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Meditación para tiempos difíciles

MEDITACIÓN PARA TIEMPOS DIFÍCILES

«Cuando comience a suceder esto, tened ánimo
y levantad vuestras cabezas
porque va a llegaros la liberación» (Lc 21,28).

 

«Os digo esto para que encontréis la paz en mí.
En el mundo tendréis que sufrir; pero tened ánimo;
yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).

 

Cuando pasan ciertas cosas, en la Iglesia y en el mundo, es lógico que nos preocupemos y suframos. Al menos nosotros no las habíamos vivido así tan agudamente y nos parece absurdo que sucedan después de veinte siglos de cristianismo. Parece incluso como si la misma vida de los cristianos fuera perdiendo su eficacia evangélica y dejara de ser «sal de la tierra y luz del mundo» (Mt 5,13-16).

Los hombres se matan entre hermanos. Abundan los secuestros y las muertes, los odios, la persecución y la violencia. Todo esto engendra miedo y desconfianza, angustia, tristeza y pesimismo. ¿Por qué suceden estas cosas? ¿No habrá alguien que pueda arrancarnos de la tentación de la violencia y de la paralizante sensación de miedo?

En el interior mismo de la Iglesia –prototipo hasta ahora de lo sagrado e intangible, de lo único verdaderamente sólido y estable– se introduce la contestación y la crítica, la desunión entre los cristianos, el riesgo del secularismo y la politización del Evangelio, la desorientación de muchos, la pérdida de la propia identidad en la vida consagrada, el peligro de quebrar la unidad en la doctrina y la disciplina, ¡y todo a nombre de Jesucristo y por fidelidad a su Evangelio!

Mientras otros, con lamentable superficialidad, acusan a la Iglesia de haberse desviado de su esencial misión evangelizadora. Sin comprender que la Iglesia, en la línea de Cristo, el enviado del Padre, ha sido consagrada por el Espíritu para anunciar la Buena Nueva a los pobres, la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos (Lc 4,18). La Iglesia debe anunciar explícitamente a Jesucristo el Salvador y la llegada de su Reino, llamar a los hombres a la conversión y la fe, transformar al hombre y la humanidad entera (EN 18). Pero la evangelización «no sería completa si no se tuviese en cuenta la íntima conexión entre el Evangelio y la vida concreta, personal y social, del hombre» (ib., 29).

Indudablemente vivimos tiempos difíciles. Es inútil lamentarlo. Más inútil todavía, y más desastroso, querer ignorarlo como si todo marchara bien, o dejarse definitivamente aplastar como si nada pudiera superarse.

Cuando en el interior de todo esto –lo sabemos infaliblemente por la fe– está Dios conduciendo la historia, está Cristo presidiendo su Iglesia, está el Espíritu Santo engendrando en el dolor los tiempos nuevos para la creación definitiva. Aunque cueste creerlo, es irreversiblemente cierto
–tanto en lo personal como en la vida de nuestras comunidades– que «el que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente, y todo esto procede de Dios, que nos reconcilió con Él por intermedio de Cristo» (2 Co 5,17-18).

Por eso hace falta meditar otra vez sobre la esperanza. Pero muy sencillamente. Sin hacer ahora un análisis demasiado técnico de la Palabra de Dios, ni pretender estudiar a fondo –histórica y sociológicamente– la raíz de los males. Esto lo harán otros con mayor competencia; es necesario que lo hagan.

Yo quiero simplemente ofrecer algunas reflexiones, partiendo del dolor actual, a la luz de la Palabra de Dios. Es decir, empezar una meditación sencilla que ayude, por una parte, a asumir la realidad actual, dolorosa y lacerante, y, por otra, a descubrir aquí la providencia del Padre, el paso del Señor por la historia y la actividad incesantemente recreadora del Espíritu Santo.

Por eso no se hace aquí un estudio exhaustivo sobre la situación actual ni se analizan todos los textos de la Escritura Sagrada. Es sólo una meditación en voz alta –que ayude a todos a quitarnos un miedo que paraliza y a dejarnos invadir por el Espíritu de la fortaleza que nos hace testigos y mártires– sobre la esperanza cristiana para los tiempos difíciles.

En definitiva es esto: ver cómo los tiempos difíciles pertenecen al designio del Padre y son esencialmente tiempos de gracia y salvación. Ver, además, cómo vivió Jesús los tiempos difíciles –esenciales a su misión redentora– y cómo los superó por el misterio de la Pascua. La Carta Magna de Jesús para vencer los tiempos difíciles es el Sermón de la Montaña. El momento cumbre es su muerte en la cruz y su resurrección. Su exhortación principal es la llamada al amor universal, al espíritu de las bienaventuranzas y a la fecundidad de la cruz. Así Jesús nos abre el camino para vivir con amor y gratitud los tiempos difíciles y convertirlos en providenciales tiempos de esperanza.

Como se trata de una meditación, yo quisiera terminar esta introducción con tres textos claros y simples: del Profeta, del Apóstol, de Cristo.

Isaías –Profeta de la esperanza– nos dice en nombre del Señor: «Fortaleced las manos débiles, afianzad las rodillas vacilantes. Decid a los de corazón intranquilo: ánimo, no temáis, mirad que vuestro Dios vendrá y os salvará» (Is 35,3-4).

En los Hechos leemos esta frase dicha por el Señor a san Pablo, el Apóstol de la esperanza: Una noche, el Señor dijo a Pablo en una visión: «No temas: sigue predicando y no te calles. Yo estoy contigo. Nadie pondrá la mano sobre ti para dañarte» (Hch 18,9-10).

Finalmente, Cristo –«nuestra feliz esperanza» (Tt 2,13)– nos recomienda serenidad y fortaleza para los inevitables y providenciales tiempos difíciles: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Cómo no tenéis fe?» (Mc 4,40). «Ánimo, soy yo; no tengáis miedo» (Mc 6,50).

¡Qué necesario, para los tiempos difíciles, es tener seguridad de que Jesús es el Señor de la historia que permanece en su Iglesia hasta el final y que va haciendo con nosotros la ruta hacia el Padre! ¡Qué importante es recordar que precisamente para los tiempos difíciles Dios ha comprometido su presencia! «Id, anunciad el Evangelio a toda la creación. Yo estaré siempre con vosotros hasta el final del mundo» (Mc 16,15; Mt 28,20). «Seréis odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se os caerá de la cabeza» (Lc 21,12-18).

I. «Dispuestos a dar razón de la esperanza» (1 P 3,15)

 

«El pueblo, que andaba a oscuras, vio una luz intensa.
Sobre los que vivían en la tierra de sombras,
brilló una luz. Acrecentaste el gozo,
hiciste grande la alegría» (Is 9,1-2).

 

En la Nochebuena la liturgia nos invita así a la alegría y la esperanza. Así describe Isaías, en la oscuridad dolorosa de los tiempos difíciles, la venida de Cristo, que es la Luz, la Paz, la Alianza. «Un Niño nos ha nacido, un Hijo se nos ha dado… Se llamará ‘Príncipe de la Paz’» (Is 9,5).

