Sagrada Familia, ciclo B

ORACIÓN A LA SAGRADA FAMILIA

Jesús, María y José:

en ustedes contemplamos

el esplendor del verdadero amor;

a ustedes, confiados,

nos dirigimos.

Santa Familia de Nazaret,

que también nuestras familias sean

lugar de comunión

y cenáculo de oración,

auténticas escuelas del Evangelio

y pequeñas Iglesias domésticas.

Jesús, María y José,

escuchen nuestra súplica.

FRANCISCO

 

Oración Colecta: Dios y Padre nuestro, que en la Sagrada Familia nos ofreces un verdadero modelo de vida, concédenos que, imitando en nuestros hogares las mismas virtudes y unidos por el amor, podamos llegar, todos juntos, a gozar de los premios eternos en la casa del cielo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo, en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

 

En este primer domingo después de Navidad, la Liturgia nos invita a celebrar la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret. En efecto, cada belén nos muestra a Jesús junto a la Virgen y a san José, en la cueva de Belén. Dios quiso nacer en una familia humana, quiso tener una madre y un padre, como nosotros. Hoy, nuestra mirada a la Sagrada Familia se deja atraer también por la sencillez de la vida que ella lleva en Nazaret. Es un ejemplo que hace mucho bien a nuestras familias, les ayuda a convertirse cada vez más en una comunidad de amor y de reconciliación, donde se experimenta la ternura, la ayuda mutua y el perdón recíproco. Recordemos las tres pala

bras clave para vivir en paz y alegría en la familia: permiso, gracias, perdón. Cuando en una familia no se es entrometido y se pide “permiso”, cuando en una familia no se es egoísta y se aprende a decir “gracias”, y cuando en una familia uno se da cuenta que hizo algo malo y sabe pedir “perdón”, en esa familia hay paz y hay alegría. Recordemos estas tres palabras. Pero las podemos repetir todos juntos: permiso, gracias, perdón. Desearía alentar también a las familias a tomar conciencia de la importancia que tienen en la Iglesia y en la sociedad. El anuncio del Evangelio, en efecto, pasa ante todo a través de las familias, para llegar luego a los diversos ámbitos de la vida cotidiana. Invoquemos con fervor a María santísima, la Madre de Jesús y Madre nuestra, y a san José, su esposo. Pidámosle a ellos que iluminen, conforten y guíen a cada familia del mundo, para que puedan realizar con dignidad y serenidad la misión que Dios les ha confiado.

FRANCISCO

 

Del libro del Eclesiástico 3,3-7.14-17

El que honra a su padre expía sus pecados y el que respeta a su madre es como quien acumula un tesoro. El que honra a su padre encontrará alegría en sus hijos y cuando ore, será escuchado. El que respeta a su padre tendrá larga vida y el que obedece al Señor da tranquilidad a su madre. El que teme al Señor honra a su padre y sirve co

mo a sus dueños a quienes le dieron la vida. La ayuda prestada a un padre no caerá en el olvido y te servirá de reparación por tus pecados. Cuando estés en la aflicción, el Señor se acordará de ti, y se disolverán tus pecados como la escarcha con el calor. El que abandona a su padre es como un blasfemo y el que irrita a su madre es maldecido por el Señor. Hijo mío, realiza tus obras con modestia y serás amado por los que agradan a Dios.

 

Salmo responsorial: Sal 127,1-5

R/ Dichosos todos los que temen al Señor y siguen sus caminos.

Dichoso el que teme al Señor, y sigue sus caminos! Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien. R/

Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa; tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa. R/

Esta es la bendición del hombre que teme al Señor. Que el Señor te bendiga desde Sión, que veas la prosperidad de Jerusalén, todos los días de tu vida. R/

De la carta a los Colosenses 3,12-21

Hermanos: Como elegidos de Dios, sus santos y amados, revístanse de sentimientos de profunda compasión. Practiquen la benevolencia, la humildad, la dulzura, la paciencia. Sopórtense los unos a los otros, y perdónense mutuamente siempre que alguien tenga motivo de queja contra otro. El Señor los ha perdonado: hagan ustedes lo mismo. Sobre todo, revístanse del amor, que es el vínculo de la perfección. Que la paz de Cristo reine en sus corazones: esa paz a la que han sido llamados, porque formamos un solo Cuerpo. Y vivan en la acción de gracias. Que la Palabra de Cristo habite en ustedes con toda su riqueza. Instrúyanse en la verdadera sabiduría, corrigiéndose los unos a los otros. Canten a Dios con gratitud y de todo corazón salmos, himnos y cantos inspirados. Todo lo que puedan decir o realizar, háganlo siempre en Nombre del Señor Jesús, dando gracias por Él a Dios Padre. Mujeres, respeten a su marido, como corresponde a los discípulos del Señor. Maridos, amen a su mujer, y no le amarguen la vida. Hijos, obedezcan siempre a sus padres, porque esto es agradable al Señor. Padres, no exasperen a sus hijos, para que ellos nos se desanimen.

 

Evangelio según san Lucas 2,22-40

Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: “Todo varón primogénito será consagrado al Señor”. También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: “Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel”. Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: “Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos”. Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con Él.

 

Y he aquí que había en Jerusalén un hombre de nombre Simeón, era un hombre justo y temeroso de Dios, que esperaba la consolación de Israel. El nacimiento del Señor es atestiguado no solo por los ángeles y los profetas, no solo por los pastores y los parientes, sino también por los ancianos y los justos. Toda edad, uno y otro sexo, así como los prodigios de los acontecimientos, edifican la fe: concibe una virgen, da a luz una estéril y habla un mudo, Isabel profetiza, un mago adora, un niño encerrado en el seno materno salta de gozo, una viuda da gracias, un justo espera. Y ciertamente es justo, pues no buscaba su propia gracia, sino la del pueblo, deseando él mismo ser liberado de los lazos de su cuerpo frágil, pero esperando ver al prometido; en efecto, sabía que serían dichosos los ojos que lo vieran.

Ahora –dice– puedes dejar partir a tu siervo. Considera a este justo, encerrado, por así decir, en la prisión de este cuerpo gravoso, que desea ser liberado para comenzar a estar con Cristo, pues es mucho mejor ser liberado y estar con Cristo. Mas aquel que desea que lo dejen partir, que venga al templo, que venga a Jerusalén, que espere al Cristo del Señor, que reciba en sus manos al Verbo de Dios y lo estreche con los brazos de su fe. Entonces lo dejarán partir, a fin de que no vea la muerte el que ha visto la vida.

San Ambrosio

Share the Post