SAN GREGORIO MAGNO
Se celebra el 3 de septiembre.
San Gregorio Magno
De las Audiencias Generales del Papa Benedicto XVI
Hoy quiero presentar la figura de uno de los Padres más grandes de la historia de la Iglesia, uno de los cuatro doctores de Occidente, el Papa san Gregorio, que fue Obispo de Roma entre los años 590 y 604, y que mereció de parte de la tradición el título Magnus, Grande. San Gregorio fue verdaderamente un gran Papa y un gran doctor de la Iglesia.
Nació en Roma, en torno al año 540, en una rica familia patricia de la gens Anicia, que no sólo se distinguía por la nobleza de su sangre, sino también por su adhesión a la fe cristiana y por los servicios prestados a la Sede apostólica. De esta familia habían salido dos Papas: Félix III (483-492), tatarabuelo de san Gregorio, y Agapito (535-536). La casa en la que san Gregorio creció se encontraba en el Clivus Scauri, rodeada de solemnes edificios que atestiguaban la grandeza de la antigua Roma y la fuerza espiritual del cristianismo. Los ejemplos de sus padres Gordiano y Silvia, ambos venerados como santos, y los de sus tías paternas Emiliana y Tarsilia, que vivían en su misma casa como vírgenes consagradas en un camino compartido de oración y ascesis, le inspiraron elevados sentimientos cristianos.
San Gregorio ingresó pronto en la carrera administrativa, que había seguido también su padre, y en el año 572 alcanzó la cima, convirtiéndose en prefecto de la ciudad. Este cargo, complicado por la tristeza de aquellos tiempos, le permitió dedicarse en un amplio radio a todo tipo de problemas administrativos, obteniendo de ellos luz para sus futuras tareas. En particular le dejó un profundo sentido del orden y de la disciplina: cuando llegó a ser Papa, sugirió a los obispos que en la gestión de los asuntos eclesiásticos tomaran como modelo la diligencia y el respeto que los funcionarios civiles tenían por las leyes.
Sin embargo, esa vida no le debía satisfacer, dado que, no mucho tiempo después, decidió dejar todo cargo civil para retirarse en su casa y comenzar la vida de monje, transformando la casa de la familia en el monasterio de San Andrés en el Celio. Este período de vida monástica, vida de diálogo permanente con el Señor en la escucha de su palabra, le dejó una perenne nostalgia que se manifiesta continuamente en sus homilías: en medio del agobio de las preocupaciones pastorales, lo recordará varias veces en sus escritos como un tiempo feliz de recogimiento en Dios, de dedicación a la oración, de serena inmersión en el estudio. Así pudo adquirir el profundo conocimiento de la sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia del que se sirvió después en sus obras.
Pero el retiro claustral de san Gregorio no duró mucho. La valiosa experiencia que adquirió en la administración civil en un período lleno de graves problemas, las relaciones que mantuvo con los bizantinos mientras desempeñaba ese cargo, y la estima universal que se había ganado, indujeron al Papa Pelagio a nombrarlo diácono y a enviarlo a Constantinopla como su “apocrisario” —hoy se diría “nuncio apostólico”— para acabar con los últimos restos de la controversia monofisita y sobre todo para obtener el apoyo del emperador en el esfuerzo por contener la presión longobarda.
La permanencia en Constantinopla, donde junto con un grupo de monjes había reanudado la vida monástica, fue importantísima para san Gregorio, pues le permitió tener experiencia directa del mundo bizantino, así como conocer de cerca el problema de los longobardos, que después pondría a dura prueba su habilidad y su energía en el período del pontificado. Tras algunos años, fue llamado de nuevo a Roma por el Papa, quien lo nombró su secretario. Eran años difíciles: las continuas lluvias, el desbordamiento de los ríos y la carestía afligían a muchas zonas de Italia y en particular a Roma. Al final se desató la peste, que causó numerosas víctimas, entre ellas el Papa Pelagio II. El clero, el pueblo y el senado fueron unánimes en elegirlo precisamente a él, Gregorio, como su sucesor en la Sede de Pedro. Trató de resistirse, incluso intentando la fuga, pero todo fue inútil: al final tuvo que ceder. Era el año 590.
