Me hiciste revivir, Señor Dios mío, te daré gracias por siempre. Salmo 29
Me hiciste revivir, Señor Dios mío, te daré gracias por siempre.
Salmo 29
En esta Pascua tan particular que el Señor nos concede vivir y celebrar, continuamos nuestro camino de la mano de los salmos y, en estos cincuenta días en honor de Cristo resucitado, ellos darán voz a nuestra experiencia orante, para ayudarnos a hacer de ella una experiencia pascual, como la de Cristo.
Comenzamos por el salmo 29 que es por excelencia un salmo pascual. Es un canto de agradecimiento personal que se eleva a Dios después de que el horizonte del orante se ha despejado y ha desaparecido de él la amenaza de la muerte.
Ciertamente en este tiempo pascual, después de haber celebrado los días de Pasión, la Iglesia en su liturgia nos invita a rezar este salmo a la luz de la Muerte y Resurrección de Cristo, pero al mismo tiempo invita a cada creyente a participar cada vez más hondamente en este misterio, uniéndose a Cristo en su resurrección. Una muestra de ello son las expresiones que constantemente repetimos en estos días de Pascua: “resucitados con Cristo”, “Cristo, nuestra Pascua”; ellas nos ayudan, a lo largo de la cincuentena pascual, a dejarnos penetrar por este misterio que hemos celebrado, para que por la fe se haga vida en cada uno de nosotros. Decía el Papa Francisco en estos días: Cada vez que tomamos parte de la Pasión del Señor, que acompañamos la pasión de nuestros hermanos, viviendo inclusive la propia pasión, nuestros oídos escucharán la novedad de la Resurrección: no estamos solos, el Señor nos precede en nuestro caminar removiendo las piedras que nos paralizan. Meditación del Papa Francisco: Plan para resucitar, 17 de abril 2020.
De la mano de Cristo entonces, dejémonos introducir en su experiencia pascual a la luz del salmo 29:
El salmista comienza ensalzando al Señor por una pascua que ya ha acontecido, una “resurrección” que ya ha tenido lugar, pero de la cual continúa gozando en el presente a través de la penetración de esa experiencia vivida. El orante eleva a Dios, desde lo más profundo de su corazón, una intensa y ferviente acción de gracias porque se siente librado del abismo de la muerte:
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado
y no has dejado que mis enemigos se rían de mí.
Señor Dios mío, a ti grité,
y tú me sanaste.
Señor, sacaste mi vida del abismo,
me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa.
Así pues, una vez pasada la noche de la muerte, despunta para el salmista el alba del nuevo día. Por eso, la tradición cristiana ha leído este salmo como un canto pascual de Cristo. En este salmo se nos muestra a “Cristo, que después de su gloriosa resurrección, da gracias al Padre”, dice Casiano.
El orante se dirige repetidamente al “Señor” anunciando que lo ensalzará, para recordar el grito que ha elevado hacia él en el tiempo de la prueba y su intervención liberadora, y a fin de volver a invocar nuevamente su misericordia.
Todo el salmo está impregnado de un tono pascual de alabanza, y aquí podemos pensar en el Aleluya pascual (Aleluya significa Alabad a Yahveh) que tiñe la liturgia de estos cincuenta días, y a la que también el salmista invita a participar:
Tañed para el Señor, fieles suyos,
dad gracias a su nombre santo;
su cólera dura un instante,
su bondad, de por vida;
al atardecer nos visita el llanto,
por la mañana, el júbilo.
Para expresar su gratitud desbordante el salmista recurre a una serie de metáforas opuestas que expresan de modo simbólico la liberación alcanzada gracias a la intervención del Señor. Así, “sacar la vida del abismo” se opone a “bajar a la fosa”; la “bondad de Dios de por vida” sustituye su “cólera de un instante”; el “júbilo de la mañana” sucede al “llanto del atardecer”; el “luto” se convierte en “danza” y el triste “sayal” se transforma en “vestido de fiesta”.
De manera concreta se trata del paso del miedo a la alegría, de la noche al día, de la tempestad a la serenidad, de la súplica a la alabanza. Estas son experiencias descritas con frecuencia en el Salterio y que pueden ayudarnos a dar voz a nuestra oración.
