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SAN BEDA EL VENERABLE

Se celebra el 25 de mayo

 

Beda el Venerable, humilde y manso monje, pasó su vida alabando a Dios, buscándolo en la naturaleza y en la historia, pero más aún en la Escritura, estudiada con amor, profundizada a la luz de las más seguras tradiciones. Él, que siempre escuchó a los ancianos, ocupa hoy su lugar entre sus maestros, convertido él mismo en padre y doctor de la Iglesia de Dios. Escuchémoslo, en sus últimos años, resumir su vida:

«Sacerdote del monasterio de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo, nací en su territorio, y desde mis siete años no cesé de habitar en su casa, observando la Regla, cantando cada día en su iglesia, deleitándome en aprender, enseñar o escribir. Desde que recibí el presbiterado, redacté breves notas, para mis hermanos y para mí, sobre la sagrada Escritura en algunas obras, ayudándome con las expresiones de que se servían nuestros venerados padres, o ateniéndome a su manera de interpretación. Y ahora, buen Jesús, te suplico: tú que misericordiosamente has hecho que me abrevara en la dulzura de tu palabra, concédeme en tu bondad llegar al manantial, oh fuente de sabiduría, y contemplarte para siempre».

La conmovedora muerte del servidor de Dios no debía ser la menos preciosa de las lecciones que dejaría a los suyos. Los cincuenta días de la enfermedad que lo arrebató de este mundo los había transcurrido, como toda su vida, cantando salmos o enseñando.

[El siguiente diálogo ocurrió el último día de su existencia terrena con su discípulo,] el joven Wiberto: «Querido maestro, falta aún una frase». «Escríbela rápido», dijo. Y después de un momento: «Está terminado», dijo el joven. «Dices la verdad –respondió el bienaventurado–, está terminado. Toma mi cabeza entre tus manos y sosténla hacia el oratorio, porque es para mí una gran alegría verme frente al lugar santo donde tanto he orado». Y desde el pavimento de su celda, donde lo habían depositado, entonó: «Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo»; cuando hubo nombrado al Espíritu Santo, entregó su alma.

«¡Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo!». Es el canto de la eternidad; el ángel y el hombre no existían, y Dios, en el concierto de las tres divinas personas, se bastaba para su alabanza: alabanza adecuada, infinita, perfecta como Dios, la única digna de él. ¡Cómo el mundo, que tan magníficamente celebró a su autor por las mil voces de la naturaleza, permanecía por debajo del objeto de sus cantos! Sin embargo la creación misma estaba llamada a enviar al cielo un día el eco de la melodía trina y una; cuando el Verbo devino por el Espíritu Santo Hijo del hombre en María, como era Hijo del Padre, la resonancia creada del cántico eterno respondió en plenitud a las adorables armonías de las cuales la Trinidad guardaba primitivamente el secreto solo para ella. Desde entonces, para el hombre que sabe comprender, la perfección consistió en asimilarse al Hijo de María a fin de no formar sino uno con el Hijo de Dios, en el augusto concierto donde Dios encuentra su gloria. Has sido tú, oh Beda, ese hombre a quien fue dada la inteligencia. Era justo que el último suspiro fuera exhalado por tus labios con el canto de amor en el cual se había consumado para ti la vida mortal, marcando así tu entrada plena en la eternidad bienaventurada y gloriosa. Podamos nosotros aprovechar la suprema lección en la que se resumen las enseñanzas de tu vida tan grande y tan simple.

 

De El Año litúrgico de Próspero Guéranger, abad

 

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