Reconociendo que lo que había sucedido era voluntad de Dios, el nuevo Pontífice se puso inmediatamente al trabajo con empeño. Desde el principio puso de manifiesto una visión singularmente lúcida de la realidad que debía afrontar, una extraordinaria capacidad de trabajo para resolver los asuntos tanto eclesiales como civiles, un constante equilibrio en las decisiones, incluso valientes, que su misión le imponía. De su gobierno se conserva una amplia documentación gracias al Registro de sus cartas (aproximadamente 800), en las que se refleja cómo afrontaba diariamente los complejos interrogantes que llegaban a su despacho. Eran cuestiones que procedían de los obispos, de los abades, de los clérigos, y también de las autoridades civiles de todo orden y grado.
Entre los problemas que afligían en aquel tiempo a Italia y a Roma había uno de particular importancia tanto en el ámbito civil como en el eclesial: la cuestión longobarda. A ella dedicó el Papa todas las energías posibles en orden a una solución verdaderamente pacificadora. A diferencia del emperador bizantino, que partía del presupuesto de que los longobardos eran sólo individuos burdos y depredadores a quienes había que derrotar o exterminar, san Gregorio veía a esta gente con ojos de buen pastor, con la intención de anunciarles la palabra de salvación, entablando con ellos relaciones de fraternidad con vistas a una futura paz fundada en el respeto recíproco y en la serena convivencia entre italianos, imperiales y longobardos. Se preocupó de la conversión de los pueblos jóvenes y de la nueva organización civil de Europa: los visigodos de España, los francos, los sajones, los inmigrantes en Bretaña y los longobardos fueron los destinatarios privilegiados de su misión evangelizadora. Ayer celebramos la memoria litúrgica de san Agustín de Canterbury, jefe de un grupo de monjes a los que san Gregorio encargó dirigirse a Bretaña para evangelizar Inglaterra.
Para obtener una paz efectiva en Roma y en Italia, el Papa se comprometió a fondo —era un verdadero pacificador—, emprendiendo una estrecha negociación con el rey longobardo Agilulfo. Esa negociación llevó a un período de tregua que duró cerca de tres años (598-601), tras los cuales, en el año 603, fue posible estipular un armisticio más estable. Este resultado positivo se logró, ente otras causas, gracias a los contactos paralelos que, entretanto, el Papa mantenía con la reina Teodolinda, que era una princesa bávara y, a diferencia de los jefes de los otros pueblos germanos, era católica, profundamente católica. Se conserva una serie de cartas del Papa san Gregorio a esta reina, en las que manifiesta su estima y su amistad hacia ella. Teodolinda consiguió, poco a poco, orientar al rey hacia el catolicismo, preparando así el camino a la paz.
El Papa se preocupó también de enviarle las reliquias para la basílica de San Juan Bautista que ella hizo construir en Monza, así como su felicitación y preciosos regalos para esa catedral con ocasión del nacimiento y del bautismo de su hijo Adaloaldo. La vicisitud de esta reina constituye un hermoso testimonio sobre la importancia de las mujeres en la historia de la Iglesia. En el fondo, los objetivos que san Gregorio perseguía constantemente eran tres: contener la expansión de los longobardos en Italia; proteger a la reina Teodolinda de la influencia de los cismáticos y reforzar la fe católica; y mediar entre los longobardos y los bizantinos con vistas a un acuerdo que garantizara la paz en la península y a la vez permitiera llevar a cabo una acción evangelizadora entre los longobardos. Por tanto, eran dos las finalidades que buscaba en esa compleja situación: promover acuerdos en el ámbito diplomático-político y difundir el anuncio de la verdadera fe entre las poblaciones.
Junto a la acción meramente espiritual y pastoral, el Papa san Gregorio fue protagonista activo también de una múltiple actividad social. Con las rentas del conspicuo patrimonio que la Sede romana poseía en Italia, especialmente en Sicilia, compró y distribuyó trigo, socorrió a quienes se encontraban en situación de necesidad, ayudó a sacerdotes, monjes y monjas que vivían en la indigencia, pagó rescates de ciudadanos que habían caído prisioneros de los longobardos, compró armisticios y treguas. Además desarrolló, tanto en Roma como en otras partes de Italia, una atenta labor de reforma administrativa, dando instrucciones precisas para que los bienes de la Iglesia, útiles para su subsistencia y su obra evangelizadora en el mundo, se gestionaran con total rectitud y según las reglas de la justicia y de la misericordia. Exigía que los colonos fueran protegidos de los abusos de los concesionarios de las tierras de propiedad de la Iglesia y, en caso de fraude, que se les indemnizara con prontitud, para que el rostro de la Esposa de Cristo no se contaminara con beneficios injustos.