Jesucristo vino para anunciarnos la paz: «porque Cristo es  nuestra Paz… Él vino a proclamar la Buena Noticia de la paz, paz para vosotros que estabais lejos, paz también para los que estaban cerca» (Ef 2,14-18). Vino, sobre todo, para traernos la paz como fruto de su Pascua: «Os dejo la paz, os doy mi paz, pero no como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni tengáis miedo» (Jn 14,27). La paz que nos trae Cristo es siempre fruto de una cruz. Cristo «pacifica por la sangre de su cruz» (Col 1,20).

Todo el Evangelio es una invitación a la serenidad interior, a la concordia ordenada de los pueblos, a la alegría de la caridad fraterna. «Lo que yo os mando es que os améis unos a otros» (Jn 15,17).

Pero el Señor siempre anunció tiempos difíciles: para Él y para nosotros. Nunca predijo a sus discípulos tiempos fáciles o cómodos. Al contrario, les exigió una opción muy clara por la pobreza, el amor fraterno y la cruz. «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Lc 9,25). Al escriba que se sintió superficialmente tentado a seguirle, Jesús le respondió: «Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del Hombre no tiene dónde apoyar la cabeza» (Mt 8,19.20).

Jesús es «signo de contradicción» (Lc 2,34). El cristiano sigue su camino: «no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que lo envía» (Jn 13,10). Por eso, la pasión del Señor tenemos necesariamente que vivirla todos nosotros y asumir con serenidad y gozo las exigencias de nuestra entrega: «Si el mundo os odia, sabed que antes me ha odiado a mí… Acordaos de lo que os dije: el servidor no es más grande que su Señor. Si me persiguieron a mí, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15,18-20).

Todo esto, sin embargo, queda iluminado con una sola nota de esperanza realista: «Os aseguro que vais a llorar y a lamentaros; el mundo, en cambio, se alegrará. Vosotros estaréis tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo» (Jn 16,20).

Siempre fue útil y necesario que hubiera hombres pobres y fuertes –con capacidad de presentir en la noche la proximidad de la aurora, porque viven abiertos a la comunicación de la Luz– que transmitieran a sus hermanos la seguridad de la presencia del Señor y de su inmediata venida: «Yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). «Sí, voy a llegar en seguida» (Ap 22,20).

Pero hoy hacen falta más que nunca profetas de esperanza. Verdaderos profetas –hombres enteramente poseídos por el Espíritu Santo– de una esperanza verdadera. Es decir, hombres desinstalados y contemplativos que saben vivir en la pobreza, la fortaleza y el amor del Espíritu Santo, y que por eso se convierten en serenos y ardientes testigos de la Pascua. Que nos hablan abiertamente del Padre, nos muestran a Jesús y nos comunican el don de su Espíritu. Hombres que saben saborear la cruz como san Pablo (Ga 6,14; Col 1,24), y por eso se arriesgan a predicar a sus hermanos que la única fuerza y sabiduría de Dios está en Cristo crucificado (1 Co 1,23-24). La sabiduría y potencia de los hombres no cuentan: sólo cuenta la fecundidad de la cruz. Todo lo demás es necedad y fracaso en lo definitivo de Dios. Cristo se ha hecho para nosotros «sabiduría y justicia, santificación y redención» (1 Co 1,30).

Cuando todo parece que se quiebra –en el interior de la Iglesia o en el corazón de la historia–, surgen para el mundo la alegría y la esperanza. La esperanza cristiana nace de lo inevitable y providencialmente absurdo de la cruz. «Era necesario pasar todas estas cosas para entrar en la gloria» (Lc 24,26).

Pero la esperanza cristiana es activa y exige paciencia y fortaleza. Sólo los pobres –los desposeídos y desnudos, los desprovistos según el mundo, pero totalmente asegurados en el Dios que no falla– pueden esperar de veras.

Los tiempos nuestros, en la Iglesia y en el mundo, son muy difíciles. Por eso mismo son bien evangélicos. Significa «que el reino de Dios está cerca» (Lc 21,31). Es ahora cuando el cristiano verdadero está llamado «a dar razón de su esperanza» (1 P 3,15); es decir, a penetrar por la fe y el Espíritu Santo en el escándalo de la cruz y sacar de ahí la certeza inconmovible de la Pascua para comunicarla a otros.

En los tiempos difíciles abunda el miedo, la tristeza, el desaliento. Entonces se multiplica la violencia. La violencia es signo del oscurecimiento de la verdad, del olvido de la justicia, de la pérdida del amor. Los períodos en que se multiplica la violencia son los más miserables y estériles. Revelan claramente que falta la fuerza del espíritu; por eso se la intenta sustituir con la imposición absurda de la fuerza.

Hoy vivimos tiempos de desencuentro y de violencia. Tiempos, sobre todo, en que cada uno se siente con derecho a hacer justicia por su propia cuenta, porque cree que es el único que posee la verdad absoluta, que es enteramente fiel al Evangelio y el único que lucha por los derechos humanos.

Precisamente es éste, en los tiempos difíciles, uno de los más graves riesgos; creer que uno ha alcanzado ya definitivamente a Cristo. Lo cual es una negación de la esperanza, en la psicología y espiritualidad de san Pablo: «Esto no quiere decir que haya alcanzado la meta ni logrado la perfección, pero sigo mi camino con la esperanza de alcanzarla, habiendo sido yo mismo alcanzado por Jesucristo. Hermanos, yo no pretendo haberlo alcanzado… corro para alcanzarlo» (Flp 3,12-14).

Otra dificultad seria, para los tiempos difíciles, es la conciencia derrotista de que es imposible superarlos. Es la pérdida fundamental de la esperanza. La tiene el político y el religioso, el hombre maduro y el adolescente, el joven obrero y el universitario. Santo Tomás define el objeto de la esperanza como un bien futuro, arduo, pero posible de alcanzar (Sto Tomás, S. Th., 1a.-2ae., 40, 1; 2a.-2ae., 17, 1).

Por eso hoy es mas necesaria que nunca una simple meditación sobre la esperanza. No con ánimo de consolar a los superficiales o adormecer su conciencia, sino con deseos de alentar a los audaces, particularmente a los jóvenes. Es a ellos, sobre todo, a quienes corresponde rescatar la tradición y construir el mundo nuevo en la esperanza. «Jóvenes, os escribo porque sois fuertes y la Palabra de Dios permanece en vosotros, y vosotros vencisteis al maligno» (1 Jn 2,14).

