Sábado Santo: Resucité y estoy siempre contigo. Salmo 138
Vivir el Triduo Pascual de la mano de los Salmos
Sábado Santo: Resucité y estoy siempre contigo. Salmo 138
Los discípulos estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y del bullicio, duerme tranquilo, confiado en el Padre. Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (Papa Francisco, 27 de marzo 2020)
Con estas palabras el Papa Francisco nos describía, en el Momento extraordinario de oración con ocasión de la pandemia, la situación de los discípulos en la escena de la tempestad calmada. También hoy la tempestad de la Pasión de Cristo se ha serenado. Sin embargo todavía hoy, en este Sábado Santo, el Rey está dormido. Está durmiendo el sueño de la muerte de cruz, que es la nueva popa que ya no se hundirá jamás. El Señor todavía está oculto en el seno de la tierra, como un grano caído en tierra pero ya dispuesto a dar brote, a producir el retoño de una vida nueva.
Hemos recorrido estos días de la mano de los salmos desde el Cenáculo al Gólgota para llegar luego al jardín, al huerto donde en un sepulcro nuevo yace dormido el Nuevo Adán, que gracias a su obediencia, supo unir su voluntad a la del Padre, acogerla y finalmente recibir la verdadera vida, la plenitud de una relación fecunda, plena, vivificante, con tal fuerza de amor que fue capaz de vencer la muerte. Solo la fuerza del verdadero amor vence la muerte. También en nuestra vida.
Por eso en el gran silencio de este día, que es un silencio de expectación, comienzan a resonar los ecos de este amor vivificante: Resucité y estoy siempre contigo.
Estas bellísimas palabras, puestas en labios de Cristo por la tradición de la Iglesia, resuenan al inicio de la Misa de Pascua. Son palabras que nos hablan de esta relación fundamental de Jesús con el Padre, de este amor tan grande que no fue vencido ni siquiera por la muerte. Cuando la Iglesia quiere introducirnos en el misterio de la Resurrección toma las palabras de este salmo y las pone en labios de Cristo como una plegaria de admiración, al despertar del sueño de la muerte.
El Papa Benedicto comentándolas dice:
La liturgia ve en este versículo las primeras palabras del Hijo dirigidas al Padre después de su resurrección, después de volver de la noche de la muerte al mundo de los vivientes. La mano del Padre lo ha sostenido también en esta noche, y así Él ha podido levantarse, resucitar.
Este Salmo es un canto de asombro por la omnipotencia y la omnipresencia de Dios; un canto de confianza en aquel Dios que nunca nos deja caer de sus manos. Y sus manos son manos buenas.
Son palabras de agradecimiento y confianza, como palabras del Resucitado dirigida al Padre: “Sí, he hecho el viaje hasta lo más profundo de la tierra, hasta el abismo de la muerte y he llevado la luz; y ahora he resucitado y estoy agarrado para siempre de tus manos”.
Pero estas palabras del Resucitado al Padre se han convertido también en las palabras que el Señor nos dirige: “He resucitado y ahora estoy siempre contigo”, dice a cada uno de nosotros. Mi mano te sostiene. Dondequiera que tu caigas, caerás en mis manos. Estoy presente incluso a las puertas de la muerte. Donde ya nadie puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo y transformo para ti las tinieblas en luz. (7 de abril de 2007)
En medio de todas las tempestades de la vida el Señor nos dice hoy a nosotros estas palabras: Resucité y estoy siempre contigo. No temas, no estás solo. Experimenté toda tu desolación para estar siempre a tu lado. Ánimo, abre el corazón a mi amor. Sentirás el consuelo de Dios que te sostiene. (Papa Francisco, Domingo de Ramos 2020)
Por eso, en este día, estamos invitados a una espera orante, a una contemplación serena del sueño de Cristo, que con palabras también de este salmo 138 parece decir dirigiéndose al Padre: Si subo al cielo, allí estás tú, si bajo al abismo, allí te encuentro… Porque ni la tiniebla es oscura para ti; la noche es clara como el día; para ti las tinieblas son como luz (Sal 138, 8.12).
