La Pascua de Nuestra Señora
La Pascua de Nuestra Señora
“Apareció en el cielo una magnífica señal: una mujer envuelta en el sol, con la luna bajo sus pies y en la cabeza una corona de doce estrellas” (Apoc 12, 1).
¡Qué importante en la vida es ser signo! Pero no un signo vacío o de muerte, sino un signo de luz comunicador de esperanza. El mundo de hoy necesita de estos signos: presencia y comunicación del Cristo de la Pascua. Por eso es importante brillar “como lumbreras del mundo portadoras de la Palabra de vida” (Filip 2, 15-16).
La Asunción de María -¡Pascua de Nuestra Señora!- nos pone otra vez ante el tema de la novedad pascual y de la esperanza. “La Madre de Jesús, de la misma manera que, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es imagen y principio de la Iglesia que había de tener su cumplimiento en la vida futura, así en la tierra precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo, hasta el día del Señor” (LG 68).
Estas reflexiones son válidas para toda la existencia cristiana. Pero, al escribirlas, yo pienso particularmente en la vida consagrada: ella constituye en la Iglesia una especial manifestación de la novedad pascual y un signo del Reino ya presente en la historia, y que será consumado cuando Jesús vuelva. Por eso, una serena y permanente invitación a la esperanza.
La Asunción es en María lo que la Pascua en el misterio de Jesús: consumación de la obra redentora, configuración de su cuerpo frágil con el cuerpo glorioso del Señor, plenitud del misterio comenzado en Ella en la Concepción Inmaculada. El centro del misterio de María es la Encarnación en Ella del Verbo de Dios. Pero la culminación es su Pascua en la Asunción. Por eso la Asunción, como la Pascua en Cristo, es la fiesta de la plenitud: plenitud de la fidelidad gozosa y agradecida, plenitud de la nueva creación, plenitud de esperanza cierta y de consuelo.
1. Plenitud del Sí y del “Magnificat”
Toda la vida de María fue un Sí al Padre y un Magnificat. Hubo momentos fuertes en el gozo de su entrega: la Anunciación, la Cruz, Pentecostés. Pero lo verdaderamente grande en Ella fue la fidelidad cotidiana al plan del Padre, su radical entrega al Evangelio, vivido con sencillez y alegría de corazón. Su pobreza fue, ante todo, conciencia serena de su condición de servidora, hambre de la Palabra de Dios y de su Reino, inconmovible seguridad en Aquel para Quien nada es imposible, pronta disponibilidad para el servicio.
La vida de María fue simple. Y sin embargo, indudablemente, su Sí cambió la historia, y su Magnificat hizo desbordar sobre el mundo la alegría de la redención. Hoy hemos complicado innecesariamente las cosas (aún dentro de la Iglesia y en el interior de las comunidades religiosas). Se dirá que “los tiempos han cambiado”. Es cierto. Pero no olvidemos que también nosotros -siendo fieles a nuestra identidad específica y viviendo a fondo la novedad en el Espíritu- tenemos que ir cambiando las cosas y haciendo nuevos los tiempos. A cada uno le toca escribir una página inédita, totalmente suya, en la historia de la salvación. Con frecuencia perdemos el tiempo en ver cómo la escriben los otros o, peor aún, en juzgar cómo y por qué la escribieron mal. Y nosotros, entre tanto, dejamos de escribir la nuestra. En definitiva, lo esencial no es saber qué pasa en la historia, sino en discernir por dónde pasa el Señor y qué quiere de nosotros.
La vida no se nos dio para guardarla. Se nos dio para la gloria del Padre y el servicio a los hermanos. Sólo así seremos capaces de ganarla (Mc 8, 35). Esto exige de nosotros que vivamos “con sencillez y alegría de corazón” (Hech 2, 46), nuestro Fiat cotidiano: a la voluntad del Padre y a la expectativa de los hombres, al silencio de la contemplación, a la fecundidad de la cruz, a la alegría de la caridad fraterna.
Esto es válido para todo bautizado. Pero es, sobre todo, exigencia de Dios para los consagrados. La grandeza de un hombre no se mide por la brillantez de sus obras, sino por la permanente y oculta fidelidad a su misión, a la palabra recibida y empeñada, María fue feliz porque dijo que Sí (Lc 1, 45). La verdadera felicidad está en escuchar la Palabra de Dios y en practicarla, como María (Lc 10, 28).
