Pensamientos de Pablo VI sobre la vida monástica
Ustedes, monjas, que se han retirado a un género de vida, para poder estar en continua conversación con Dios, para estar bien preparadas para escuchar más y más la voz de Dios, han hecho de éste diálogo entre el cielo y la tierra el único programa de su vida. Ustedes, contemplativas, se sienten comprometidas a esta absorción de todo su espíritu por Dios.
Pues bien, la Iglesia ve en ustedes la expresión más elevada de sí misma; de algún modo ustedes están en su vértice más alto. Pues ¿qué obra se propone hacer la Iglesia en este mundo, sino unir las almas a Dios, crear esta posibilidad de llamar a Dios “Padre nuestro”, hablar con Él, dialogar con Dios?
Son de las almas elegidas, las llamadas al coloquio de Dios, pero no para ustedes solas; tienen otra misión que trasciende su alma en particular, y que sobrepasa también el pequeño claustro en que se oculta su comunidad. Están puestas dentro del grado elevado de la vida religiosa, no sólo para su propia vitalidad, para su propia santificación, sino sobre todo para el bien de la Iglesia. Rueguen por las misiones, por los moribundos, por los enfermos, por los pecadores, por los sacerdotes; rueguen por los niños y por todas las demás vocaciones religiosas, rueguen por todos aquellos que se dirigen hacia el reino de Dios. Estas deben ser siempre sus preocupaciones, estos sus pensamientos. Esto es lo que las debe animar, esto es lo que debe inflamarlas, lo que debe hacer encendida y apasionada su oración.
Ustedes son monjas; es decir, mujeres singulares, que apartadas en cierto modo del consorcio del mundo, se han recogido en la soledad exterior e interior, esto es, en la meditación de las cosas del cielo.
Son mujeres consagradas al silencio y a la oración, y por lo mismo cada una de ustedes, como su Padre Legislador, se ha concentrado en sí mismo, “deseando agradar únicamente a Dios” y descansar en los bienes del espíritu.
Son buscadoras del Dios eterno, y su vocación ha sido examinada de acuerdo con las normas de esta elección según lo establece la Regla benedictina: “Si verdaderamente busca a Dios”. Por lo cual se han consagrado enteramente al conocimiento de la voluntad de Dios y al arte inefable de hablar con Cristo y con Dios. De ese modo han llegado a ser especialistas de las cosas invisibles, que son las más verdaderas y las más excelentes. Por esta razón desearíamos escucharls a ustedes, vigilantes en el crepúsculo de la vida presente y profetas de la aurora que aguarda a todos los fieles de Cristo.
Realmente, en un mundo como el nuestro, que desconoce a Dios, que está separado de Dios, que desprecia a Dios o que llega a negar su existencia, ustedes, llevando en la oscuridad su vida llena de paz, permanecen firmes en sus monasterios, por un lado llenos de austeridad y por otro de urbanidad, atrayendo así a los hombres como por una especie de sagrada y oculta fascinación.
Se apoyan en su Regla, que tiene estas palabras: “Creemos que Dios está presente en todas partes”. Y así su presencia viene a ser como un signo indicador de la presencia de Dios entre los hombres. Ustedes cantan, ¿quién las escucha? Celebran los ritos sagrados, ¿quién les dirige su atención? Parece que no son bien comprendidas ni estimadas por los hombres y que la soledad de su vida causa depresión.
Pero no es así. Hay quien sí se da cuenta que ustedes han encendido un fuego. Hay quien comprende que de sus claustros se irradia luz y calor. Hay quien se detiene, mira y medita. Ustedes levantan el pensamiento de los hombres de este tiempo hacia lo alto. Les dan cierta iniciación para su meditación, que con mucha frecuencia les lleva a la salvación o a recuperar nuevas fuerzas.
Estimen la elección que han hecho de la vida contemplativa. Ciertamente que tienen un gran concepto de ella, ya sea en su aspecto negativo: la renuncia. ¿Recordáis? “Lo hemos dejado todo” (Mt 19,27). Ya sea en su aspecto positivo: la dirección, la aspiración, la fijación de todas las facultades humanas en el coloquio; mejor, en la silenciosa escucha de Dios: “Escuchaba su palabra sentada a los pies de Señor” (Lc 10, 39). Esto es todo.
¡Qué programa tan sublime para una vida que suponemos dotada de toda la gama de sensibilidad humana, y disponible para las innumerables y fáciles conquistas que ofrece el mundo moderno a todos, y que pensamos decidida a querer vivir con plenitud su propia existencia! ¡Qué sabio y poderoso amor a las cosas “de arriba” (Col 3,1-2) debe absorber al alma que ha hecho propia esta elección! Conocen, o mejor, viven en un solo acto, que se extiende a lo largo de toda su existencia en la tierra, esta especie de acrobacia espiritual: “Dedicado a la contemplación”, como dice san Gregorio del prelado obligado a la oración. Y viviendo esta dedicación ardua, pero no dura, son felices, ¿no es verdad? Nada más agradable, ni más bello, ni más sencillo.
