Salmo del mediodía: Dios escucha mi voz y su paz rescata mi alma (sal 54)
LOS SALMOS QUE ACOMPAÑANA LAS HORAS DEL DÍA
Salmo del mediodía:
Dios escucha mi voz y su paz rescata mi alma (sal 54)
El título de la charla de hoy, “Dios escucha mi voz, su paz rescata mi alma”, está tomado del salmo 54, uno de los salmos que rezamos al mediodía, en la Hora Sexta. Lo rezamos al mediodía, a la hora en la que solemos hacer un alto para reponer las fuerzas y poder seguir el ritmo de la jornada; hora a la que llegamos muchas veces con el cúmulo de preocupaciones personales, laborales, familiares y sociales; hora en la que comenzamos a sentir el peso del cansancio, el torbellino de ansiedades… ¡Qué bien nos viene a esta hora del día este salmo para alzar nuestro pensamiento y nuestras manos al cielo e invocar el auxilio de Dios! Pidamos prestada la voz al salmista para poner letra a todo lo que nos pasa y quisiéramos presentar a nuestro Dios, para poder decirle desde lo más profundo de nuestro corazón: ¡Señor escucha mi voz, rescata mi alma!
Apenas nos asomamos a este salmo 54 vemos que aparecen dos voces: la voz del salmista y la voz del enemigo. La primera en aparecer es la voz del salmista, que al dirigirse a Dios se convierte en oración: “Dios mío, escucha mi oración, no te escondas, no te ocultes a mi súplica, préstame atención y respóndeme”. ¿Cómo Dios no escuchará, no atenderá a un alma que se dirige así con tanta espontaneidad y familiaridad: “no te escondas, préstame atención, respóndeme”? Después de esta invocación, de este llamado, describe la razón de este grito de auxilio: “Me agitan mis ansiedades”; algunas traducciones dicen: “me turban mis pensamientos”. Y expone enseguida la causa de esta turbación: la voz del enemigo: “me turba la voz del enemigo”. La voz del enemigo le roba la paz, lo llena de miedos, de temores. Y se explaya explicando a Dios todo el mal que le ocasiona el enemigo con sus voces. Lo llena con sus voces para sofocar en su corazón la voz de su Dios, porque sabe que en ella el salmista encontrará la paz. El enemigo nos ataca siempre con su voz para enredarnos en ella, infundir desconfianza, ensordecernos con ansiedades y preocupaciones que impiden percibir el susurro suave de la voz de Dios. Nos llena con torrentes de palabras y pensamientos vanos que nos dejan vacíos por dentro y nos sacan la paz. Aquí el salmista le pide a Dios que lo libre de esta voz que “lo devora como un huracán”, que lo aturde con el “torrente de sus lenguas”, que lo sacude como “la tormenta”. Sueña con tener “alas de palomas” para volar e huir a un lugar solitario, silencioso, donde sólo resuene la voz de Dios, donde no lo enrede el enemigo con “el torrente de sus lenguas”: “¡Quién me diera alas de paloma para volar! Emigraría lejos, habitaría en el desierto, me pondría enseguida a salvo de la tormenta, del huracán que devora, del torrente de sus lenguas!”
El salmista siente que el enemigo lo ronda para devorarlo. Esta imagen del enemigo que ronda a nuestro alrededor para cazarnos aparece muchas veces en la Biblia. En la carta de Pedro leemos: “Estén siempre alertas, porque su enemigo, el demonio, ronda como un león rugiente, buscando a quién devorar” (1 Pe 5.8). Pedro esto lo sabe por experiencia propia. Él sufrió como nadie este ataque del demonio que lo llenó de miedos y lo llevó a negar a su Maestro, al que tanto amaba y por quién había jurado dar la vida. Muchos son los salmos que hacen alusión a estas acechanzas del enemigo. El salmo 9 describe con lujo de detalles esta táctica del enemigo: “el enemigo se sienta al acecho para matar a escondidas al inocente; sus ojos espían al pobre, acecha en su escondrijo, como león en su guarida, acecha al desgraciado para robarlo y arrastrarlo a sus redes”. Es bueno conocer sus tácticas para no caer en sus redes. Dice que “se esconde como el león en su cueva”, estudiando silenciosamente el momento propicio para atacar la presa; ese momento propicio es la debilidad, el sufrimiento, la vulnerabilidad. Por eso dice: “acecha al desgraciado”, al que se encuentra en una situación poco feliz; “sus ojos espían al pobre”, al que no tiene nada, al desvalido, al que se siente sin fuerzas; lo espía para lanzarse sobre él en su peor momento, en el momento de mayor debilidad. Aprovecha nuestras situaciones incluso de pecado para hundirnos en la tristeza y la desesperanza, apartándonos de toda esperanza de perdón, de regreso al Señor. El enemigo es muy astuto, sabe darnos en el lado más vulnerable; está constantemente espiándonos. Ese momento de mayor debilidad y vulnerabilidad puede ser una enfermedad, “una pandemia inesperada”, una situación económica difícil, un problema familiar, laboral, social, la pérdida de un trabajo, de un ser querido, tantas cosas de nuestra vida cotidiana, hasta nuestros propios pecados. Ya desde las primeras páginas de la Biblia Dios nos advierte sobre esta astucia del enemigo. Se lo advirtió a Caín, cuando debilitado por los celos quiso matar a su hermano Abel. Caín se había enojado mucho y se contrarió de tal manera que empezó a caminar a ras de tierra, con los ojos fijos en el suelo (ya no los levantaba al cielo). Entonces, Dios, para salvarlo de las redes del enemigo le dijo: “Caín, ¿por qué andas irritado y porqué se ha abatido tu rostro? Si obras bien podrás levantarlo, pero si obras mal, a la puerta está el pecado (el demonio) acechando como fiera que te codicia y a quien tienes que dominar” (Gn 4).