La Asunción es el último Sí de Nuestra Señora: “Me voy al Padre” (Jn 16, 28). Y es el signo más grande de que “Dios miró con bondad la pequeñez de su servidora” (Lc 1, 48). Por eso la Asunción es la fiesta de la plenitud simultánea del Fiat y del Magnificat.
2. Imagen de la creación nueva
Con el Sí de María se da comienzo a los tiempos últimos y definitivos (Hb 1, 2). El Sí de Nuestra Señora marca, en el plan del Padre, la plenitud de los tiempos (Gál 4, 4).
Por la acción fecunda del Espíritu Santo que desciende sobre Ella (Lc 1, 35), comienza la “nueva creación” (Gál 6, 15). María es así imagen y principio de la creación nueva: “María, de la cual nació Jesús, que es llamado Cristo” (Mt 1, 16). Por eso es “imagen y principio de la Iglesia” (LG 68).
Hay como tres momentos privilegiados, en la historia de María, de esta nueva creación.
El primero es su Concepción Inmaculada: María es “como plasmada y hecha una nueva creatura por el Espíritu Santo” (LG 56). El segundo es la Anunciación: al aceptar el mensaje divino, María se convierte en Madre de Jesús -el Hombre Nuevo, el Salvador, el que quita el pecado del mundo- y se consagra totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra redentora de su Hijo (LG 56). El tercero es la Asunción: “La Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial, y fue ensalzada por el Señor como Reina universal, con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte” (LG 59).
La Asunción de María es la manifestación de la obra redentora de Jesús y el signo de la victoria definitiva sobre el reino del pecado y de la muerte. Es un signo de la libertad total.
La vida consagrada es, también, un signo de la nueva creación. Y un anticipo de su consumación definitiva. Con tal que se la viva en plenitud como seguimiento radical de Jesucristo y en el gozo sereno de la inmolación al Padre y el servicio a los hermanos. Es el sentido hondo de la consagración: una ofrenda total con sabor a cruz. La novedad pascual del bautismo se hace particularmente transparente y densa en la vida consagrada. La vida consagrada es un testimonio claro y entusiasta de la Pascua. Por eso, su sola presencia en el mundo es siempre un anuncio y una profecía: proclama que Jesús ya vino y vive, y anticipa en el tiempo la serenidad y el gozo del Reino consumado.
El corazón de esta creación nueva es el amor. Su fuente es la cruz. Su expresión, la alegría. Por eso es absurdo una vida consagrada triste. Sería como una existencia sin Pascua. Precisamente el misterio de la Asunción de María nos asegura que la Pascua ha pasado en su totalidad a los cristianos. Es decir, que la cruz es necesaria para poder entrar en la gloria (Lc 24, 26). Pero que es verdad: nuestro cuerpo frágil será revestido de inmortalidad (1 Cor 15, 53).
Esta creación nueva se da siempre en el Espíritu. En la medida en que nos dejemos conducir por Él. En la medida en que lo dejemos a Él que grite en nosotros al Padre. Es decir, en la medida de nuestra profundidad contemplativa, de nuestro amor a la cruz y de nuestra permanente fidelidad a la voluntad del Padre. Un signo claro de esta vida nueva en el Espíritu es el equilibrio interior y una inagotable capacidad de estar alegres. También son un signo muy claro de esta novedad pascual la experiencia de una paz muy honda (es, en el fondo, la experiencia del Dios que habita en nosotros) y la permanente disponibilidad para interpretar, acoger y servir a los hermanos.
Todo bautizado instala en el tiempo la vida eterna (es la teología de San Juan y Santo Tomás de Aquino). Pero la vida consagrada es un grito profético de que el Reino de Dios ha llegado a nosotros. Por eso despierta siempre hambre de eternidad: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 20). Es el grito de esperanza de la creación entera que suspira por la liberación definitiva en la perfecta adopción filial y en la plena manifestación de la gloria de Dios (Rom 8, 18-23).
