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La adoración y la alabanza de los magos y de los pastores

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Comenzaremos mañana la última semana de adviento. Podríamos llamarla “la semana mayor”. Así como la semana santa ya nos introduce en el misterio pascual, esta semana del 17 al 23 de diciembre nos predispone ya a adentrarnos ya en el misterio grande de la navidad.

La oración que rezaremos mañana en el 3º domingo de adviento nos da la clave para vivir estos últimos días que nos quedan:

Dios y Padre nuestro, que acompañas bondadosamente a tu pueblo con la fiel espera del nacimiento de tu Hijo, concédenos festejar con alegría su venida y alcanzar el gozo que nos da su salvación.

 

Pedimos entonces “festejar con alegría la venida del Señor”. Festejar, celebrar con alegría la venida de Dios a nuestra tierra. Esto es la navidad. Celebramos el día que Dios vino a nuestra tierra, el día que el cielo descendió a la tierra, el día que la tierra recuperó a esperanza del cielo perdido, el día que Dios se dignó descender a nuestra tierra. Hacemos fiesta porque Dios vino y sigue viniendo. Imaginémonos por un instante cómo hubiese sido esta tierra si Dios no hubiese venido; qué hubiera sido de este mundo si Dios no lo hubiese pisado; qué sería de nosotros si Dios no hubiese bajado, si no se hubiese encarnado, si no nos hubiese hablado nunca. Una tierra donde Dios no existiera, donde ni siquiera se lo nombrara. Imposible pensarlo porque Dios vino. Esta es nuestra fiesta: Dios vino, Dios viene. Cuando Dios entra en el corazón del hombre se hace la fiesta. Cada vez que Dios y el hombre se encuentran hay fiesta. Ya lo dijo Jesús en boca del padre de la parábola: “Convenía celebrar una fiesta y alegrarse porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15,32).

Esta es la alegría de la navidad. La tierra y el cielo se alegran porque Dios vino a buscar al hombre perdido. Por eso en la nochebuena cantamos: “Alégrese la tierra y el coro de los ángeles porque el Señor ha restituido, al reino celestial al hombre perdido”. El Señor viene a llevarnos de nuevo al paraíso perdido.

En navidad Dios cumple la promesa hecha a Adán de llevarlo de nuevo al paraíso. Viene a buscar a ese Adán que venía llamando desde la tarde misma del pecado: Adán, ¿dónde estás? Esa tarde, Dios salió a buscar al hombre que había pecado y en navidad se reanuda ese diálogo de amor, para recuperarlo y llevarlo de nuevo al paraíso. Por eso la liturgia de estos días canta y celebra. Por eso esa explosión de alegría. Por eso escucharemos voces proféticas, como esta de Sofonías: “Grita de alegría, hija de Sión. Aclama, Israel. Alégrate y regocíjate de todo corazón, hija de Jerusalén. El Señor ha retirado las sentencias que pesaban sobre ti y ha expulsado a tus enemigos. El Rey de Israel, el Señor, está en medio de ti. Ya no temerás ningún mal. No temas, no desfallezcan tus manos. El Señor, tu Dios, está en medio de ti, es un guerrero victorioso. Él exulta de alegría a causa de ti; te renueva con su amor y lanza por ti gritos de alegría, como en los días de fiesta” (Sof 3,14-18, 3º dom). Es la alegría del hombre, pero es sobre todo la alegría de Dios, la alegría del Padre. El Padre lanza gritos de alegría como en los días de fiesta.

 

En navidad ya comienza la Pascua. Por eso se habla también aquí de la vida nueva. Comienza la vida nueva. Empieza nuestra redención. Muchas de las oraciones del tiempo de navidad hablan de ello: “Te pedimos, Dios Todopoderoso, que el nacimiento de tu Hijo nos libre de la antigua esclavitud del pecado y nos ayude a vivir como hombres nuevos”. Parece una oración del tiempo pascual. En navidad tenemos la oportunidad de nacer de nuevo. Durante todo el adviento repetíamos como un estribillo aquellas palabras del salmo: “Restáuranos, Señor, haznos de nuevo”. Y en navidad celebramos esa restauración, ese nuevo nacimiento. En otra oración pedimos: “Dios todopoderoso, concédenos que la luz de tu salvación, venida del cielo para redimir al mundo, amanezca en nuestros corazones siempre necesitados de renovación Y también: “Señor, Tú que nos has hecho renacer a una vida nueva por medio de tu Hijo, concédenos que la gracia nos modele a imagen de Aquél en quien nuestra naturaleza humana está unida a la tuya”.