Pienso, mientras escribo, en todos los cristianos, los que por la misericordia del Padre, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, han sido reengendrados a una esperanza viva (1 P 1,3). Particularmente en los que han sido providencialmente marcados por la cruz y son llamados a dar testimonio de Jesús en pobreza extrema, en persecución, en cárceles y muerte. Pienso de modo especial en los obispos y sacerdotes que, por definición, son los primeros testigos de la Pascua (Hch 1,8) y, por consiguiente, los esenciales profetas de la esperanza. Pienso particularmente también en los religiosos y religiosas (en todas las almas consagradas) que por vocación específica anuncian el reino definitivo. Ellos son, por elección divina, serenos y luminosos profetas de esperanza.

No pienso exclusivamente en un país o continente determinado. Miro más ampliamente al mundo y a la Iglesia que sufren. Sufren el Papa y los obispos, los sacerdotes y los adultos, los pueblos hambrientos y agobiados, los estadistas y el hombre simple de la calle.

Son tiempos difíciles y humanamente absurdos. Pero hay que saber descubrir, saborear y vivir con intensidad la fecundidad providencial e irrepetible de esta hora. No es la hora de los débiles o cobardes –de los que han elegido a Cristo por seguridad de la salvación o por la recompensa del premio–, sino de los fuertes y audaces en el Espíritu. De los que han elegido al Señor por el honor de su nombre, la alegría de su gloria y el servicio a los hermanos. Es la hora de los testigos y los mártires.

Que no nos asusten los sufrimientos; quedan iluminados en la esperanza de los tiempos nuevos: «Pienso que los sufrimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria futura que se manifestará en nosotros» (Rm 8,18).

Pero no se trata de vivir resignadamente en la espera ociosa de los tiempos nuevos, sino de irlos cotidianamente preparando en la caridad y la justicia. Tiempos de paz, cuya característica sea «la alegría del Espíritu Santo» (1 Ts 1,6). El Dios de todo consuelo «nos reconforta en todas nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos dar a los que sufren el mismo consuelo que recibimos de Dios. Porque así como participamos abundantemente de los sufrimientos de Cristo, también por medio de Cristo abunda nuestro consuelo… Tenemos una esperanza bien fundada» (1 Co 1,3-7).

Para los tiempos difíciles hace falta la esperanza. Pero la esperanza firme y creadora de los cristianos que se apoya en «el amor del Padre, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,39) y que exige en nosotros la pobreza, la contemplación y la fortaleza del Espíritu Santo.

San Pedro exhorta a los cristianos de su tiempo: «¿Quién puede haceros daño si os dedicáis a practicar el bien? Felices vosotros si tenéis que sufrir por la justicia. No temáis ni os inquietéis; por el contrario, glorificad en vuestros corazones a Cristo, el Señor. Estad siempre dispuestos a defender vuestra esperanza delante de cualquiera que os pida razón de ella» (1 P 3,13-15).

II. «Cristo Jesús, nuestra esperanza» (1 Tm 1,1)

Una sencilla meditación sobre la esperanza tiene que empezar siendo una simple contemplación de Jesucristo, «nuestra feliz esperanza» (Tt 2,13). Sobre todo en su misterio pascual; es allí donde Jesús superó definitivamente los tiempos difíciles. Por eso ahora la Iglesia vive apoyándose en la cruz y canta la seguridad de su esperanza: «Salve, oh cruz, nuestra única esperanza» (Himno de Vísperas en la Pasión). Porque la cruz nos lleva definitivamente a la resurrección: «Resucitó Cristo, mi esperanza» (Secuencia de Pascua).

Interesa, sobre todo, ver cómo Cristo venció los tiempos difíciles. Porque lo importante en Él es que no vino a suprimir los tiempos difíciles, sino a enseñarnos a superarlos con serenidad, fortaleza y alegría. Como no vino a suprimir la cruz, sino a darle sentido.

Cristo nace en la plenitud de los tiempos difíciles. Allí está María. Viene para traernos la libertad y hacernos hijos del Padre en el Espíritu (Ga 4,4-7). La plenitud de los tiempos, en el plan del Padre, está marcada por la plenitud de lo difícil: conciencia aguda del pecado, la opresión y la miseria, deseo y esperanza de la salvación. Es cuando nace Jesús.

Lo primero que nos revela Jesús –como camino para superar los tiempos difíciles– es el amor del Padre y el sentido de su venida: «Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga la vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,16-17).

Por eso, cuando nace Jesús, el Ángel anuncia la alegría y la esperanza: «No tengáis miedo, porque os anuncio una gran alegría para vosotros y para todo el pueblo; hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor» (Lc 2,10-11).

Cristo vino para hablarnos abiertamente del Padre (Jn 16,25), introducirnos en los misterios del reino (Mt 13,11) e indicarnos el camino para la felicidad verdadera (Mt 5,1-12). Las bienaventuranzas son ahora el único modo de cambiar el mundo y la manifestación más clara de que los tiempos difíciles pueden convertirse en tiempos de gracia: «Éste es el tiempo favorable, éste es el día de la salvación» (2 Co 6,2).

Cuando Jesús quiere enseñarnos a vivir en la esperanza y a superar así los tiempos difíciles, siempre nos señala tres actitudes fundamentales: la oración, la cruz, la caridad fraterna. Son tres modos de entrar en comunión gozosa con el Padre. Por eso son tres modos de sentirnos fuertes en Él y experimentar la alegría de servir a nuestros hermanos. Pero, en definitiva, la actitud primera y esencial para vivir y superar los tiempos difíciles es la confianza en el amor del Padre: «El mismo Padre os ama» (Jn 16,27).

El camino para los tiempos difíciles, en Jesús, no es el miedo, la insensibilidad o la violencia. Al contrario: es la alegría del amor («amad a vuestros enemigos, rogad por vuestros perseguidores», Mt 5,44), es el equilibrio y fortaleza de la oración («rezad para no caer en la tentación», Mt 26,41), es la serenidad fecunda de la cruz («si el grano de trigo muere, da mucho fruto», Jn 12,24).

La historia marcaba la plenitud de los tiempos difíciles cuando nació Jesús. Su encarnación redentora fue la realización de la esperanza antigua y el principio de la esperanza nueva y definitiva. Desde que nació Jesús –sobre todo, desde que glorificado a la derecha del Padre envió sobre el mundo su Espíritu– vivimos nosotros el tiempo de la esperanza. Será definitivamente consumado cuando Jesús vuelva para entregar el reino al Padre (1 Co 15,25-28).

San Pablo lo resume admirablemente en un texto que leemos, muy significativamente, en la liturgia de Nochebuena: «Se manifestó la gracia de Dios, fuente de salvación para todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el tiempo presente, aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del Gran Dios y Salvador Nuestro Señor Jesucristo, el cual se entregó por nosotros» (Tt 2,11-14).

Es decir, que la esperanza brilla para el mundo cuando Jesús nace y muere por los hombres. El camino y la seguridad de la esperanza son muy distintos en el plan de Dios y en los cálculos humanos. La esperanza, en el misterio de Cristo, empieza siendo humillación, anonadamiento y muerte; por eso el Padre lo glorificará y le dará un nombre superior a todo nombre (Flp 2,7-9).