Y esta luz es el amor de Cristo por los hombres, por nosotros, por cada uno, que hace nacer la esperanza en medio de la oscuridad:
El Sábado Santo es como la «tierra de nadie», entre la muerte y la resurrección, pero en esta «tierra de nadie» ha entrado Uno, el Único que la ha recorrido con los signos de su Pasión por el hombre: «Passio Christi. Passio hominis».
Quiere decir que Dios, hecho hombre, llegó hasta el punto de entrar en la soledad máxima y absoluta del hombre, a donde no llega ningún rayo de amor, donde reina el abandono total sin ninguna palabra de consuelo. Jesucristo, permaneciendo en la muerte, cruzó la puerta de esta soledad última para guiarnos también a nosotros a atravesarla con él. Todos hemos experimentado alguna vez una sensación espantosa de abandono, y lo que más miedo nos da de la muerte es precisamente esto, como de niños tenemos miedo a estar solos en la oscuridad y sólo la presencia de una persona que nos ama nos puede tranquilizar. Esto es precisamente lo que sucedió en el Sábado Santo: en el reino de la muerte resonó la voz de Dios. Sucedió lo impensable: es decir, penetró el Amor; incluso en la oscuridad máxima de la soledad humana más absoluta podemos escuchar una voz que nos llama y encontrar una mano que nos toma y nos saca afuera. El ser humano vive por el hecho de que es amado y puede amar; y si el amor ha penetrado incluso en el espacio de la muerte, entonces hasta allí ha llegado la vida. En la hora de la máxima soledad nunca estaremos solos: «Passio Christi. Passio hominis». (Benedicto XVI, 2 de mayo de 2010)
Hoy también nosotros, después de haber acompañado al Señor en su camino de cruz, dejamos que esta presencia que ha vencido nuestra soledad más profunda penetre como un bálsamo en nuestro corazón y en nuestra alma, mientras nos preparamos a la gran irrupción de la luz pascual. Y lo hacemos meditando este salmo 138, que justamente, como decía el Papa Benedicto, es un himno a la omnipresencia de Dios. Podemos decir que toda la experiencia del salmista se basa en la percepción de esta presencia de Dios, en su reconocerse mirado y escrutado por Él. Lejos de ser una mirada que lo invade o lo oprime, esta mirada divina es una baño de luz que lo crea y lo recrea, una mirada de reconocimiento que lo abre a la relación. Y así se halla el salmista: sereno ante la mirada de Dios. Así estaba también Cristo en su Pasión, así debemos estar también nosotros: abiertos a la mirada del Señor que no nos deja caer de su manos, nos asegura su presencia, su providencia:
Señor, tú me sondeas y me conoces:
me conoces cuando me siento o me levanto,
de lejos penetras mis pensamientos;
distingues mi camino y mi descanso,
todas mis sendas te son familiares;
no ha llegado la palabra a mi lengua,
y ya, Señor, te la sabes toda.
Me estrechas detrás y delante,
me cubres con tu palma.
Tanto saber me sobrepasa;
es sublime, y no lo abarco.
Todo el vocabulario del orante intenta abarcar al máximo su experiencia vital: sentarse y levantarse, como imagen de muerte y resurrección; pensamientos y palabras, como expresión de sus facultades; camino y descanso, como manifestación de sus obras. Y todo esto bañado, acariciado por la mirada, el conocimiento y la presencia de Dios.
¿A dónde iré lejos de tu aliento,
a dónde escaparé de tu mirada?
Si escalo el cielo, allí estás tú;
si me acuesto en el abismo, allí te encuentro;
si vuelo hasta el margen de la aurora,
si emigro hasta el confín del mar,
allí me alcanzará tu izquierda,
me agarrará tu derecha.
Si digo: “Que al menos la tiniebla me encubra,
que la luz se haga noche en torno a mí”,
ni la tiniebla es oscura para ti,
la noche es clara como el día.
