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¿Qué tengo que hacer, Señor?

Textos comentados en la Sexta charla del Tiempo Pascual:

¿Qué tengo que hacer, Señor?

Esteban, lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba de pie a la derecha de Dios y dijo: Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie, a la diestra de Dios. Entonces, gritando fuertemente se taparon sus oídos y se precipitaron todos a una sobre él; le echaron fuera de la ciudad y empezaron a apedrearlo. Los testigos pusieron sus vestidos a los pies de un joven llamado Saulo. Mientras lo apedreaban, Esteban hacía esta invocación: Señor Jesús, recibe mi espíritu. Después dobló las rodillas y dijo con fuerte voz: Señor, no le tengas en cuenta este pecado. Y diciendo esto se durmió. Saulo aprobaba su muerte. Aquel día se desató una gran persecución contra la Iglesia de Jerusalén. Entretanto Saulo hacía estragos en la Iglesia, entraba por las casas, se llevaba por la fuerza hombres y mujeres, y los metía en la cárcel(Hech 7,55-8,3).

 

La muerte de los mártires es semilla de nuevos cristianos. (Tertuliano).

 

El grano de trigo que cae en tierra y muere da muchos frutos (Jn 12,24)

 

Señor, cuando se derramó la sangre de tu testigo Esteban, yo también me hallaba presente, y estaba de acuerdo con los que lo maltrataban y guardaban sus vestidos (Hech 22,20).

 

Yo mismo encerré a muchos santos en las cárceles y cuando se los condenaba a muerte, yo contribuía con mi voto (Hech 26,10).

 

Entretanto Saulo, respirando todavía amenazas y muertes contra los discípulos del Señor, se presentó al Sumo Sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, para que si encontraba algunos de los seguidores del Camino, hombres y mujeres, los pudiera llevar atados a Jerusalén. Sucedió que, yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó una voz que le decía: Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues? Él respondió: ¿quién eres, Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer. Los hombres que iban con él se habían detenidos mudos de espanto; oían la voz pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada. Lo llevaron de la mano y lo hicieron entrar en Damasco. Pasó tres días sin ver, sin comer y sin beber. Había en Damasco un discípulo llamado Ananías. El Señor le dijo en una visión: Ananías. Él respondió: Aquí estoy, Señor. Y el Señor: Levántate y vete a la calle Recta y pregunta en casa de Judas, por uno de Tarso llamado Saulo; mira está en oración y ha visto que un hombre llamado Ananías entraba y le imponía las manos para devolverle la vista. Respondió Ananías: Señor, he oído a muchos hablar de ese hombre y de los muchos males que ha causado a tus santos en Jerusalén, y que está aquí con poderes de los sumos sacerdotes para apresar a todos los que invocan tu nombre. El Señor le contestó: Vete, pues, este me es un instrumento de elección que lleve mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre. Fue Ananías. Entró en la casa, le impuso las manos y le dijo: Saulo, hermano, me ha enviado a ti el Señor Jesús, el que se te apareció por el camino donde venías, para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo. Al instante cayeron de sus ojos unas como escamas y recobró la vista y fue bautizado. Tomó alimento y recobró las fuerzas (Hech 9, 1-19).

 

Este viraje de su vida, esta transformación de todo su ser no fue fruto de un proceso psicológico, de una maduración o evolución intelectual y moral, sino que llegó desde fuera; no fue fruto de su pensamiento, sino del encuentro con Jesucristo. En este sentido, no fue sólo una conversión, una maduración de su yo; fue muerte y resurrección para él mismo; fue una pascua: murió una existencia suya y nació otra nueva con Cristo resucitado. El encuentro con Cristo lo cambió totalmente; cambió todo su ser, todos sus valores, todos sus parámetros. Ahora puede decir que lo que para él antes era esencial y fundamental, ahora se ha convertido en basura; ya no es ganancia sino pérdida, porque ahora sólo cuenta la vida en Cristo (Benedicto XVI).

 

Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo, por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura para ganar a Cristo. Fui alcanzado por Cristo Jesús (Flp 3,8).

 

Todos los que lo oían quedaban atónitos y decían: ¿no es éste el que en Jerusalén perseguía encarnizadamente a los que invocaban el nombre de Jesús? (Hech 9,21).

 

Pablo crecía y confundía a los judíos que vivían en Damasco demostrándoles que Jesús era el Cristo. Al cabo de bastante tiempo los judíos tomaron la decisión de matarlo (9,23.25).