San Gregorio llevó a cabo esta intensa actividad a pesar de sus problemas de salud, que lo obligaban con frecuencia a guardar cama durante largos días. Los ayunos que había practicado en los años de la vida monástica le habían ocasionado serios trastornos digestivos. Además, su voz era muy débil, de forma que a menudo tenía que encomendar al diácono la lectura de sus homilías, para que los fieles presentes en las basílicas romanas pudieran oírlo. En los días de fiesta hacía lo posible por celebrar Missarum sollemnia, esto es, la misa solemne, y entonces se encontraba personalmente con el pueblo de Dios, que lo apreciaba mucho porque veía en él la referencia autorizada en la que hallaba seguridad: no por casualidad se le atribuyó pronto el título de consul Dei.
A pesar de las dificilísimas condiciones en las que tuvo que actuar, gracias a su santidad de vida y a su rica humanidad consiguió conquistar la confianza de los fieles, logrando para su tiempo y para el futuro resultados verdaderamente grandiosos. Era un hombre inmerso en Dios: el deseo de Dios estaba siempre vivo en el fondo de su alma y, precisamente por esto, estaba siempre muy atento al prójimo, a las necesidades de la gente de su época. En un tiempo desastroso, más aún, desesperado, supo crear paz y dar esperanza. Este hombre de Dios nos muestra dónde están las verdaderas fuentes de la paz y de dónde viene la verdadera esperanza; así se convierte en guía también para nosotros hoy.
La doctrina de San Gregorio Magno
Queridos hermanos y hermanas:
En nuestro encuentro de los miércoles, vuelvo a comentar hoy la extraordinaria figura del Papa san Gregorio Magno para recoger más luces de su rica enseñanza. A pesar de los múltiples compromisos vinculados a su función de Obispo de Roma, nos dejó numerosas obras de las que la Iglesia, en los siglos sucesivos, se ha servido ampliamente. Además de su abundante epistolario —el Registro al que aludí en la anterior catequesis contiene más de 800 cartas—, nos dejó sobre todo escritos de carácter exegético, entre los que se distinguen el Comentario moral a Job —conocido con el título latino de Moralia in Iob—, las Homilías sobre Ezequiel y las Homilías sobre los Evangelios. Asimismo existe una importante obra de carácter hagiográfico, los Diálogos, escrita por san Gregorio para la edificación de la reina longobarda Teodolinda. Su obra principal y más conocida es, sin duda, la Regla pastoral, que el Papa redactó al inicio de su pontificado con una finalidad claramente programática.
Haciendo un rápido repaso a estas obras debemos observar, ante todo, que en sus escritos san Gregorio jamás se muestra preocupado por elaborar una doctrina “suya”, una originalidad propia. Más bien trata de hacerse eco de la enseñanza tradicional de la Iglesia; sólo quiere ser la boca de Cristo y de su Iglesia en el camino que se debe recorrer para llegar a Dios. Al respecto son ejemplares sus comentarios exegéticos. Fue un apasionado lector de la Biblia, a la que no se acercó con pretensiones meramente especulativas: el cristiano debe sacar de la sagrada Escritura —pensaba— no tanto conocimientos teóricos, cuanto más bien el alimento diario para su alma, para su vida de hombre en este mundo.
