el valor de la preparación, del estudio,
de la meditación, de una vida interior intensa,
de la oración personal que sólo Dios ve en lo secreto. (Pablo VI)
¿Por qué la Navidad es la fiesta de la alegría?
Porque Dios desciende para venir a buscar al hombre perdido. Por eso cantamos:
Hoy el Rey de los cielos se ha dignado nacer de la Virgen
para restituir el hombre perdido al reino celestial.
Porque viene para devolvernos la vida:
Despierta, hombre, por ti Dios se hizo hombre.
Despierta tú que duermes, surge de entre los muertos,
y Cristo con su luz te alumbrará.
Te lo repito: por ti Dios se hizo hombre.
Estarías muerto para siempre si él no hubiera nacido en el tiempo.
Estarías condenado a una miseria eterna,
si no hubieras recibido tan gran misericordia.
Nunca hubieras vuelto a la vida,
si él no se hubiera sometido voluntariamente a la muerte.
Hubieras perecido si él no te hubiese auxiliado.
Estarías perdido sin remedio si él no hubiera venido a salvarte (San Agustín).
Demos gracias a Dios Padre que
por la inmensa misericordia con que nos amó,
ha tenido piedad de nosotros y,
cuando estábamos muertos por nuestros pecados,
nos vivificó con Cristo,
para que fuésemos en él una nueva obra de sus manos (San León Magno).
Cristo nació para que renaciéramos (San Agustín).
A ti, en otro tiempo abatido, a ti arrancado del trono del paraíso,
a ti que morías en un largo destierro,
a ti reducido a polvo y ceniza;
a ti, pues, se te ha dado, por la encarnación del Verbo,
el poder volver desde muy lejos a tu Creador (San León Magno).
Porque el cielo desciende a la tierra:
Hoy la paz verdadera ha descendido del cielo.
¿Qué es el cielo? ¿Dónde está el cielo?
Padre nuestro que estás en el cielo.
¿Qué es esto del cielo? ¿Dónde está el cielo.
Dios no se encierra en ningún lugar.
La Biblia dice que Dios está cerca de los que tienen el corazón atribulado.
Y la tribulación pertenece a la humildad.
El cielo no pertenece a la geografía del espacio sino a la geografía del corazón.
Y el corazón de Dios, en la Noche Santa, ha descendido hasta un establo.
Por tanto, la humildad de Dios es el cielo.
Y si salimos al encuentro de esta humildad, entonces tocamos el cielo.
Entonces se renueva también la tierra.
Toquemos la humildad de Dios, el corazón de Dios.
Entonces su alegría nos alcanzará y hará más luminoso el mundo (San Agustín).
La libertad del hombre para recibir al Dios que viene.
El cielo viene a la tierra y la tierra no recibe el cielo. Dios viene a los suyos y los suyos no lo recibieron…. Dios vino y no tenían sitio en la posada…. Dios viene y el hombre puede abrirle o no…
Llegó el momento que Israel esperaba desde hacía muchos siglos,
el momento esperado por toda la humanidad:
que Dios se preocupase por nosotros, saliera de su ocultamiento,
que el mundo alcanzara la salvación y que Dios renovase todo.
La humanidad espera a Dios, su cercanía.
Pero cuando llega el momento, no tiene sitio para él.
Está tan ocupada consigo misma de forma tan exigente,
que necesita todo el espacio y todo el tiempo para sus cosas y
ya no queda nada para el otro, para el prójimo, para el pobre, para Dios.
Y cuanto más se enriquecen los hombres,
tanto más se llenan de sí mismos y menos pueden entrar el otro (Benedicto XVI).
¿Tenemos tiempo y espacio para Dios? ¿Puede entrar él en nuestra vida?
¿Tenemos tiempo para el prójimo que tiene necesidad de mi palabra, de mi afecto?
¿Encuentran Dios y el prójimo un lugar en nosotros
o tenemos ocupado todo nuestro pensamiento, nuestro quehacer,
nuestra vida con nosotros mismos? (Benedicto XVI).
Le llegó a María el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre porque no tenían sitio en la posada, dice Mateo.
¿Qué pasaría si María y José llamaran a mi puerta?
¿Habría lugar para ellos?
¿Tenemos un lugar para Dios cuando él trata de entrar en nosotros?
No, no tenemos tiempo para Dios.
Cuanto más rápidamente nos movemos,
cuanto más eficaces son los medios que nos permiten ahorrar tiempo,
menos tiempo nos queda disponible.
¿Y Dios?
Lo que se refiere a él, nunca parece urgente.
Nuestro tiempo ya está completamente ocupado.
Pero la cuestión va todavía más a fondo.
¿Tiene Dios realmente un lugar en nuestro pensamiento?
No, no hay sitio para él.
Tampoco hay lugar para él en nuestros sentimientos y deseos.
Nosotros nos queremos a nosotros mismos,
queremos las cosas tangibles, la felicidad que se pueda experimentar,
el éxito de nuestros proyectos personales y de nuestras intenciones.
Estamos completamente llenos de nosotros mismos,
de modo que ya no queda espacio alguno para Dios.
Y, por eso, tampoco queda espacio para los otros. (Benedicto XVI).
Nada más sublime y más grande que el amor que se inclina y desciende. Los Padres de la Iglesia dicen que este abajamiento de Dios fue lo que hizo estallar en canto a los ángeles y entonar el día de navidad el himno que une el cielo y la tierra: Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que Dios ama.
Hasta aquel momento los ángeles conocían a Dios en la grandeza del universo,
en la belleza de la creación.
Habían escuchado el canto de alabanza callado de la creación y
lo habían transformado en música del cielo.
Pero ahora había ocurrido algo nuevo, sobrecogedor:
el Dios grande que sustenta todo y lo tiene todo en su mano,
había entrado en la historia de los hombres, se había hecho uno que vive y sufre en la historia.
Y de esta gozosa turbación surgió un canto nuevo,
una estrofa que el evangelio de navidad conservó para nosotros:
Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombre que Dios ama.
El canto nuevo de los ángeles se convierte en canto de los hombres
que a lo largo de los siglos cantan la llegada de Dios.
Dice el salmo: “los árboles aplauden y se alegran por la venida del Señor”.
Los árboles en las ciudades y en las casas deberían ser algo más que una costumbre festiva.
Ellos señalan a Aquél que es la razón de nuestra alegría, al Dios que viene.
El canto de alabanza habla de Aquél que es el árbol de la vida misma reencontrado
(Benedicto XVI).