 

Yendo de camino, estando ya cerca de Damasco, hacia el mediodía, me envolvió de repente una gran luz venida del cielo (Hech 22,6).

Al mediodía, yendo de camino, vino una luz venida del cielo, más resplandeciente que el sol, que me envolvió a mi y a mis compañeros en su resplandor (Hech 26,12-13).

 

Caímos todos en tierra y yo oí una voz que me decía en lengua hebrea: Saulo, Saulo ¿por qué me persigues? Yo respondí: ¿Quién eres Señor? Y me dijo el Señor: Yo soy Jesús a quién tú persigues. Los que estaban conmigo vieron la luz, pero no oyeron la voz del que me hablaba. Yo dije: ¿Qué tengo que hacer, Señor? (Hech 26,14 ss).

 

Una cosa te falta: vende lo que tienes y dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme. Abatido por estas palabras, se marchó muy triste porque tenía muchos bienes (Mc 10,21-22).

 

Un tal Ananías vino a verme y presentándose ante mí me dijo: Saulo, hermano, recobra la vista. Y en aquel momento lo pude ver. Él me dijo: el Dios de nuestros padres te ha destinado para que conozcas su voluntad, veas al Justo y escuches la voz de sus labios. Y ahora ¿qué esperas?. ¡Levántate! (Hech 22,12-16).

 

¿Quién puede en adelante desesperar, cualquiera sea la magnitud de sus faltas, al oír que Saulo, respirando todavía amenazas y muertes contra los discípulos del Señor, es convertido súbitamente en vaso de elección? ¿Quién, oprimido por el peso de la iniquidad, dirá: «Ya no puedo levantarme, no puedo llevar una vida mejor», cuando, en el mismo camino en el que respiraba amenazas –sediento de la sangre de los cristianos–, el cruel perseguidor se transforma de repente en fidelísimo predicador? En esta conversión única se manifiesta con todo su esplendor la grandeza de la misericordia y la eficacia de la gracia.

¿Qué he de hacer, Señor? Palabra concisa, pero plena, viva y eficaz, y digna de que todos la hagan suya. ¡Qué pocos son aquellos que siguen este perfecto modelo de obediencia, que renuncian a su propia voluntad y no disponen ni de su propio corazón, de manera que buscan en todo momento no lo que ellos desean sino lo que desea Dios, repitiendo sin cesar: ¿Qué he de hacer, Señor? (San Bernardo).

 

Ananías, ¿por qué tienes miedo de ir a quien ya no es lobo? Temías al lobo, pero el Señor tu Dios te responde: ‘Del lobo hice una oveja, de la oveja hago un pastor’… Si Pablo fue curado, ¿por qué he de perder yo la esperanza? Si tan gran médico sanó a enfermo tan desesperado, ¿por qué no he de aplicar yo aquellas manos a mis heridas? ¿No he de apresurarme entonces a acudir a tales manos? También tú, después de escuchar que Cristo ha venido por los pecadores, no te quedes dormido sobre un suave lecho; escucha más bien al mismo Pablo que dice: Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará (San Agustín).

 

¡Qué poco necesitó Cristo Señor para salvar a su enemigo, para derribar con una voz de lo alto al perseguidor y levantar al predicador! (San Agustín).

 

Quien quiera evitar el sufrimiento, mantenerlo lejos de sí, mantiene lejos la vida misma y su grandeza; no puede ser servidor de la verdad, y así servidor de la fe. No hay amor sin sufrimiento, sin el sufrimiento de la renuncia a sí mismos, de la transformación y purificación del yo por la verdadera libertad. Donde no hay nada por lo que valga la pena sufrir, incluso la vida misma pierde su valor. La eucaristía, el centro de nuestro ser cristianos, se funda en el sacrificio de Jesús por nosotros, nació del sufrimiento del amor, que en la cruz alcanzó su culmen. Nosotros vivimos de este amor que se entrega. Este amor nos da la valentía y la fuerza para sufrir con y por Cristo en este mundo, sabiendo que precisamente así nuestra vida se hace grande, madura y verdadera.

En esta hora damos gracias al Señor porque llamó a san Pablo, transformándolo en luz de los gentiles y maestro de todos nosotros, y le pedimos: Concédenos también hoy testigos de la Resurrección, conquistados por tu amor y capaces de llevar la luz del Evangelio a nuestro tiempo. San Pablo, ruega por nosotros. (Benedicto XVI).

 

 

 

 

 

 

 

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