En las Homilías sobre Ezequiel, por ejemplo, insiste mucho en esta función del texto sagrado: acercarse a la Escritura sólo para satisfacer un deseo de conocimiento significa ceder a la tentación del orgullo y exponerse así al peligro de caer en la herejía. La humildad intelectual es la regla primaria para quien trata de penetrar en las realidades sobrenaturales partiendo del Libro sagrado. La humildad, obviamente, no excluye el estudio serio; pero para lograr que este estudio resulte verdaderamente provechoso, permitiendo entrar realmente en la profundidad del texto, la humildad resulta indispensable. Sólo con esta actitud interior se escucha realmente y se percibe por fin la voz de Dios. Por otro lado, cuando se trata de la palabra de Dios, comprender no es nada si la comprensión no lleva a la acción. En estas homilías sobre Ezequiel se encuentra también la bella expresión según la cual “el predicador debe mojar su pluma en la sangre de su corazón; así podrá llegar también al oído del prójimo”. Al leer esas homilías se ve que san Gregorio escribió realmente con la sangre de su corazón y, por ello, nos habla aún hoy a nosotros.
San Gregorio desarrolla también este tema en el Comentario moral a Job. Siguiendo la tradición patrística, examina el texto sagrado en las tres dimensiones de su sentido: la dimensión literal, la alegórica y la moral, que son dimensiones del único sentido de la sagrada Escritura. Sin embargo, san Gregorio atribuye una clara preponderancia al sentido moral. Desde esta perspectiva, propone su pensamiento a través de algunos binomios significativos —saber-hacer, hablar-vivir, conocer-actuar— en los que evoca los dos aspectos de la vida humana que deberían ser complementarios, pero que con frecuencia acaban por ser antitéticos. El ideal moral —comenta— consiste siempre en llevar a cabo una armoniosa integración entre palabra y acción, pensamiento y compromiso, oración y dedicación a los deberes del propio estado: este es el camino para realizar la síntesis gracias a la cual lo divino desciende hasta el hombre y el hombre se eleva hasta la identificación con Dios. Así, el gran Papa traza para el auténtico creyente un proyecto de vida completo; por eso, en la Edad Media el Comentario moral a Job constituirá una especie de Summa de la moral cristiana.
También son de notable importancia y belleza sus Homilías sobre los Evangelios. La primera de ellas la pronunció en la basílica de San Pedro durante el tiempo de Adviento del año 590; por tanto, pocos meses después de su elección al pontificado; la última la pronunció en la basílica de San Lorenzo el segundo domingo después de Pentecostés del año 593. El Papa predicaba al pueblo en las iglesias donde se celebraban la “estaciones” —ceremonias especiales de oración en los tiempos fuertes del año litúrgico— o las fiestas de los mártires titulares. El principio inspirador que une las diversas intervenciones se sintetiza en la palabra “praedicator“: no sólo el ministro de Dios, sino también todo cristiano tiene la tarea de ser “predicador” de lo que ha experimentado en su interior, a ejemplo de Cristo, que se hizo hombre para llevar a todos el anuncio de la salvación. Este compromiso se sitúa en un horizonte escatológico: la esperanza del cumplimiento en Cristo de todas las cosas es un pensamiento constante del gran Pontífice y acaba por convertirse en motivo inspirador de todo su pensamiento y de toda su actividad. De aquí brotan sus incesantes llamamientos a la vigilancia y a las buenas obras.
Tal vez el texto más orgánico de san Gregorio Magno es la Regla pastoral, escrita en los primeros años de su pontificado. En ella san Gregorio se propone presentar la figura del obispo ideal, maestro y guía de su grey. Con ese fin ilustra la importancia del oficio de pastor de la Iglesia y los deberes que implica: por tanto, quienes no hayan sido llamados a tal tarea no deben buscarla con superficialidad; en cambio, quienes lo hayan asumido sin la debida reflexión, necesariamente deben experimentar en su espíritu una turbación. Retomando un tema predilecto, afirma que el obispo es ante todo el “predicador” por excelencia; como tal debe ser ante todo ejemplo para los demás, de forma que su comportamiento constituya un punto de referencia para todos. Una acción pastoral eficaz requiere además que conozca a los destinatarios y adapte sus intervenciones a la situación de cada uno: san Gregorio ilustra las diversas clases de fieles con anotaciones agudas y puntuales, que pueden justificar la valoración de quienes han visto en esta obra también un tratado de psicología. Por eso se entiende que conocía realmente a su grey y hablaba de todo con la gente de su tiempo y de su ciudad.