La vida nueva comienza cuando dejamos la antigua esclavitud del pecado. El pecado esclavizó a Adán y Eva en el paraíso y nos esclaviza a nosotros cada día. Esta es la alegría de la navidad. No es la alegría del champagne, de los fuegos artificiales, de los regalos, de la buena comida, de la reunión familiar. Todo esto puede estar o no. Si está es porque es expresión de algo más profundo y esencial. Lo que no puede faltar para que sea navidad es Dios. Si Dios no viene no hay navidad, no hay fiesta. Si Dios viene, si Dios está con nosotros, todo lo demás se da por añadidura. Entonces sí viene la fiesta.

 

El mismo día de navidad, rezamos esta oración: “Dios nuestro, que cada año nos alegras con la esperanza de la salvación, concédenos que, recibiendo con gozo a tu Hijo unigénito como Redentor, podamos contemplarlo confiadamente cuando venga como Juez”. Fíjense qué maravilla poder esperar cada año la salvación, alegrarnos con la esperanza de ser salvados. Dios nos da cada año el don de alegrarnos con la esperanza del perdón. Este es el regalo de navidad: la esperanza de que Dios nos salve. Para ello debemos abrir el corazón y dejar que venga como Redentor. Dejarlo ser nuestro redentor. Dejarlo venir como Redentor. Dejarnos rescatar por Dios. Dejar que pague por nosotros. Dejar que nos saque del mal, que nos rescate. Mostrémosle al Señor aquello que necesita ser rescatado, restaurado. Es bueno que nos detengamos a pensar ¿de qué tiene que rescatarnos Dios en esta navidad? ¿de la tristeza, del orgullo, del pesimismo de la envidia, de las peleas, del rencor, de la desesperanza? Dios viene a restaurarnos por dentro. La oración del día de navidad lo dice claramente:Dios, que admirablemente creaste la naturaleza humana y de modo aún más admirable la restauraste” Dios que viene a hacernos de nuevo dándonos su vida divina.

 

Si celebramos así la navidad todo cambiará en nuestra vida, en nuestro pensamiento y en nuestra conducta. El Papa Pablo VI decía: “Si la celebración de la fiesta de la navidad ha tenido realmente alguna importancia espiritual para nosotros, debe permanecer de alguna forma, no sólo en el recuerdo, que enseguida de desvanece y confunde en los recuerdos del pasado, sino en nuestros pensamientos y en nuestra conducta. Debe permanecer, ser absorbida en nuestra psicología y marcar una impronta en nuestro rostro espiritual”.

Debe permanecer – sigue diciendo – como la semilla que, habiendo caído sobre tierra buena, echa raíces y crece y se desarrolla y finalmente da fruto.

 

La navidad es algo tan grande que no basta con celebrarla en la nochebuena, pide volver a ella constantemente, volver a pensarla, reflexionar sobre ella; vivir de la gracia inmensa de la navidad. Pablo VI decía también: “Lleva consigo un pensarlo otra vez, un repensarlo, una reflexión, un intento de profundización, de meditación. La navidad de Cristo es un hecho tan importante, un misterio de tanta riqueza, que merece este segundo momento de consideración”.

 