Cristo sintió miedo, tristeza y angustia ante la inminencia de los tiempos difíciles. «Comenzó a entristecerse y angustiarse» (Mt 26,37). «Comenzó a sentir temor y a angustiarse» (Mc 14,33). Es un temor, una angustia, una tristeza de muerte. Busca superar el momento difícil en la intensidad serena de la oración como comunión gozosa con la voluntad del Padre: «En medio de la angustia, Él oraba intensamente, su sudor era como gotas de sangre que corrían hasta el suelo» (Lc 22,39-44).

Pero el Señor siente la importancia, la fecundidad y el gozo de los tiempos difíciles: «Mi alma ahora está turbada, ¿y qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? ¡Si para eso he llegado a esta hora!» (Jn 12,27).

Lo cual no quiere decir que el Señor busque meterse inútilmente en lo difícil o anticipar por propia cuenta su hora. «Entonces tomaron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo» (Jn 8,59). Esto no lo hizo para escapar a los tiempos difíciles y porque quisiera apartar el hombro de la cruz; lo hizo simplemente «porque todavía no había llegado su hora» (Jn 7,30).

La misma generosidad y sabiduría ante la cruz aconsejará a sus discípulos. No les anticipa caminos fáciles. Les anuncia tiempos difíciles, pero recomienda prudencia evangélica: «Yo os envío como ovejas en medio de lobos; sed entonces astutos como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10,16).

Hay momentos particularmente difíciles en la vida de Jesús. Tal, por ejemplo, el rechazo de los suyos: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). Tal la división entre sus discípulos y el abandono de algunos de ellos porque les resultaba «duro su lenguaje». Debió de ser éste uno de los momentos más dolorosos en la vida del Señor: «Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de Él y dejaron de acompañarlo» (Jn 6,66).

Pero indudablemente la hora difícil de Jesús es la hora de su pasión. Fue deseada ardientemente por Él, anunciada tres veces a sus discípulos, fuertemente temida, pero intensamente amada y asumida: «Ya ha llegado la hora en que el Hijo del Hombre será glorificado. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,23-24).

Así nos enseña Jesús a superar los tiempos difíciles. Por su entrega incondicional al Padre en la cruz convierte la muerte en vida, la tristeza en alegría, la servidumbre en libertad, las tinieblas en luz, la división en unidad, el pecado en gracia, la violencia en paz, la desesperación en esperanza.

Jesús no anula los tiempos difíciles. Tampoco los hace fáciles. Simplemente los convierte en gracia. Hace que en ellos se manifieste el Padre y nos invita a asumirlos en la esperanza que nace de la cruz.

Para entender cómo Jesús vivió y superó, por el misterio de la cruz pascual, los tiempos difíciles, hace falta meditar con sencillez y amor el famoso himno de san Pablo sobre la glorificación de Cristo por su anonadamiento de la encarnación, su obediencia hasta la muerte de cruz y su exaltación como Señor de todas las cosas (Flp 2,6-11).

Éste es el Cristo que vive hoy en la Iglesia. Por eso la Iglesia –sacramento del Cristo Pascual– es en el mundo de hoy el verdadero signo de esperanza. La hizo así el Señor cuando, desde el seno del Padre, envió el Espíritu Santo prometido que inhabita, vivifica y unifica a la Iglesia. Pentecostés, plenitud de Pascua, es la manifestación del señorío de Jesús y la seguridad de que la Iglesia, penetrada por el Espíritu, vencerá los tiempos difíciles.

La Iglesia prolonga en el tiempo la pasión de Cristo, a fin de darle acabamiento (Col 1,24). El Señor lo había predicho: «Llegará la hora en que los mismos que os den muerte creerán que tributan culto a Dios» (Jn 16,2). Lo doloroso es esto en la Iglesia: cuando se enfrentan violentamente los hermanos, se persiguen, se encarcelan y se matan en nombre del Señor.

No es el momento de desesperar. Es el caso de recordar la frase del Señor: «En el mundo tendréis que sufrir; pero tened coraje: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).

Los tiempos difíciles se vencen siempre con la plenitud del amor, la fecundidad de la cruz y la fuerza transformadora de las bienaventuranzas evangélicas.

III. Pobreza y esperanza

«Felices los que tiene alma de pobres,
porque a ellos les pertenece el reino de los cielos» (Mt 5,3).

 

Para afrontar los tiempos difíciles –para superarlos en la fecundidad y la fuerza transformadora de la esperanza– hace falta ser pobres.

Habíamos confiado excesivamente en la técnica, la ciencia y la fuerza de los hombres. Descubrimos al hombre y su historia, el tiempo y el mundo, pero nos olvidamos de Dios y perdimos la perspectiva de lo eterno. Nos hemos sentido demasiado seguros de nosotros mismos.

Por eso, la primera condición para esperar de veras es ser pobre. Sólo los pobres –que se sienten inseguros en sí mismos, sin derecho a nada, ni ambición de nada– saben esperar. Porque ponen en sólo Dios toda su confianza. Están contentos con lo que tienen.

Los verdaderos pobres no son nunca violentos, pero son los únicos que poseen el secreto de las transformaciones profundas. Tal vez esto parezca una ilusión. No lo es si nos ponemos en la perspectiva del plan del Padre, incomprensible para nosotros, y de la acción del Espíritu. No olvidemos que los frutos del Espíritu son amor, alegría, paz (Ga 5,22).

Los tiempos difíciles se manifiestan cuando las cosas o los hombres nos aprisionan, limitan nuestra libertad, oscurecen el horizonte o nos impiden ser fieles al designio del Padre y a la realización de nuestra vocación divina. Los tiempos difíciles comenzaron cuando el demonio les hizo perder a los hombres la libertad con el pretexto de que iban a ser como dioses (Gn 3,5). Por eso, el tiempo de la esperanza comienza cuando el Hijo de Dios se despoja de la manifestación de su gloria y se hace siervo, obediente hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2,8). El desposeimiento de Cristo –su anonadamiento y su muerte– nos abre los caminos de la riqueza y la libertad. «Siendo rico se hizo pobre por nosotros a fin de enriquecernos con su pobreza» (2 Co 8,9). Así, Cristo nos libera del pecado y de la muerte (Rm 8,2). Vino para hacernos libres (Ga 5,1), quitando por su muerte «el pecado del mundo» (Jn 1,29).

Una manifestación clara de la falta de pobreza es la seguridad en sí mismo y el desprecio de los otros. «Te doy gracias, Señor, porque yo no soy como los demás hombres» (Lc 18,11). Es el mismo pecado de excesiva seguridad personal que, aun en medio de la sinceridad de su amor por el Maestro, le hace peligrar y caer a san Pedro: «Aunque todos se escandalicen de Ti, yo nunca me escandalizaré» (Mt 26,33). En definitiva, el rico, el que se siente seguro en sí mismo, no necesita del Señor. Por eso nunca podrá creer de veras en Dios, cuya esencia es la bondad y la misericordia del perdón. Es interesante, por eso, la solemne confesión de fe de san Pablo: «Es cierta y digna de ser aceptada por todos la siguiente afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores: y el primero de ellos soy yo» (1 Tm 1,15). Cuando uno se siente pobre y miserable, Dios se hace particularmente cercano e íntimo. La conciencia clara y serena de la propia limitación y miseria hace que entre en nosotros Jesucristo el Salvador. En María, la pobre, hizo maravillas el Todopoderoso, Aquel cuyo nombre es santo (Lc 1,48-49). Por eso María, la humilde servidora del Señor, cambió la historia.