3. Signo de esperanza cierta
Hay momentos en la vida en que nos hace particularmente falta que alguien nos recuerde lo que ya sabemos. Por ejemplo, que Dios es Padre y nos ama, que debemos amarnos con sinceridad, que resucitó Cristo nuestra esperanza. Nos damos cuenta así que el cristianismo es simple y que por eso los simples lo entienden tan bien y tan rápidamente. Nos damos cuenta, también, que cuando el cristianismo es vivido con intensidad, hace muy simples a los hombres. Si lo sentimos complicado es porque todavía no lo hemos descubierto o no nos hemos atrevido a vivirlo con intensidad serena. Un signo de que se vive en plenitud el amor es la sencillez.
La Asunción de María nos abre el camino para la esperanza. ¡Qué necesaria es en estos momentos! Estamos viviendo en un mundo prematuramente envejecido. Y es que tenemos motivos reales para preocuparnos y estar tristes: las cosas no andan en el mundo, en la Iglesia, en las comunidades religiosas. Pero hay un motivo de fondo -el único- para estar alegres y no perder nunca la esperanza: resucitó Cristo y prolonga entre nosotros su Pascua hasta el final de los tiempos.
El misterio de la Asunción de María es un llamado a la esperanza. Allí llegaremos un día también nosotros. Simplemente nos precedió la Madre. Pero vamos avanzando, en este valle de lágrimas, juntamente con Ella. La Asunción es un signo de lo que quiere hacer Cristo con cada uno de nosotros, con toda la Iglesia, con la humanidad entera: transformarnos completamente en la fecundidad y esquema de su Pascua.
Instalarse en el tiempo es pecar contra la esperanza. Porque estamos hechos para la vida eterna. No tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos la futura (Heb 13, 14). Nuestra verdadera patria está en los cielos (Filip 3, 20). Allí se dará la alegría superplena (Mt 25, 11). Entre tanto, vivimos “aguardando la feliz esperanza” (Tit 2, 13). Nuestra actitud fundamental, como peregrinos, no es simplemente añorar los bienes eternos y despreciar o desconocer los bienes del tiempo y sus cosas, sino vivir en estado de vigilia, es decir, en actitud de oración, practicando la caridad y haciendo fructificar nuestros talentos. En espera ardiente y activa del Señor que llega. Cuando nos viene la tentación de acostumbrarnos al tiempo o de dormirnos, hay alguien -el Espíritu de Dios que habita en nosotros- que nos grita adentro: “Ya viene el Señor” (Mt 25, 6). O también: “El Maestro está aquí y te llama” (Jn 11, 28).
Esperar no es simplemente aguardar. Es esencialmente caminar hacia el encuentro con el Señor construyendo cada día el Reino y escribiendo cada día una página nueva de la historia de los hombres. Esperar es estar seguros de que Jesús vive y, por eso mismo, caminar juntos hacia el gozo del encuentro definitivo (“estaremos siempre con el Señor”, 1 Tes 4, 17), siendo cotidianamente fieles a nuestra misión y esforzándonos por cambiar el mundo según el esquema del Evangelio.
Toda existencia cristiana, porque es una experiencia pascual, es un grito de esperanza “Resucitó Cristo, mi esperanza”. (Secuencia de Pascua). Pero lo es, de modo particular, la vida consagrada. La esencia misma de la vida consagrada -despojo de todo para seguir radicalmente a Cristo crucificado- es una proclamación profética de la esperanza: sólo cuenta Cristo. Por Él, he sacrificado todas las cosas, a las que considero como basura, con tal de ganar a Cristo y estar unido a Él (Filip 3, 8-9).
Para los tiempos nuestros -de excesiva euforia por los bienes temporales o de trágico cansancio y pesimismo ante los problemas de los hombres- cuánta falta nos hace la esperanza. Y qué bien nos hace pensar en el misterio de la Asunción de María -Pascua de Nuestra Señora- como “signo de esperanza”.
Esta es la fiesta de la plenitud del gozo. Por eso es la fiesta, por antonomasia, del Magnificat (la liturgia lo recoge en el Evangelio del día). Porque es la fiesta de la plenitud del Sí (y el Sí hizo fundamentalmente feliz a Nuestra Señora, Lc 1, 45). Es la fiesta de la nueva creación y la celebración de la esperanza que no falla (Rom 5, 5). Porque el amor de Dios ha llegado a su plenitud en la pobreza y fidelidad de María en su Asunción. Porque es la Pascua de Nuestra Señora.