El salmista de nuestro salmo 54 va describiendo el obrar de este enemigo que le saca la paz. Explica cómo se introduce en su vida: siembra discordia y violencia, divide, mentira, separa de Dios. Todos pecados que se cometen con la lengua; “su boca es más blanda que la manteca, pero desea la guerra, sus palabras son más suaves que el aceite, pero son puñales”. Sus palabras nos dividen por dentro, nos matan como un puñal. El enemigo no es nunca un personaje abstracto. Para actuar necesita siempre la colaboración del hombre, obra a través nuestro. Por eso se apodera del corazón del hombre y a través de él profiere palabras que matan como puñales. Este es el triunfo más grande del enemigo: tomarnos de tal manera y usarnos para que matemos al hermano con palabras como puñales. ¿Cuál es el remedio para librarnos de ello? Dirigirnos a Dios, suplicarle, orar, pedirle a Dios que nos salve, confesarle nuestra debilidad y reconocer que solos no podemos. Aprendamos a decir con el salmista: “Pero yo invoco a Dios y el Señor me salva”, lo invoca todo el día: “por la tarde, en la mañana, al mediodía”. En esta oración recupera la paz. Por eso exclama: “Dios escucha mi voz, su paz rescata mi alma”. La paz le viene no tanto porque el enemigo cese en sus ataques (lo seguirá intentando hasta el final de sus días), sino porque Dios lo escucha y lo rescata de la guerra que le hace el enemigo. Y termina con un consejo para todos aquellos que se sufran su misma situación: “Encomienda a Dios tus afanes que él te sostendrá, no permitirá jamás que caigas”.
Y la última palabra que pronuncia en esta larga oración es: “Señor, yo confío en ti”. Aquél que había comenzado turbado, confundido y aturdido por las voces del enemigo, termina sereno y confiado, pacificado en el Señor. “Yo confío en ti”. Se pone totalmente en sus manos. Ya no teme ningún mal, porque sabe que el Señor, “el que reina desde siempre” se ocupará y lo salvará: “Yo confío en ti”.
Hagamos nuestra esta oración del salmista. Dios no permitirá jamás que caigamos en las redes del malvado. Esta es nuestra paz. Esta era la paz de nuestros padres en la fe: de Abrahám, de Moisés, y de tantos otros. La Biblia nos trae innumerables que nos hablan de esta confianza absoluta en el que el Señor se encargará de luchar por nosotros. Israel era un pueblo guerreo, sabía de batallas, de enemigos, y de enemigos más fuertes que él. La mayoría de las veces se encontraba en inferioridad de condiciones respecto de sus enemigos; la desventaja solía ser muy grande: los ejércitos enemigos solían ser numerosos, poderoso, más avisados que el suyo. Pero vencían porque era Dios quien peleaba por ellos. El segundo libro de las Crónicas nos narra una de estas batallas que ilustran muy bien nuestro salmo. La historia se narra en el capítulo 20: Josafat era el jefe del pueblo. Se acercan a él unos mensajeros para avisarle: “Viene contra ti una gran muchedumbre de gentes”. “Josafat – sigue diciendo el texto – tuvo miedo y se dispuso a buscar al Señor y oró diciendo: Señor, Dios de nuestros padres ¿no eres tú Dios en el cielo y no dominas tú en todos los reinos de las naciones? ¿No está en tu mano el poder y la fortaleza, sin que nadie pueda resistirte? Oh Dios nuestro, nosotros no tenemos fuerza contra esta gran multitud que viene contra nosotros y no sabemos qué hacer. Pero nuestros ojos se vuelven a Ti”…Al día siguiente dijo al pueblo: ¡tengan confianza en el Señor su Dios y estarán seguro! Y marcharon alabando al Señor y cantando: ¡Alaben al Señor porque es bueno, porque su amor es eterno! Y en el momento en que comenzaron las alabanzas, el Señor puso emboscadas contra los enemigos para aniquilarlos… Y el terror de Dios cayó sobre todos los reinos de los países cuando supieron que Dios había peleado contra los enemigos de Israel. El reinado de Josafat fue tranquilo y su Dios le dio paz por todos lados”.