Sin embargo, el gran Pontífice insiste en el deber de que el pastor reconozca cada día su propia miseria, de manera que el orgullo no haga vano a los ojos del Juez supremo el bien realizado. Por ello el capítulo final de la Regla está dedicado a la humildad: “Cuando se siente complacencia al haber alcanzado muchas virtudes, conviene reflexionar en las propias insuficiencias y humillarse: en lugar de considerar el bien realizado, hay que considerar el que no se ha llevado a cabo”. Todas estas valiosas indicaciones demuestran el altísimo concepto que san Gregorio tiene del cuidado de las almas, que define “ars artium“, el arte de las artes. La Regla tuvo tanto éxito que pronto se tradujo al griego y al anglosajón, algo más bien raro.
También es significativa otra obra, los Diálogos, en la que al amigo y diácono Pedro, convencido de que las costumbres estaban tan corrompidas que no permitían que surgieran santos como en los tiempos pasados, san Gregorio demuestra lo contrario: la santidad siempre es posible, incluso en tiempos difíciles. Lo prueba narrando la vida de personas contemporáneas o fallecidas recientemente, a las que con razón se podría definir santas, aunque no estuvieran canonizadas. La narración va acompañada de reflexiones teológicas y místicas que hacen del libro un texto hagiográfico singular, capaz de fascinar a generaciones enteras de lectores. La materia está tomada de tradiciones vivas del pueblo y tiene como finalidad edificar y formar, atrayendo la atención de quien lee hacia una serie de cuestiones como el sentido del milagro, la interpretación de la Escritura, la inmortalidad del alma, la existencia del infierno, la representación del más allá, temas que requerían oportunas aclaraciones. El libro II está totalmente dedicado a la figura de san Benito de Nursia y es el único testimonio antiguo sobre la vida del santo monje, cuya belleza espiritual destaca en el texto con plena evidencia.
En el plan teológico que san Gregorio desarrolla a lo largo de sus obras, el pasado, el presente y el futuro se relativizan. Para él lo que más cuenta es todo el arco de la historia salvífica, que sigue realizándose entre los oscuros recovecos del tiempo. Desde esta perspectiva es significativo que introduzca el anuncio de la conversión de los anglos en medio del Comentario moral a Job: a sus ojos ese acontecimiento constituía un adelanto del reino de Dios del que habla la Escritura; por tanto, con razón se podía mencionar en el comentario a un libro sacro. En su opinión, los guías de las comunidades cristianas deben esforzarse por releer los acontecimientos a la luz de la palabra de Dios: en este sentido, el gran Pontífice siente el deber de orientar a pastores y fieles en el itinerario espiritual de una lectio divina iluminada y concreta, situada en el contexto de la propia vida.
Antes de concluir, es necesario hablar de las relaciones que el Papa san Gregorio cultivó con los patriarcas de Antioquía, de Alejandría e incluso de Constantinopla. Se preocupó siempre de reconocer y respetar sus derechos, evitando cualquier interferencia que limitara la legítima autonomía de aquellos. Aunque san Gregorio, en el contexto de su situación histórica, se opuso a que al Patriarca de Constantinopla se le diera el título “ecuménico”, no lo hizo por limitar o negar esta legítima autoridad, sino porque le preocupaba la unidad fraterna de la Iglesia universal. Lo hizo sobre todo por su profunda convicción de que la humildad debía ser la virtud fundamental de todo obispo, especialmente de un Patriarca.
En su corazón, san Gregorio fue siempre un monje sencillo; por ello, era firmemente contrario a los grandes títulos. Él quería ser —es expresión suya— servus servorum Dei. Estas palabras, que acuñó él, no eran en sus labios una fórmula piadosa, sino la verdadera manifestación de su modo de vivir y actuar. Estaba profundamente impresionado por la humildad de Dios, que en Cristo se hizo nuestro servidor, nos lavó y nos lava los pies sucios. Por eso, estaba convencido de que, sobre todo un obispo, debería imitar esta humildad de Dios, siguiendo así a Cristo. Su mayor deseo fue vivir como monje, en permanente coloquio con la palabra de Dios, pero por amor a Dios se hizo servidor de todos en un tiempo lleno de tribulaciones y de sufrimientos, se hizo “siervo de los siervos”. Precisamente porque lo fue, es grande y nos muestra también a nosotros la medida de su verdadera grandeza.