Los sentimientos del que reza oscilan constantemente entre el recuerdo del dolor vivido y la alegría de la liberación. Ciertamente, el peligro pasado es grave y todavía causa escalofrío; el recuerdo del sufrimiento vivido todavía es nítido e intenso; hace muy poco que el llanto ha sido enjugado. Pero ya ha despuntado el alba de un nuevo día; y en vez de la muerte se ha abierto la perspectiva de la vida que continúa. Tal vez hoy más que nunca necesitamos hacer esta experiencia de la vida que está llamada a continuar gracias a la intervención salvadora del Señor.
Luego, con realismo, pobreza y humildad el salmista confiesa su tentación en tiempo de prosperidad, e inmediatamente recuerda la prueba que sufrió exponiendo al Señor su desconcierto.
Pero enseguida recuerda cómo imploró al Señor: gritando, pidiendo ayuda, suplicando que lo librara de la muerte, aduciendo como razón el hecho de que la muerte no produce ninguna ventaja al Señor, pues quienes mueren ya no pueden ensalzarlo:
Yo pensaba muy seguro:
“No vacilaré jamás”.
Tu bondad, Señor, me aseguraba
el honor y la fuerza;
pero escondiste tu rostro,
y quedé desconcertado.
A ti, Señor, llamé,
supliqué a mi Dios:
“¿Qué ganas con mi muerte,
con que yo baje a la fosa?
¿Te va a dar gracias el polvo,
o va a proclamar tu lealtad?
Escucha, Señor, y ten piedad de mí,
Señor, socórreme”.
“El salmista confesaba así que a veces se enorgullecía de estar sano, como si fuese una virtud suya, y que en ello había descubierto el peligro de una gravísima enfermedad. En efecto, dice: “Yo pensaba muy seguro: No vacilaré jamás”. Y dado que al decir eso había perdido el apoyo de la gracia divina, y, desconcertado, había caído en la enfermedad, prosigue diciendo: “Tu bondad, Señor, me aseguraba el honor y la fuerza; pero escondiste tu rostro, y quedé desconcertado”. Asimismo, para mostrar que se debe pedir sin cesar, con humildad, la ayuda de la gracia divina, aunque ya se cuente con ella, añade: “A ti, Señor, llamé; supliqué a mi Dios”. Por lo demás, nadie eleva oraciones y hace peticiones sin reconocer que tiene necesidades, y sabe que no puede conservar lo que posee confiando sólo en su propia virtud” San Fulgencio de Ruspe
Al intenso deseo de vida del hombre, a ese deseo de salvación plena que todos llevamos en el corazón, en definitiva, a ese deseo humano de una victoria de Dios sobre la muerte viene a responder la gracia divina en la Resurrección de Cristo. Por eso, la satisfacción de esta fuerte aspiración humana ha quedado garantizada plenamente y para siempre con la resurrección de Cristo. Eso es lo que estamos llamados a celebrar en la cincuentena pascual.
Así, a la luz de la Resurrección de Cristo, podemos decir con el salmista:
Cambiaste mi luto en danzas,
me desataste el sayal y me has vestido de fiesta;
te cantará mi alma sin callarse,
Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre.
Cristo es quien ha dado a estas palabras su sentido definitivo, ya que Él penetró en toda realidad humana y conoció por experiencia el bien y el mal de nuestra existencia. Cristo plena y verdaderamente hombre, nos enseña a orar con estas palabras porque es el Hijo, que ha pasado por la experiencia de la muerte y ha sido resucitado por el poder del Padre. Él penetra también hoy toda realidad y situación de la vida humana, también la muerte. Por eso, Cristo resucitado imprime una nueva, una definitiva dirección a nuestra vida y también a la historia de la humanidad. Acojamos la invitación del Santo Padre a dejarnos transformar por este anuncio pascual: el Señor, con su novedad, puede siempre renovar nuestra vida y la de nuestra comunidad. En esta tierra desolada, el Señor se empeña en regenerar la belleza y hacer renacer la esperanza: “Mirad que realizo algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notan?” (Is 43, 18b). Dios jamás abandona a su pueblo, está siempre junto a él, especialmente cuando el dolor se hace más presente. Meditación del Papa Francisco: Plan para resucitar, 17 de abril 2020.
Estos cincuenta días de Pascua nos son regalados para hacer este descubrimiento, para percibir cada vez más hondamente esta presencia de Cristo resucitado que nos invita a recibir y a comunicar la plenitud de su novedad pascual que es capaz de saciar el anhelo más profundo del corazón humano.