Pero ¿no ha llegado quizás hasta ustedes la voz que califica de anacrónica, de inhumana, de imposible, de unilateral su elección? Y las antiguas objeciones a la consagración religiosa, como contraria a la libertad humana y como inútil para la sociedad, ¿no arrecian hoy más que nunca sus dudas sobre la bondad de este género de vida?
Pues bien, creemos destinadas a ustedes, las palabras confortadoras y embriagadoras del divino Maestro dirigidas a la silenciosa María: “Ha elegido la mejor parte” (Lc 10,42).
Con la vocación monástica ustedes confirman y reafirman valores que hoy se necesitan más que nunca: la búsqueda suma y exclusiva de Dios en la soledad y en el silencio, en el trabajo humilde y pobre, para dar a la vida el significado de una oración continua, de un “sacrificio de alabanza”, celebrado y alentado por una gozosa y fraternal caridad.
Cómo puede ayudar a la comunidad de los fieles un género de vida como el de ustedes, cerrado en los recintos del claustro, esquivo a las conversaciones mundanas y orientado hacia una cierta insuficiencia económica, espiritual y social?
¿Cómo puede? Consideramos solamente dos condiciones, que son al mismo tiempo sobrenaturales y humanas y que realizadas confieren a su vida claustral una virtud singular de irradiación, como se irradia la luz, como se irradia la música, el perfume. Son éstas: la primera consiste en la pureza y en la belleza, que deben ser estilo de su vida claustral, no sólo en su aspecto externo, sino también en el interior de sus personas y comunidades. En su vida todo ha de ser limpio, blanco, sencillo, bello, de forma que resulte una especie de secreto. Su vida ha de caracterizarse por el silencio, por el recogimiento, por el fervor, por el amor, y mucho más por el misterio de gracia al que ustedes se han consagrado. Belleza espiritual, ascetismo prudente, arte, que en cada acto del día han de transparentar su vocación contemplativa. Y si es así, sepan que los muros de vuestras casas serán de cristal. Una emanación diáfana de paz, de alegría, de santidad se difundirá en torno a los monasterios; y el afán, el clamor, el remordimiento, la angustia, la cólera… del mundo que los rodea, han de sentir su influjo restaurador.
En otras palabras, es preciso que su vida de clausura sea lo que debe ser: perfecta, suave y fuerte, modesta y floreciente, santa a su estilo; y emanarán hoy también el prodigio del encanto místico. ¿No advierten que sus iglesias están llenas de gente pensativa y estática cuando celebran con exquisito y sencillo decoro los ritos litúrgicos? Y ¿no ven que fuera de las rejas de la clausura hay almas ansiosas y doloridas, que les piden el consuelo de su misteriosa paz?
¿Y la otra condición? Es fácil adivinarla. Su vocación monástica requiere la soledad y la clausura; pero para ello no deben nunca considerarse aisladas y sustraídas a la solidaridad con toda la Iglesia Tienen que traducir en oración y penitencia las grandes causas de la Iglesia.
Su misión las hace preciosas y predilectas en el corazón de la Iglesia.
Ustedes, en cuanto monjas, dan testimonio con su presencia, su hábito, y su género de vida, de que son mujeres que no se encuentran atascadas en las cosas de este mundo pasajero y sin consistencia, sino que buscan de todo corazón a aquel que es el Absoluto, es decir, a Dios solo, a Dios bien supremo, a Dios eterno. Ustedes que han “elegido la mejor parte”, procuren ser religiosas a las que pueda aplicarse de un modo más total ese nombre, por el hecho de que se esfuerzan en subir hacia Dios, al que se han consagrado por la profesión de los Consejos evangélicos, llevando una vida contemplativa, que mantienen con esfuerzo diario. De este modo se manifiestan en contra del olvido de Dios y del curso profano que se extiende por el mundo en estos tiempos.
En el tiempo que nos ha tocado vivir, todo camina deprisa y cambia de forma vertiginosa; sin embargo, el monacato nada ha perdido de su importancia y de aquella cualidad suya que lo hace apropiado a cada época. Sin duda alguna, también las monjas deben tener presentes las necesidades que van surgiendo en cada momento, pero la sustancia de su forma de vida debe seguir siempre en vigor, ya que no depende de las circunstancias transitorias del tiempo.
¡Sean, pues, lo que son! Los que en otros tiempos cultivaron con la cruz, el libro y el arado regiones que estaban todavía alejadas de la civilización humana y cristiana, sigan realizando esta magnífica labor, si bien con nuevos métodos si es necesario.