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Yo Soy el que Soy

MOISÉS Y LA ZARZA ARDIENTE: YO SOY EL QUE SOY

Textos comentados en la tercera charla de Cuaresma

19 de marzo de 2022

Somos polvo en el universo. Pero somos el polvo amado por Dios. Somos polvo precioso, destinado a vivir para siempre. Somos la tierra sobre la que Dios ha vertido su cielo, el polvo que contiene sus sueños. Somos la esperanza de Dios, su tesoro, su gloria. La ceniza nos recuerda así el trayecto de nuestra existencia: del polvo a la vida. Somos polvo, tierra, arcilla, pero si nos dejamos moldear por las manos de Dios, nos convertimos en una maravilla. Si vivo para las cosas del mundo que pasan, vuelvo al polvo, niego lo que Dios ha hecho en mí. Si vivo sólo para traer algo de dinero a casa y divertirme, para buscar algo de prestigio, para hacer un poco de carrera, vivo del polvo. Si juzgo mal la vida sólo porque no me toman suficientemente en consideración o no recibo de los demás lo que creo merecer, sigo mirando el polvo. No estamos en el mundo para esto. Valemos mucho más, vivimos para mucho más: para realizar el sueño de Dios, para amar. La ceniza se posa sobre nuestras cabezas para que el fuego del amor se encienda en los corazones. Porque somos ciudadanos del cielo. Dejémonos levantar para caminar hacia la meta, la Pascua. Tendremos la alegría de descubrir que Dios nos resucita de nuestras cenizas. Papa Francisco

Ex 3:

Moisés, que apacentaba las ovejas de su suegro Jetró, el sacerdote de Madián, llevó una vez el rebaño más allá del desierto y llegó a la montaña de Dios, al Horeb. Allí se le apareció el Angel del Señor en una llama de fuego, que salía de en medio de la zarza. Al ver que la zarza ardía sin consumirse, Moisés pensó: «Voy a observar este grandioso espectáculo. ¿Por qué será que la zarza no se consume?». Cuando el Señor vio que él se apartaba del camino para mirar, lo llamó desde la zarza, diciendo: «¡Moisés, Moisés!». «Aquí estoy», respondió el. Entonces Dios le dijo: «No te acerques hasta aquí. Quítate las sandalias, porque el suelo que estás pisando es una tierra santa». Luego siguió diciendo: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob». Moisés se cubrió el rostro porque tuvo miedo de ver a Dios. El Señor dijo: «Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo del poder de los egipcios y a hacerlo subir, desde aquel país, a una tierra fértil y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel, al país de los cananeos, los hititas, los amorreos, los perizitas, los jivitas y los jebuseos. El clamor de los israelitas ha llegado hasta mi y he visto cómo son oprimidos por los egipcios. Ahora ve, yo te envío al Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas». Pero Moisés dijo a Dios: «¿Quién soy yo para presentarme ante el Faraón y hacer salir de Egipto a los israelitas?». «Yo estaré contigo, les dijo a Dios, y esta es la señal de que soy yo el que te envía: después que hagas salir de Egipto al pueblo, ustedes darán culto a Dios en esta montaña». Moisés dijo a Dios: «Si me presento ante los israelitas y les digo que el Dios de sus padres me envió a ellos, me preguntarán cual es su nombre. Y entonces, ¿qué les responderé?». Dios dijo a Moisés: «Yo soy el que soy». Luego añadió: «Tú hablarás así a los israelitas: «Yo soy» me envió a ustedes». Y continuó diciendo a Moisés: «Tú hablarás así a los israelitas: El Señor, el Dios de sus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, es el que me envía. Este es mi nombre para siempre y así será invocado en todos los tiempos futuros.

En la primera lectura, tomada del Libro del Éxodo, Moisés, mientras pastorea su rebaño, ve una zarza ardiente, que no se consume. Se acerca para observar este prodigio, y una voz lo llama por su nombre e, invitándolo a tomar conciencia de su indignidad, le ordena que se quite las sandalias, porque ese lugar es santo. “Yo soy el Dios de tu padre —le dice la voz— el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob”; y añade: “Yo soy el que soy” (Ex 3, 6.14). Dios se manifiesta de distintos modos también en la vida de cada uno de nosotros. Para poder reconocer su presencia, sin embargo, es necesario que nos acerquemos a él conscientes de nuestra miseria y con profundo respeto. De lo contrario, somos incapaces de encontrarlo y de entrar en comunión con él. Como escribe el Apóstol san Pablo, también este hecho fue escrito para escarmiento nuestro: nos recuerda que Dios no se revela a los que están llenos de suficiencia y ligereza, sino a quien es pobre y humilde ante él. Benedicto XVI