Es interesante comprobar que los tiempos se vuelven particularmente difíciles cuando cada uno cree tener la clave infalible para la solución de todos los problemas. Cuando, por ejemplo, en la Iglesia algunos creen que son los únicos pobres y que han entendido el Evangelio, que han descubierto el secreto para hacer más transparente y cercano a Jesucristo o que son los únicos verdaderamente comprometidos con la liberación del hombre, mientras otros sienten que son los únicos fieles a la riqueza de la tradición o se sienten maestros infalibles de sus hermanos. O también en la sociedad civil, cuando se piensa superficialmente que los otros no hicieron nada y que la única fórmula para transformar el mundo la posee uno. El fracaso sucesivo de los hombres
–con la consiguiente desilusión para los jóvenes– tendría que ser una llamada a la pobreza. La pobreza no es sólo una virtud cristiana; es actitud necesaria y primerísima para los hombres grandes. Las tensiones se originan con frecuencia por el pretendido derecho a la exclusividad de la verdad y de la santidad. La paz sólo se da entre corazones disponibles; y la disponibilidad supone la pobreza.

La esperanza cristiana se apoya en la omnipotencia y bondad de Dios. Para apoyarse en Dios hace falta ser pobre. La pobreza cristiana es total desposeimiento de sí mismo, de las cosas, de los hombres. Es hambre de Dios, necesidad de oración y humilde confianza en los hermanos. Por eso María, la pobre, confió tanto en el Señor y comprometió su fidelidad a la Palabra (Lc 1,38). El canto de María es el grito de esperanza de los pobres.

Esta misma meditación sobre la esperanza para los tiempos difíciles tiene necesariamente que mantenerse en una línea de pobreza. Por eso es extremadamente simple. Si pretendiera ser técnica y agotar el tema o enseñar a otros o corregirlos, dejaría de ser una manifestación de Dios a los pobres. Dejaría de ser pobre. Sólo tiene que ser una sencilla comunicación de Dios para despertar las verdades profundas sembradas en el corazón del hombre y una preparación para recibir la Verdad completa, que es Cristo (Jn 16,33).

La esperanza es una virtud fuerte, pero gozosa y serena. Hay aquí un parentesco con la pobreza. La pobreza real es fuerte, pero no agresiva; en algunas circunstancias es muy dolorosa, pero nunca deja de ser serena y alegre. El pobre espera al Señor más que el centinela la aurora (Sal 130,5-6), y tiene fijos sus ojos en el Señor, como la esclava en manos de su señora (Sal 123,2).

La pobreza y la esperanza hacen centrar nuestros deseos y seguridad en Jesucristo. La pobreza nos abre a Jesucristo nuestro Salvador. La esperanza nos hace tender hacia su encuentro. Nos hace pensar también en María, que sintetiza el «pequeño resto» de «los pobres» que en Israel esperaban la salvación. En María, la pobre, se cumplieron la plenitud de los tiempos. Por eso es la Madre de la Santa Esperanza.

IV. Esperanza y contemplación

«Sed alegres en la esperanza, pacientes en la tribulación,
perseverantes en la oración» (Rm 12,12).

 

Únicamente sabe esperar bien el contemplativo. Porque la ilusión de lo inmediato puede hacernos perder la realidad de lo profundo y la presencia de lo definitivo. La esperanza es eso: la fruición anticipada de lo futuro. Aquí también encontramos aplicadas las bienaventuranzas: sólo los limpios de corazón tienen capacidad para ver a Dios (Mt 5,8).

La esperanza supone mucho equilibrio interior. En general nos angustiamos y desesperamos cuando no tenemos tiempo y tranquilidad para rezar. Los monjes no sólo nos pacifican porque son un signo de lo que ha de venir (de los bienes futuros que esperamos), sino porque nos introducen en lo invisible de Dios y nos hacen experimentar ahora su presencia. La experiencia de Dios en la oración nos inunda de «la alegría de la esperanza» (Rm 12,12). Por eso es tremendo cuando un monje deja la contemplación atraído por la ilusión de transformar el mundo por una actividad inmediata. Su modo específico de cambiar el mundo, de construir la historia y de salvar al hombre, es seguir siendo profundamente contemplativo. Verdadero hombre de Dios y maestro de oración. Es decir, un auténtico vidente.

La contemplación, sin embargo, no es olvido de la historia ni evasión de la problemática del mundo. Sería un modo absurdo de complacerse en sí mismo, dejando siempre en la penumbra al Señor. La contemplación verdadera es don del Espíritu Santo. Sólo se la consigue con limpieza de corazón y con hambre de pobres.

La contemplación nos hace descubrir el plan de Dios y el paso del Señor por la historia, la actividad incesantemente recreadora del Espíritu. Un verdadero contemplativo nos hace comprender tres cosas: que lo único que importa es Dios, que Jesús vive entre los hombres y peregrina con nosotros hacia el Padre, que la eternidad está empezada y marchamos con Cristo hacia la consumación del reino (1 Co 15,24).

La contemplación nos descubre permanentemente a Jesucristo «nuestra esperanza» (1 Tm 1,1). Nos hace presente al Señor en los momentos difíciles: «Soy yo, no tengáis miedo» (Mc 6,50). Nos abre a los hermanos: «Todo lo que a ellos les hiciereis, me lo hacéis a mí» (Mt 25,40).

Hay aspectos que interesan esencialmente a la esperanza y que son fácilmente captables por los contemplativos: la penetración en los bienes invisibles, la pregustación de los bienes eternos, la cercanía e inhabitación del Dios omnipotente y bueno, la valoración del tiempo y del hombre, la presencia de Jesucristo en la historia, el dinamismo de la creación hacia su definitiva recapitulación en Cristo (Rm 8,18-25; Ef 1,10), la actividad incesantemente recreadora del Espíritu Santo, que habita en nosotros y que resucitará nuestros cuerpos mortales (Rm 8,11), configurándolos al cuerpo de gloria de Nuestro Señor Jesucristo (Flp 3,21). La esperanza es esencialmente un camino hacia el encuentro definitivo con el Señor (1 Ts 4,17), apoyándonos en el Dios que nos ha sido dado en Jesucristo.

