02. Las palabras en la oración

“Sepamos que seremos escuchados, no por hablar mucho, sino por la pureza de corazón y compunción de lágrimas. Por eso la oración debe ser breve y pura, a no ser que se prolongue por un afecto inspirado por la gracia divina.” (RB 20)

 

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Y sepamos que seremos escuchados, no por hablar mucho, sino por la pureza de corazón y compunción de lágrimas. Por eso la oración debe ser breve y pura, a no ser que se prolongue por un afecto inspirado por la gracia divina.(RB 20)
Así habla San Benito en el capítulo 20 de la Regla sobre la oración personal del monje. Jean Leclercq, monje benedictino, tiene un texto (que salió en el primer Cuaderno Monástico de este año) donde señala que la oración no es ni un ejercicio ni un método o una técnica, o un fenómeno de comunicación telepática. La oración es el misterio de la vida de Cristo en nosotros que clama eternamente a su Padre, por el Espíritu: “Abba, Padre!” Y por eso la oración es un acto de Fe por el cual creemos que el Señor nos habla y nos escucha, como un Padre a sus hijos.
Además de la importancia que tiene la Fe en la oración, la oración es una relación, una comunicación entre dos, y eso, para cualquier persona es algo accidental. No así en la tradición griega, para la cual la persona -prosopón- es aquel que entra en juego en una obra de teatro jugando un rol señalado por su disfraz y careta (=prosopon). En la tradición latina, siguiendo a Boecio, la persona es absolutamente independiente de sus relaciones con los otros. Puede dejar de comunicarse y sin embargo no deja de existir. Todos los tratados sobre la Trinidad tratan de mostrar cómo en Dios, que es Trino, no es así: la comunicación es la que hace al Padre ser Padre y al Hijo Eterno ser Hijo. Esa comunicación es la Vida misma de ellos y en la que nos incorporaron por el Bautismo, en el Nombre del Padre…
J. Leclercq dice que, por esa naturaleza y esa fuente, la oración nunca podrá ser abarcada por las simples palabras. Es el Espíritu quien, con gemidos inefables, ora al Padre, porque nosotros no sabemos cómo orar (Rom 8, 26). La oración no es una simple comunicación de contenidos, sino una comunicación de Vida. Y por eso Leclercq dice: Los antiguos autores espirituales tenían la costumbre de definir la oración como una “elevación hacia Dios”, y esta definición no implica necesariamente palabras. Significa una sencilla actitud de presencia a Dios. Fundamentalmente la oración consiste en aceptar a Dios y sus exigencias: Fiat voluntas tua. La primera oración del Nuevo Testamento no fue una oración de súplica sino de aceptación: Fiat mihi… Que se haga en mí según tu Palabra. Oración, pues, no es otra cosa que decir: “Sí” a Dios (Padre Nuestro… hágase tu voluntad), y para decirlo ni siquiera es necesario pronunciar esta palabra tan corta: “Sí”. Basta estar allí, no irse, permanecer en silencio junto a la mesa de los divinos misterios, cerca del altar, al pie de la Cruz, una vez más como nuestro modelo “Stabat” (stabilitas=estabilidad) (estaba María al pie de la Cruz).

Al principio existía la Palabra y por ella fueron hechas todas las cosas (Jn 1, 1-7)

Según nos lo presenta el comienzo del Evangelio de san Juan, el Hijo de Dios es su Palabra, y todo fue hecho por la Palabra. De este modo, detrás de cada cosa resuena una Palabra de Dios. Para los Padres de la Iglesia la oración, que es nuestra respuesta a esa Palabra, es nuestro estado natural, no algo que debemos generar, sino reconocer y descubrir como presente en nosotros. Por el pecado, la sofocamos, y Cristo, la Palabra, vino a restaurarla.
En el principio Dios creó al hombre y lo puso en el paraíso, como dice la Sagrada Escritura (Gn 2, 15). Después de haberlo dotado de todo tipo de virtud le dio el precepto de no comer del árbol que se encontraba en el medio del paraíso (Gn 2,16-17). Y el hombre vivía en las delicias del paraíso, en la oración y en la contemplación, colmado de gloria y honor (Sal 8,6), y poseía la integridad de sus facultades en el estado natural en que había sido creado. Dios hizo al hombre a su imagen (Gn 1,27) es decir inmortal, libre y dotado de toda virtud. Pero al transgredir el precepto y comer del árbol del cual Dios le había prohibido, fue expulsado del paraíso. Caído de su estado natural se encontró en el estado contrario a su naturaleza. (Doroteo Conf. 1,1)
San Benito dice al principio de la Regla: Escucha, hijo, los preceptos del Maestro, e inclina el oído de tu corazón; recibe con gusto el consejo de un padre piadoso, y cúmplelo (efficaciter comple) verdaderamente. (Prol 1)
Así como creemos que Dios existe, creemos que continuamente está profiriendo una Palabra. Y el hombre fue dotado de oídos para oírlo y de boca para responderle. Nosotros estamos continuamente en oración. El problema es que esa oración la transformamos en un diálogo con nosotros mismos. Fue el Jesuita I. Hausherr quien descubrió ese concepto en los Padres de la Iglesia y fue estudiado profundamente: la Filautía = amistad consigo mismo. Y esto se da de un modo especial en el hablar continuamente con nosotros mismos, encerrados en autismo espiritual. Y los apotegmas del desierto decían que nosotros vivimos hablando con los frutos de nuestros 8 movimientos pasionales principales. Los vicios capitales eran llamados “pensamientos capitales” con los cuales hablamos todo el tiempo: ira, lujuria, avaricia, vanagloria, miedo, duda…

 

La “Palabra”

No olvidemos lo que dijo la Constitución Dei Verbum del Vaticano II y que fue muy escandaloso para muchos Padres Conciliares: Dios se revela con hechos y palabras (Dei Verbum c. 1 n. 2). Esta afirmación llevó a toda una renovación en la presentación de la Teología, como “Historia de la Salvación” y no como enunciado de dogmas.
Y es también el modo en que empieza la Carta a los Hebreos: Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo el universo. (Heb 1,1-2)

Detrás de cada hecho de la vida hay una Palabra de Dios que, si sabemos descubrir, lo vivido se transforma en oración, con respuesta nuestra y todo.
Pero el siglo XX vivió también el redescubrimiento del significado de qué es la Palabra de Dios, en sentido bíblico: Palabra de Dios es aquella que hemos dejado entrar en nosotros y transformar nuestra vida y le respondemos. Lo curioso de este modo de ver la Palabra es que hace que ella dependa más de receptor que del emisor. Y es lo que, dentro de la filosofía, dijo el famoso Paul Ricouer, y que llevó a una verdadera revolución en la filosofía.

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