Para ser realistas debemos cambiar nuestra idea de que la materia, las cosas sólidas, que se tocan, serían la realidad más sólida, más segura. El que construye su vida sobre ellas, construye sobre arena. Únicamente la Palabra de Dios es el fundamento de toda la realidad, es estable como el cielo y más que el cielo, es la realidad. Por eso, debemos cambiar nuestra idea de realismo. Realista es quien reconoce en la Palabra de Dios, en esta realidad aparentemente tan débil, el fundamento de todo. Benedicto XVI

«Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Todo ser humano quiere vivir. Desea una vida verdadera, llena, una vida que valga la pena, que sea gozosa. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti y a tu enviado. El conocimiento de Dios se convierte en vida eterna. Obviamente, por “conocimiento” se entiende aquí algo más que un saber exterior. Conocer, según la sagrada escritura, es llegar a ser interiormente una sola cosa con el otro. Conocer a Dios, conocer a Cristo, siempre significa también amarlo, llegar a ser de algún modo una sola cosa con él en virtud del conocer y del amar. Nuestra vida, pues, llega a ser una vida auténtica, verdadera y también eterna, si conocemos a Aquel que es la fuente de la existencia y de la vida. De este modo, la palabra de Jesús se convierte para nosotros en una invitación: seamos amigos de Jesús, intentemos conocerlo cada vez más. Vivamos en diálogo con él. Aprendamos de él la vida recta, seamos sus testigos. Entonces seremos personas que aman y actúan de modo justo. Entonces viviremos de verdad. En la Oración sacerdotal, Jesús habla dos veces de la revelación del nombre de Dios: «He manifestado tu Nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo» (v. 6); «Les he dado a conocer y les daré a conocer tu Nombre, para que el amor que me tenían esté en ellos, como también yo estoy en ellos» (v. 26). El Señor se refiere aquí a la escena de la zarza ardiente, cuando Dios, respondiendo a la pregunta de Moisés, reveló su nombre. Jesús quiso decir, por tanto, que él lleva a cumplimiento lo que había comenzado junto a la zarza ardiente; que en él Dios, que se había dado a conocer a Moisés, ahora se revela plenamente. Benedicto XVI

En el monte de la Transfiguración, Dios habla desde una nube, tal como hizo en el Sinaí. Pero ahora dice:  “Este es mi Hijo amado, escuchadle” (Mc 9, 7). Nos ordena escuchar a su Hijo, porque “nadie conoce bien (…) al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11, 27). Así, aprendemos que el verdadero nombre de Dios es Padre. El nombre que es superior a todos los demás nombres:  Abbá (cf. Ga, 4, 6). Jesús nos enseña que nuestro verdadero nombre es hijo o hija. Aprendemos que el Dios del Éxodo y de la Alianza libra a su pueblo, porque está formado por sus hijos e hijas, que no fueron creados para la esclavitud, sino para “la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8, 21).

Por eso, cuando san Pablo escribe que nosotros “quedamos muertos respecto de la ley por el cuerpo de Cristo” (Rm 7, 4), no quiere decir que la ley del Sinaí ya no tiene valor. Quiere decir que los diez mandamientos se hacen oír ahora con la voz del Hijo amado. La persona a la que Jesucristo hace verdaderamente libre es consciente de que no está vinculada externamente por una serie de prescripciones, sino interiormente por el amor que se halla arraigado en lo más profundo de su corazón. Los diez mandamientos son la ley de la libertad:  no una libertad para seguir nuestras ciegas pasiones, sino una libertad para amar, para elegir lo que conviene en cada situación, incluso cuando hacerlo es costoso. No debemos obedecer a una ley impersonal; lo que se nos pide es que nos abandonemos amorosamente al Padre por Jesucristo en el Espíritu Santo (cf. Rm 6, 14; Ga 5, 18). Al revelarse en el monte y entregar su ley, Dios reveló el hombre al hombre mismo. El Sinaí está en el centro de la verdad sobre el hombre y sobre su destino. San Juan Pablo II

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