Pero hace falta vivir en comunión para esperar de veras; la caridad, es por eso, esencial a la esperanza cristiana (Sto. Tomás S. Th., 2a.-2ae., 17, 3). Hay veces, incluso, en que nos hace falta esperar con la esperanza de los amigos. Cuando el cansancio o el desaliento nos hacen desfallecer
–como a Elías en el desierto– siempre hay alguien que nos grita el nombre del Señor: «Levántate y come, que aún te queda un largo camino» (1 Re 19,7).

La contemplación es esa capacidad para descubrir en seguida la presencia del Señor en los amigos como instrumentos de Dios. Como los cansados discípulos de Emaús lo reconocieron en la fracción del pan (Lc 24,35).

Los tiempos difíciles tienen que ser penetrados por eso desde la profundidad de la contemplación. Nos hace ver lejos y a lo hondo. También nos descubre las causas del mal: por qué suceden tales cosas. Sobre todo, nos hace descubrir a cada rato el plan salvífico de Dios en medio de los desconcertantes y absurdos acontecimientos humanos. Por la contemplación nos aseguramos que lo imposible de los hombres se hace posible sólo en Dios.

Es importante comprender que los caminos de Dios son misteriosos y no coinciden con frecuencia con los caminos de los hombres. Si las cosas se vuelven difíciles es porque los hombres tuercen o cambian los caminos de Dios. Siempre me impresiona en los Hechos la actitud de Pablo: «se lo prohibió el Espíritu Santo» (Hch 16,7).

Pero, sobre todo, la contemplación nos pone a la escucha humilde y dócil de la Palabra de Dios: allí se nos comunica, siempre en el claroscuro de la fe, qué quiere Dios de nosotros, por qué suceden ciertas cosas, qué tenemos que hacer para cambiar la historia. María cambió la historia de esclavitud en historia de libertad con aquella libertad con que nos liberó Cristo (Ga 5,1): por su humilde disponibilidad de esclava del Señor.

La contemplación nos pone en contacto vivo con la Palabra de Dios; y allí saboreamos la historia de la salvación y aprendemos a gustar cómo Dios «ha visitado y redimido a su pueblo» (Lc 1,68). En la contemplación de la Palabra de Dios entendemos en concreto cómo Dios puede separar las aguas para que pasen los elegidos (Ex 14,21-23), y luego juntarlas para sepultar a los que los persiguen, cómo un pequeño pastor sin armadura puede derribar de un hondazo al gigante que amenaza al pueblo (1 S 17,49). Comprendemos, sobre todo, cómo no hay momentos imposibles para Dios; que hay que saber aguardar con paciencia, y que la salvación nos viene de lo más humanamente inesperado («¿de Nazaret puede salir algo bueno?»: Jn 1,46; cf. 1 Co 1,27-28).

Los contemplativos tienen una gran capacidad de recrear continuamente la Palabra de Dios por el Espíritu, haciéndola prodigiosamente actual. Para que no pensemos con pesimismo que «ya no hay remedio», que los tiempos nuestros son «los más oscuros y difíciles de la historia».

San Juan, el contemplativo, escribía en tiempos difíciles a los jóvenes de su tiempo: «Os escribo, jóvenes, porque sois fuertes y la Palabra de Dios permanece en vosotros y habéis vencido al maligno» (1 Jn 2,14). ¿No será por eso por lo que los jóvenes aman hoy más que nunca la contemplación y buscan el desierto y la fecundidad de la Palabra? ¿No será porque sienten en carne viva lo difícil de los tiempos que vivimos y que el único modo de superarlos es armarse de fortaleza en el Espíritu y dejar que la Palabra de Dios inhabite por la contemplación en sus corazones? Los tiempos difíciles son los tiempos aptos para la pobreza, la contemplación y fortaleza de los jóvenes. Por eso son los más aptos para su esperanza.

La contemplación nos ayuda a descifrar el misterio de la cruz, a superar su escándalo y su locura (1 Co 1,23); nos hace vencer el miedo y la desesperación, porque nos ayuda a gustar la alegría y la fecundidad de los sufrimientos (Ga 6,14; Col 1,24; Jn 12,24). El miedo, la angustia y la tristeza pueden coexistir transitoriamente con la contemplación. Coexistieron en la profundidad dolorosamente serena de la oración de Cristo en el Huerto (Lc 22,39 ss.). Pero todo se resuelve en seguida en la entrega incondicional, absoluta y enteramente filial, a la voluntad del Padre: «no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mt 26,39). Aprendemos así que la oración es muy simple y serena, que la oración es entrar sencillamente en comunión con la voluntad adorable del Padre: «Sí, Padre, porque ésta ha sido tu voluntad» (Lc 10,21).

La contemplación nos equilibra interiormente porque nos pone en contacto inmediato con Jesucristo «nuestra Paz» (Ef 2,14), y por su Espíritu, que grita en nuestro silencio con gemidos inexpresables (Rm 8,26), nos hace saborear los secretos del Padre. Nos hunde en la profundidad del amor; y el amor echa fuera el temor (1 Jn 4,18).

Una de las experiencias más hondamente humanas es el miedo. Pero Jesucristo vino a liberarnos del miedo; por eso Él mismo se sujetó transitoriamente a la experiencia del miedo (Mc 14,33). Pero nos pidió que no tuviéramos miedo (Jn 14,1 y 27). La experiencia del miedo es fundamentalmente buena, cristiana, propia de los pobres. Lo que no es cristiano es la angustia de un miedo que destruye y paraliza, que cierra a la comunicación de los hermanos y a la confianza sencilla en el Dios Padre.

Por eso el Evangelio de la salvación y de la gracia es una continua invitación a la serenidad, una permanente exhortación a que no tengamos miedo: la Anunciación (Lc 1,30), el Nacimiento (Lc 2,10), la Resurrección (Mt 28,10). «No tengas miedo». «No tengas miedo».

V. Fortaleza y esperanza

«Nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones,
porque sabemos que la tribulación produce la constancia;
la constancia, la virtud probada, y la virtud probada, la esperanza.
Y la esperanza no quedará defraudada,
porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones
por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,3-5).

 

San Pablo siente, como Jesucristo, la gloria y fecundidad del sufrimiento. «Yo solo me gloriaré en la cruz» (Ga 6,14). Es la cruz, interna y externa, asumida con gozo por la Iglesia y el mundo: «ahora me alegro de poder sufrir por vosotros y completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). Esa misma dicha de sufrir por Cristo la desea de corazón a sus hijos, a quienes pide que sigan siendo «dignos seguidores del Evangelio de Cristo… sin dejarse intimidar para nada por los adversarios. Dios os ha concedido la gracia, no solamente de creer en Cristo, sino también de sufrir por Él» (Flp 1,27-30).

Pero esta felicidad honda del sufrimiento se conecta con la firmeza de la esperanza. Y la esperanza a su vez, toma su fuerza en el amor del Padre manifestado en Cristo Jesús (Rm 8,39) y comunicado a cada uno por el Espíritu Santo que nos fue dado.