Ciertamente esta historia, y muchas otras que narra la Biblia, está detrás de este salmo. En ellas se apoya la fe del salmista para recurrir a Dios y pedirle que escuche su voz y su paz rescate su alma. Apoyémonos también nosotros en esta historia de salvación que es también nuestra. El Dios al cual nosotros rezamos e invocamos es este mismo Dios que siempre luchó contra el enemigo y rescató con su paz a su pueblo. Lo mismo podemos constatar en el evangelio. Son muchísimos los relatos que nos narran cómo Jesús expulsa al enemigo y devuelve la paz. Pensemos en el endemoniado de Gerasa. Cuando Jesús lo libra de los demonios, la gente del pueblo que se entera va a ver lo sucedido y “encuentran al hombre al hombre del que habían salido los demonios, sentado, vestido, en su sano juicio, totalmente pacificado, a los pies de Jesús” (Lc 8,35). Estos milagros no eran sino presagios de la definitiva y última victoria de Cristo que en la cruz derrotó para siempre a este temible enemigo. El Padre al resucitar a Cristo nos mostró que Dios es el más fuerte y que la batalla, nuestra batalla ya está ganada si recurrimos a él y nos abandonamos enteramente en sus manos. No nos cansemos de decirle con el salmista: “Señor, confío en ti, porque escuchas mi oración y tu paz rescata mi alma”.
Concluyamos con una bellísima interpretación de san Agustín sobre este salmo. Con todo realismo nos dice que ciertamente podemos tener enemigos que nos hagan sufrir, hermanos que, por celos o envidias, se vuelven enemigos. A veces es más fácil soportar al Enemigo con mayúscula (el demonio) que al enemigo de carne y hueso que está a mi lado. El mismo salmo lo dice: “si me enemigo me injuriase lo aguantaría, pero eres tú mi compañero, mi amigo y confidente; juntos íbamos a la Casa de Dios”. Pero Agustín dice que detrás de este enemigo humano está siempre el Enemigo más grande que quiere que caigamos por el odio en sus redes. Cuando acumulamos ira o rabia contra hermano que me hace sufrir, de repente caemos en el odio y entonces sí que habrá sido un triunfo del enemigo. Pero si nos volvemos a Dios y rezamos y le pedimos que nos ayude, que él tome las riendas, que nos enseñe a sacar fruto de ese sufrimiento, que nos haga amar a aquél que se ha vuelto mi enemigo, el triunfo será de Dios, el amor de Dios que triunfa en nuestros corazones. Es por eso que debemos rezar siempre. La oración todo lo cambia y transforma y nos asegura el triunfo del amor. He aquí el texto de Agustín:
“El cristiano no debe odiar a aquél que lo hace sufrir, sino más bien debe entregarse a la oración para no perder el amor. Pues no debemos temer que el enemigo cause algún mal. Hablará contra ti, te ultrajará, se ensañará con injurias; pero a ti, ¿qué te importa? “Gozaos – dice el Señor – y regocijaos porque es grande vuestra recompensa en los cielos”. El enemigo acumula en la tierra injurias, tú tesoros en el cielo. podrá causarte algún mal mayor; tú, a quien se dice: No temáis a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma, estate seguro. ¿Qué debes temer cuando soportas al enemigo? Que mate el amor con que le amas. Imagínate a un enemigo declarado que desee de ti lo que ve, lo mundano, y a otro enemigo oculto que desee algún bien tuyo oculto y se esfuerza por arrebatar y destruir tus tesoros interiores. El hombre, es el enemigo que se, el diablo, el que no se ve. El enemigo a quien ves pretende abatirte en lo que le aventajas. Por ejemplo, si le superas en riquezas, intenta empobrecerte; si en honor, desea humillarte; si en valor, quiere debilitarte; sólo mira en ti el modo de arruinarte o de despojarte de aquello por lo que le aventajas. El enemigo oculto te quiere despojar de aquello por lo que es vencido. El hombre supera al hombre en bienestar humano; al demonio, en el amor al enemigo. Procura conservar en tu corazón el amor al enemigo, por el cual vences al diablo”.