La oración personal y la conciencia

“Cuando Dios creó al hombre, puso en él un germen divino, una especie de facultad más viva y luminosa que una chispa, para iluminar el alma y permitirle discernir entre el bien y el mal. Es lo que llamamos conciencia.”

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  • Textos leídos durante la Conferencia:

 

LA ORACIÓN PERSONAL Y LA CONCIENCIA

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1- El Diálogo del alma con Dios:

Prólogo Regla Y el Señor, que busca su obrero entre la muchedumbre del pueblo al que dirige este llamado, dice de nuevo: “Quién es el hombre que quiere la vida y desea ver días felices?” (Sal 33,13). Si tú, al oírlo, respondes “Yo” Dios te dice: “Si quieres poseer la vida verdadera y eterna, guarda tu lengua del mal, y que tus labios no hablen con falsedad. Apártate del mal y haz el bien; busca la paz y síguela” (Sal 33,14s). Si queremos habitar en la morada de su reino, puesto que no se llega allí sino corriendo con obras buenas, preguntemos al Señor con el Profeta diciéndole: “Señor, quién habitará en tu morada, o quién descansará en tu monte santo?” (Sal 14,1). Hecha esta pregunta, hermanos, oigamos al Señor que nos responde.

 

2. La naturaleza de la conciencia y la oración

Doroteo de Gaza: CONFERENCIA 3: LA CONCIENCIA

            Cuando Dios creó al hombre, puso en él un germen divino, una especie de facultad más viva y luminosa que una chispa, para iluminar el alma y permitirle discernir entre el bien y el mal. Es lo que llamamos conciencia, que no es sino la ley natural. Ella está representada -según los Padres- por los pozos que cavó Jacob y que los filisteos llenaron de tierra (Cfr. Gn 26,15). Fue conformándose a esa ley de la conciencia como los Patriarcas y todos los santos anteriores a la ley escrita fueron agradables a Dios. Pero progresivamente los hombres la fueron sepultando por sus pecados y terminaron por despreciarla, de tal modo que nos hicieron falta la ley escrita, los profetas, y la misma venida de Nuestro Señor Jesucristo para sacarla a la luz y despertarla, para revivir por la práctica de sus santos mandamientos esa chispa sepultada. Está ahora en nosotros el enterrarla nuevamente o dejarla brillar para que nos ilumine, si es que le obedecemos. En efecto, si nuestra conciencia nos indica hacer una cosa y nosotros la despreciamos, si ella insiste nuevamente y nosotros no hacemos lo que dice, persistiendo en pasarla por alto, terminaremos por sepultarla y el peso con que la hemos tapado le impedirá en adelante hablarnos con claridad.

            Pero como una lámpara cuya luz está opacada por las manchas, comienza a hacernos ver las cosas más confusamente, más oscuramente, por así decirlo, y del mismo modo que en aguas fangosas nadie puede reconocer su rostro, comenzaremos a no percibir más su voz e incluso llegaremos a creer que no tenemos ya conciencia. Sin embargo no hay nadie que esté privado de ella, porque como lo hemos dicho, es algo divino que no puede morir nunca: ella nos recuerda continuamente lo que debemos hacer, somos nosotros los que no la oímos más porque, como ya lo he dicho, la hemos despreciado.

 

3. El descubrimiento de la voz del Señor

El Diálogo del Alma con Dios o Cristo, más allá de desarrollarse a partir del siglo XIII, lo tenemos también en Padres como Agustín. (Imitación de Cristo, Juan de la Cruz, Teresita del Niño Jesús, Francisco de Sales, etc.)

La mejor sistematización la realizó Kempis, en la Imitación de Cristo. Y, entre otras cosas, además de manejar con tanta maestría la retórica del Diálogo, sin embargo basa todo en un texto del Salterio que está en la versión latina y griega, usada por todos los Padres. Es el salmo 84,9: Voy a escuchar lo que dice en mí el Señor. Dios anuncia la paz a los que se convierten al corazón (Inicio del Libro lll de Kempis).

Estamos acostumbrados a pensar que estos libros son para conocer el Diálogo que tuvo el autor con el Señor. Pero, en rigor, lo que ellos buscaron fue enseñarnos a oírlo y en lo que nos dice a nosotros. Y es aquí donde no se puede separar Su Voz de la conciencia formada. Pues no es la conciencia subjetiva moderna. Es la conciencia que no es sino un eco de la Voz de Dios, pero que no es fácil reconocer. Y con ello se da el dinamismo pleno de la oración. Así como decía Leclercq que nuestra oración no son simplemente nuestras palabras, en Dios, nuestro trabajo, es al revés: saber traducir en palabras todo lo que nos dice: en las Escrituras, en los hechos, en la voz de la conciencia. Después de este versículo, Kempis presenta el otro gran texto que se usa para presentar esta realidad tan misteriosa pero crucial. Se trata del niño Samuel, que será el primer Profeta de Israel, que dice: El niño Samuel todavía no sabía reconocer la voz del Señor (1Sam 3).

Tanto la Regla de san Basilio, como la Regla del Maestro, que inspira a san Benito, son todas preguntas que hace el monje, pero que reciben una respuesta muy clara y precisa. Es lo que está a la base de todo el misterio del obrar la voluntad de Dios. Se debe a que Él la revela. Pero, como decía Cristo, hasta la voz de Moisés ha recibido transformaciones, porque Dios es “un Dios de vivos”, no de muertos. Y esa voz, lo mismo que sucede con la nuestra, toma la forma de las Escrituras (grados de humildad), pero es lo que me dice a mí, hoy, ante este problema.

Demos un ejemplo para terminar: nosotros vamos a la oración y enseguida bajamos la cabeza y, como dice san Benito, asumimos una postura de humildad y reverencia. Y, siguiendo a san Benito, le decimos: Padre, no soy digno de levantar mis ojos al cielo (12o de humildad), y Él nos reta y dice: qué estás diciendo; eres mi hijo! Entonces, ¿qué tenemos que decir, no se entiende nada? Él nos responde lo que nosotros nos digamos, y eso nunca diferirá con las Escrituras y, a su vez, nos compromete en una respuesta que hemos recibido, pero que en realidad, nos hemos dado.

El ejemplo constante de esto es San Pablo en sus cartas. Tomemos un texto:

            ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor! Así pues, soy yo mismo quien con la razón sirvo la ley de Dios, mas con la carne, a la ley del pecado! Por consiguiente, ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte. (Rm 7)

Es en estos textos donde sale a relucir una virtud fundamental de la oración según san Pablo: la confianza (parresia) filial del cristiano, que conoce a su Padre y sabe lo que Él le responde.

 

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