La esperanza exige fortaleza: para superar las dificultades, para asumir la cruz con alegría, para conservar la paz y contagiarla, para ir serenos al martirio. Nunca ha sido virtud de los débiles o privilegio de los insensibles, ociosos o cobardes. La esperanza es fuerte, activa y creadora. La esperanza supone lo arduo, lo difícil, aunque posible (Sto. Tomás). No existe esperanza de lo fácil o evidente. «Cuando se ve lo que se espera, ya no se espera más, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? En cambio, si esperamos lo que no vemos, lo esperamos con constancia» (Rm 8,24-25).

Los tiempos difíciles exigen fortaleza. En dos sentidos: como firmeza, constancia, perseverancia, y como compromiso activo, audaz y creador. Para cambiar el mundo con el espíritu de las bienaventuranzas, para construirlo en la paz, hace falta la fortaleza del Espíritu. «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1,8). La primera condición para un testigo de la Pascua –es decir, de la esperanza– es la contemplación (haber visto y oído, haber palpado la Palabra de la Vida, 1 Jn 1,1-5); la segunda es la cruz (ser hondamente incorporado a la muerte y resurrección del Señor, Rm 6,3-6); la tercera es la fortaleza (la capacidad para ir prontos y alegres al martirio).

En los tiempos difíciles hay una fácil tentación contra la esperanza: ponerse inútilmente a pensar en los tiempos idos o soñar pasivamente en que pase pronto la tormenta, sin que nosotros hagamos nada para crear los tiempos nuevos. La esperanza es una virtud esencialmente creadora; por eso cesará cuando, al final, todo esté hecho y acabado. El cielo será el reposo conseguido por la búsqueda de la fe, la constancia de la esperanza y la actividad del amor (1 Ts 1,3). La felicidad eterna será eso: saborear en Dios para siempre la posesión de un Bien intuido por la fe, perseguido en la esperanza y alcanzado por el amor.

Pero la fortaleza no es poderío ni agresividad. Hay pueblos que no tienen nada, que esperan todo, y son inmensamente felices. Porque son providencialmente fuertes en el espíritu. Poseen a Dios y gustan en el silencio de la cruz su adorable presencia.

Para ser hombre de paz hay que ser fuerte: sólo los que poseen la fortaleza del Espíritu pueden convertirse en operadores de la paz (Mt 5,5).

La fortaleza es necesaria para asumir la cruz con alegría, como el gran don del Padre, que prepara la fecundidad para los tiempos nuevos. Hay un modo de vivir la cruz con amargura, resentimiento o tristeza. Entonces la cruz nos despedaza. Pero la cruz es inevitable en nuestra vida y para los cristianos es condición esencial del seguimiento de Jesús. No fuimos hechos para la cruz, pero es necesario pasarla para poder entrar en la gloria (Lc 24,26). Hay almas privilegiadas que sufren mucho; más todavía, su gran privilegio es la cruz. Los amigos, como en el caso de Job, quisieran evitársela. También Pedro, cuando no entiende el anuncio de la pasión (Mt 16,22). O como en la crucifixión del Señor, los judíos quisieron verlo descender de la cruz para creer en Él (Mt 27,42). Hoy más que nunca vale creer a un hombre que nos habla desde la cruz un lenguaje de alegría y de esperanza. Porque su testimonio nace de una profunda experiencia de Dios.

Un pueblo que sufre puede caer en la resignación pasiva y fatalista o en la agresividad de la violencia. Hay que armarlo entonces con la fortaleza del Espíritu para hacerlo entrar por el camino de la esperanza. Aunque parezca que la tierra prometida está muy lejos y que la esperanza de los Profetas –que anuncia castigos y exige conversión– sea una ilusión inútil. ¿Cómo puede hablarse de esperanza cuando tantos niños mueren cotidianamente de hambre, cuando tantos pueblos padecen miseria y opresión? ¿Cómo puede hablarse de esperanza cuando se multiplican las injusticias, las acusaciones falsas, los secuestros, las prisiones y las muertes? ¿Cómo puede hablarse de esperanza cuando la Iglesia es herida adentro y cuestionada la persona y autoridad del Papa y los obispos?

Sin embargo, es entonces cuando los cristianos verdaderos tocan la esencia de su fidelidad a la Palabra, creen de veras en el Dios que nunca falla y arrancan del corazón de la cruz la esperanza que necesitan comunicar a sus hermanos. Los hombres tienen derecho a que nosotros esperemos contra toda esperanza, seamos constructores positivos de la paz, comunicadores de alegría y verdaderos profetas de esperanza.

Hay que prepararse para el martirio. Hubo un tiempo en que leíamos con veneración, como historia que nos conmovía y alentaba, el relato de los mártires. Hoy, quien se decide a vivir a fondo el Evangelio debe prepararse para el martirio. Lo peor es que, en muchos casos, se apedrea y se mata «en nombre de Jesucristo». Es el cumplimiento de la Palabra del Señor: «Os he dicho esto a fin de que no sucumbáis en la prueba… Llega la hora en que quien os mate tendrá el sentimiento de estar presentando un sacrificio a Dios. Os lo digo ahora a fin de que, cuando llegue el momento, os acordéis de que ya os lo había dicho» (Jn 16,1-4).

Para esta disponibilidad gozosa para el martirio hace falta, sobre todo, la fortaleza del Espíritu. Jesús prometió el Espíritu a sus Apóstoles para predicarlo «con potencia»
–como fruto de una experiencia o contemplación palpable y sabrosa– y para ir gozosos al martirio.

Estamos en el puro corazón del Evangelio. Jesús fue rechazado por los suyos, perseguido y calumniado, encarcelado, crucificado y muerto. También los Apóstoles. Pero vivieron con alegría su participación en la cruz de Cristo y se prepararon con paz a su martirio. «Alegres por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre de Jesús» (Hch 5,41).

Pablo sigue predicando desde la cárcel; su gran título es éste: «yo, el prisionero de Cristo» (Ef 4,1). Hay en los Hechos un pasaje hermosísimo, tierno y fuerte al mismo tiempo, que nos revela la honda y gozosa disponibilidad de Pablo para el martirio; es cuando se despide de los presbíteros de Éfeso: «Mirad que ahora yo, encadenado por el Espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber lo que allí me sucederá; solamente sé que en cada ciudad el Espíritu Santo me testifica que me aguardan prisiones y tribulaciones» (Hch 20,22-23). Pero Pablo se siente inmensamente feliz –es lo único que cuenta para él– con ser fiel al ministerio recibido de dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios.

Hoy sufren martirio las personas, las comunidades cristianas y los pueblos. Hay una tentación fácil y peligrosa de politizar el Evangelio. Pero también hay un deseo evidente de acallar el Evangelio o de reducirlo a esquemas intemporales. Se acepta fácilmente un Evangelio que proclama la venida de Jesús en el tiempo y anuncia su retorno, pero molesta el Evangelio que nos dice que Jesús sigue viviendo con nosotros hasta el final del mundo y nos exige cotidianamente compromisos de justicia, de caridad fraterna, de inmolación al Padre o de servicio a los hermanos. «La Iglesia tiene el deber de anunciar la liberación de millones de seres humanos, de ayudar a que esta liberación nazca, de dar testimonio de la misma, de hacer que sea verdaderamente total. Todo esto no es extraño a la evangelización» (EN 30).