Con imágenes espaciales incluso extremas (cielo y abismo, margen de la aurora y confín del mar, noche y día) el salmista manifiesta con asombro en estos versículos que Dios está en todas partes, y a través de metáforas de intimidad y de amor, (aliento y mirada, cercanía y abrazo) constata que siempre se halla en compañía, siempre custodiado y protegido.
El momento culminante de este descubrimiento es el reconocerse creado por Dios, tejido en el seno materno, pensado desde toda la eternidad, esperado, conocido y sostenido. El hombre no es fruto del azar. Ha sido deseado y amado por Dios y Él es el fundamento su existencia.
Tú has creado mis entrañas,
me has tejido en el seno materno.
Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente,
porque son admirables tus obras;
conocías hasta el fondo de mi alma,
no desconocías mis huesos.
Cuando, en lo oculto, me iba formando,
y entretejiendo en lo profundo de la tierra,
tus ojos veían mis acciones,
se escribían todas en tu libro;
calculados estaban mis días,
antes que llegase el primero.
Ahora el salmista da libre curso a su dicha, a su alabanza y admiración, para concluir en una sublime afirmación: todo puede desaparecer, todo puede no estar, lo importante es que esté Dios, aún me quedas tú. Las palabras latinas de este versículo son las que la liturgia pone en labios de Cristo para manifestar esta experiencia de resurrección al saberse cobijado en el regazo divino: Resucité y estoy siempre (aún, todavía) contigo. Jesús, como el salmista, sabe que no hay lugar ni experiencia, ni siquiera la muerte, en la que Dios no esté presente. Aquí se nos termina de revelar el sentido último de estas palabras.
Qué incomparables encuentro tus designios,
Dios mío, qué inmenso es su conjunto:
si me pongo a contarlos, son más que arena;
si los doy por terminados, aún me quedas tú.
Los versículos que siguen manifiestan la realidad del mal que siempre acecha al hombre y que puede llevarlo a no aceptar esta presencia y a revelarse. La antítesis de esto es la actitud de Cristo frente al mal, es decir, asumirlo y redimirlo, transformarlo en un bien mayor. Como nos decía el Papa Francisco: la fuerza de Dios es convertir en algo bueno todo lo que nos sucede. (27 de marzo 2020)
Dios mío, ¡si matases al malvado,
si se apartasen de mí los asesinos
que hablan de ti pérfidamente,
y se rebelan en vano contra ti!
¿No aborreceré a los que te aborrecen,
no me repugnarán los que se te rebelan?
Los odio con odio implacable,
los tengo por enemigos.
Finalmente el orante suplica a Dios (con seis imperativos entre los que se destaca el conocimiento) no perder esta presencia, antes bien, que ella se renueve y se haga cada vez más profunda, para seguir gozando serenamente de pertenecerle.
Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno.
Pidamos, pues, en esta hora de la historia, en este día de espera y de contemplación aguardando la luz de la Resurrección, que el Señor nos conceda participar hondamente de su experiencia pascual y digámosle con las palabras del Papa Benedicto: Señor, demuestranos también hoy que el amor es más fuerte que el odio. Que el amor es más fuerte que la muerte. Baja también a las noches de nuestro tiempo moderno y toma de la mano a los que esperan. ¡Llévalos a la luz! ¡Estate también conmigo en mis noches oscuras y llévame fuera!¡Ayúdanos a llegar al “sí” del amor, que nos hace bajar y precisamente así subir contigo! Amén. (7 de abril de 2007).
Y también con el poeta roguemos al Señor en esta Pascua que su mirada purifique la nuestra para verlo y descubrirlo presente en medio de nuestra historia allí donde Él quiera revelarse para salvar, curar y amar como solo Él sabe hacerlo:
Oh Dios, Gran Ojo,
pues eso significa tu nombre,
Vigía omnipresente
que todo lo ves y conoces.
Haz que también nosotros te veamos
sea que Tú resplandezcas en la claridad
sea que te incubes como la sombra de la noche.
Y allí donde te pensamos ausente,
como en la injusticia y el sufrimiento,
sobre todo allí te reveles
con toda la potencia de tu amor. Amén. (D. Turoldo)