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SANTOS PEDRO Y PABLO

Se celebran el 29 de junio

De la Homilía de un autor anónimo de la alta Edad Media

(Para el 29 de junio: Revue Grégorienne, 36, 3)

El concurso de una doble solemnidad nos hace celebrar hoy con particular devoción el día dos veces santo en el que Pedro, el pescador, escapó de las redes del siglo, y en el que, más tarde, Pablo, el perseguidor de Jesucristo, devino confesor de la fe. He aquí que Dios escogió para sí dos hombres, uno un pescador, el otro un bandido. Llama a uno desde la orilla del mar, grita al otro desde lo alto de los cielos. Al primero lo hace abandonar el mar, al segundo lo derriba desde lo alto de los cielos.
Mientras Pedro lanzaba al agua redes de hilo, Jesús ponía una red en sus palabras. Uno y otro hicieron una captura: Jesús de un discípulo, y Pedro de un pez. Mientras el pescador intentaba capturar peces, él mismo fue capturado. Mientras Pedro tiende estas trampas a las multitudes marinas, él mismo cae en las redes del Salvador. El apresador se vuelve presa, el pescador es pescado, el pirata es él mismo capturado. Seguidme –dice el Salvador–, y yo os haré pescadores de hombres. Y ellos, inmediatamente, dejando sus redes, lo siguieron. Mientras Pedro se esfuerza por encerrar al pez en sus redes, Cristo lanza las redes de su palabra y se apodera del pescador mismo. Arrastraba y era arrastrado: hacía violencia al huésped de los mares, y él mismo sufría violencia en su alma. La estratagema cambia de fin: es el pez quien tiende la trampa que amenazaba al pez. Pues este pez, que subió absolutamente vivo del río hacia Tobías, es Jesús mismo, cuyo corazón, por sus palabras lanzadas en medio del fuego de la pasión, puso en fuga al demonio, y cuya amarga hiel curó la ceguera del hombre, es decir iluminó al mundo. Pedro, digo, del pez que él capturaba fue atraído al pez que lo capturó, de su red a la red de la Iglesia, del mar a la fuente de la vida, y de apresador se convirtió en presa. Abandonó el mar engañoso para caminar en pos del pez. La semejanza de profesiones inflama su deseo; él, que lanzaba sus redes al mar, lanzará en adelante al mundo la red de su palabra.
Pedro lanza sus redes al mar del siglo; Pablo lleva a través de las naciones el estandarte divino. Uno es pescador de hombres, el otro sella a los gentiles con el signo de la cruz. Uno y otro corren hacia la palma del martirio, y ambos llegan a la corona, después de haber corrido no al mismo tiempo, pero sí, al menos, el mismo día. Pedro es crucificado con la cabeza hacia abajo, Pablo es decapitado por el verdugo. Pedro tenía sus pies vueltos hacia Cristo y, con sus ojos mirando al cielo, dejaba subir así su alma bienaventurada. Pablo, inclinando el cuello bajo la espada, ofrecía la cima de su cabeza a la corona. Pedro muere sobre la cruz, Pablo perece por la espada. Ambos apóstoles comparten los dos suplicios de Cristo: Pedro sufre la cruz, Pablo siente el golpe que hirió el costado del Señor. El pescador es suspendido en el anzuelo de la cruz, el perseguidor es reducido por el filo del perseguidor.
Pero hoy, las rodillas de los reyes se doblan para honrar la memoria del pescador. Las frentes que brillan con una verdadera diadema son solo aquellas sobre las que resplandecen sus beneficios. Dios ha hecho de un pescador el príncipe de los apóstoles, y de un perseguidor, un confesor de la fe apostólica. El martirio ha reunido a aquellos a quienes la predicación de la fe había hecho compañeros. ¡Veneremos por tanto a los primeros pastores del rebaño, si deseamos entrar en los apriscos del pastor eterno!

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