Todo lo que hace al compromiso evangélico del cristiano –glorificador del Padre, servidor de los hombres y constructor de la historia– es considerado como peligroso y subversivo. Y, sin embargo, el Evangelio tiene algo que decir en todo esto y tiene que ser fermento de paz y salvación para el mundo concreto de la historia –orden económico y social, orden político– en que se mueven los hombres. Para ser fiel a la totalidad del Evangelio hace falta fortaleza.

Finalmente hay algo que exige particular fortaleza: es el equilibrio del Espíritu para los tiempos difíciles. Puede haber el riesgo de evadirnos en la indiferencia, la insensibilidad o el miedo. Puede haber también el riesgo de dejarnos arrastrar por la tormenta o por la euforia fácil del éxito inmediato. No querer cambiar nada, para no romper el orden o perder la unidad. O quererlo cambiar todo, desde fuera y en seguida.

Una de las características fundamentales –tal vez la primera, según el Concilio Vaticano II y Medellín– de los tiempos nuevos es el cambio. Cambios acelerados, profundos y universales. Precisamente por eso los tiempos nuevos resultan en seguida los tiempos difíciles. Cambiarlo todo desde dentro, con la luz de la Palabra y la acción del Espíritu, no es cosa fácil. El cambio no es una simple sustitución; mucho menos, la rápida destrucción de lo antiguo. El cambio es creación y crecimiento; es decir, desde la riqueza de lo antiguo, ir creando el presente y preparar el futuro.

Los tiempos difíciles pueden perder el equilibrio. Pero la falta de equilibrio agrava todavía más la dificultad de los tiempos nuevos. Porque se pierde la serenidad interior, la capacidad contemplativa de ver lejos y la audacia creadora de los hombres del Espíritu. Cuando falta el equilibrio, aumenta la pasividad del miedo o la agresividad de la violencia.

Los tiempos difíciles exigen hombres fuertes; es decir, que viven en la firmeza y perseverancia de la esperanza. Para ello hacen falta hombres pobres y contemplativos, totalmente desposeídos de la seguridad personal para confiar solamente en Dios, con una gran capacidad para descubrir cotidianamente el paso del Señor en la historia y para entregarse con alegría al servicio de los hombres en la constitución de un mundo más fraterno y más cristiano.

Es decir, hacen falta hombres nuevos, capaces de saborear la cruz y contagiar el gozo de la resurrección, capaces de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismos, capaces de experimentar la cercanía de Jesús y de contagiar al mundo la esperanza. Capaces de experimentar que «el Señor está cerca» (Flp 4,4), y por eso son imperturbablemente alegres, y de gritar a los hombres que «el Señor viene» (1 Co 16,22), y por eso viven en la inquebrantable solidez de la esperanza.

Hombres que han experimentado a Dios en el desierto y han aprendido a saborear la cruz. Por eso ahora saben leer en la noche los signos de los tiempos, están decididos a dar la vida por sus amigos y, sobre todo, se sienten felices de sufrir por el Nombre de Jesús y de participar así hondamente en el misterio de su Pascua. Porque, en la fidelidad a la Palabra, han comprendido que los tiempos difíciles son los más providenciales y evangélicos, y que es necesario vivirlos desde la profundidad de la contemplación y la serenidad de la cruz. De allí surge para el mundo la victoria de la fe (1 Jn 5,4), que se convierte para todos en fuente de paz, de alegría y de esperanza.

Conclusión

 

«Cuando llegó la plenitud de los tiempos,
Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sometido a la ley,
a fin de rescatar a los que se hallan bajo la ley,
a fin de que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4,4-7).

 

La plenitud evangélica de los tiempos difíciles está marcada por la presencia de María «de la que nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 1,16). Cuando los tiempos difíciles irrumpieron en la historia por el pecado del hombre, María Santísima fue anunciada proféticamente (Gn 3,15) como partícipe en la salvación del hombre. Cuando «la llena de gracia» (Lc 1,28) dijo que Sí, los tiempos difíciles se convirtieron en tiempos de salvación. Siguieron siendo difíciles –más marcados con la cruz que antes: «será signo de contradicción y una espada traspasará tu alma» (Lc 2,24-35)–, pero no imposibles. Porque «para Dios nada hay imposible» (Lc 1,37). Comenzó entonces el cambio de la tristeza en gozo, de la angustia en serenidad, de la desesperación en esperanza. Las tres frases del Ángel de la Anunciación a María son significativas: «Alégrate», «No tengas miedo», «Para Dios nada es imposible». Continúa en la historia esta profunda invitación de Dios a la alegría, la serenidad y la esperanza.

¿Cómo serán los tiempos nuevos que el Espíritu ha reservado para nosotros? ¿Cómo serán los tiempos nuevos que nosotros mismos, como instrumentos del Espíritu, prepararemos para el futuro? Todo depende del plan de Dios, descubierto en la contemplación, aceptado en la pobreza y realizado en la fortaleza de la disponibilidad.

María nos acompaña. Ciertamente son momentos duros y difíciles, pero claramente providenciales y fecundos, adorables momentos de gracia extraordinaria. Humanamente absurdos e imposibles. Pero lo imposible para el hombre se hace posible en Dios. Así lo aseguró Jesús: «Para los hombres, esto es imposible, pero para Dios todo es posible» (Mt 19,26). Así se lo manifestó el Señor a Abraham (Gn 18,14) y lo repitió el Ángel a María (Lc 1,37). Así también lo comprendió Job, en la fecunda experiencia del dolor, y lo manifestó en su última respuesta al Señor: «Sé que eres todopoderoso y que ningún plan es irrealizable para ti» (Jb 42,2).

Sólo hace falta que vivamos en la esperanza: por eso mismo en la pobreza, la contemplación y la fortaleza del Espíritu. Más concretamente aún, en la humilde, gozosa y total disponibilidad de María, la Virgen fiel, que dijo al Padre que Sí y cambió la historia. Por eso ahora –alumbrada por el Espíritu y Madre del Salvador– es para nosotros Causa de la alegría y Madre de la Santa Esperanza.

En María y con María, la Iglesia –que acoge en la pobreza la Palabra de Dios y la realiza (Lc 11,28)– vive silenciosa y fuerte al pie de la cruz pascual de Jesús (Jn 19,25) y canta felicísima la fidelidad de un Dios que siempre sigue obrando maravillas en la pequeñez de sus servidores.

Y espera en vigilia de oración al Señor que llega (Mt 25,6). «Sí, pronto vendré. ¡Amén! ¡Vén, Señor Jesús!» (Ap 22,20).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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