Por eso todos los personajes de la navidad, los personajes que rodean el pesebre son personas que siempre se las presenta reflexionando, mirando, pensando, adorando y guardando el misterio. La tenemos a María. Lucas termina el relato de los acontecimientos de la noche de Belén diciendo que María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón. Nos revela la vida interior de la Virgen; una forma de hacer suyo el acontecimiento exterior del nacimiento de Jesús. Ella pensaba de nuevo, revivía. Intentaba comprender mejor, darse cuenta, traducir en pensamiento y hechos lo que en ella y por medio de ella estaba sucediendo. Buscaba el sentido oculto, trascendente de aquello que estaba viviendo, trataba de entrar en el pensamiento de Dios; intentaba penetrar en el misterio. Seguramente no todo lo entendía, pero no por eso lo pasaba por alto, daba vuelta la página. No, ella todo lo guardaba en su corazón, lo llevaba dentro. Y como lo tenía dentro podía volver a ello muchas veces, dilucidar, tratar de captar algo más, encontrar más luz. El Concilio nos dice que María tuvo que progresar en la fe. No lo entendió todo en la primera navidad, en la primera nochebuena de la historia. Cuando el Niño Jesús, a los doce años, se perdió durante tres días tampoco entendió. En ese momento Lucas vuelve a decir: “su madre conservaba todo esto en su corazón”. ¡Qué lección para nosotros en un mundo que va a un paso desenfrenado, que nos hacer correr estrepitosamente, que pasa de una cosa a la otra en milésimas de segundos; que nos impide detenernos para pensar, reflexionar, orar! Entremos en esta última que nos queda hasta navidad con la interioridad de María. Imitemos su vida interior, su serenidad, su capacidad reflexiva. Pablo VI decía: “Nosotros, hombres pobres de vida interior porque somos tan ricos de vida exterior. ¿No sería hermoso que la navidad engendrase dentro de nosotros el Cristo interior, es decir, un cierto hábito de meditación, de un vivo recuerdo del gran misterio que hemos celebrado solemnemente? Es necesario que vivamos nuestra vida en unión con la vida de Cristo”.

Nosotros que celebramos la navidad no podemos seguir viviendo como si Dios no hubiese venido a nuestra tierra, como si no hubiese entrado en nuestra vida.

Repensemos la navidad. Volvamos a ella y recuperemos su sentido más profundo y esencial. “Repensar la navidad: Dios que se hace hombre para estar con nosotros, para ser nuestro compañero de viaje, nuestro amigo, nuestro maestro, nuestro Salvador. Navidad, una luz que no se debe apagar, la luz de la vida interior, nuestra, personal, que no podrá ser solitaria y desolada, sino que casi insensiblemente se hará diálogo, se hará oración”.

Otros personajes que rodean el pesebre, ejemplos de interioridad y adoración son los magos y los pastores.

Los magos eran hombres que buscaban la luz, que escrutaban los cielos, los signos celestiales, que miraban siempre hacia arriba. Siempre buscando, siempre en camino. Y porque buscaban estaban siempre atentos, abiertos. Como María intentaban captar y penetrar el sentido de las cosas y de los acontecimientos. Por eso supieron detenerse y descubrir la estrella que los guió hasta Jesús. De tanto mirar hacia arriba recibieron la luz, dejaron guiarse por ella y llegaron a ver a Dios. La luz exterior entró en su interior y los iluminó por dentro. Vieron a un recién nacido, a un niño como tantos, pero en ese niño vieron a Dios; la luz interior de la fe les permitió reconocer a Dios.

La fiesta de la Epifanía es la fiesta de la luz. Es la fiesta del cristiano. Es nuestra fiesta. El Cardenal Pironio, comentando esta fiesta nos decía: Nosotros caminamos desde la luz del bautismo hasta la luz sin ocaso de la eternidad. Los Padres de la Iglesia llamaban al bautismo “iluminación”, los que se bautizaban eran “los iluminados”. Hemos sido iluminados y vamos en este itinerario de luz en luz, hasta que llegue el momento en que los ojos se apaguen a la belleza inmediata del mundo para contemplar la luz verdadera. Pero la Epifanía no es sólo luz para nosotros. Es manifestación y epifanía desde nosotros para los demás. En torno nuestro debe irradiar siempre la luz. Quien se acerque a nosotros debe sentir la claridad, la transparencia de esta luz que surge de la luz que es Cristo y que nos ha iluminado por dentro.

Ser, entonces, estrellas que iluminen el camino de los demás. Las estrellas brillan siempre en la noche, cuando no falta la luz, cuando se esconde el sol. Iluminan la noche.

La estrella es la palabra de Dios. Benedicto XVI decía: La palabra de Dios es la verdadera estrella que, en la incertidumbre de los discursos humanos, nos ofrece el inmenso esplendor de la verdad divina. Dejémonos guiar por la estrella, que es la palabra de Dios; sigámosla en nuestra vida, caminando con la Iglesia, donde la Palabra ha plantado su tienda. Nuestro camino estará siempre iluminado por una luz que ningún otro signo puede darnos. Y también nosotros podremos convertirnos en estrella para los demás, reflejo de la luz que Cristo ha hecho brillar sobre nosotros.

 

Cuando los magos llegan donde estaba el Niño, abren sus cofres y entregan sus dones: oro, incienso y mirra. Lo importante es abrir los cofres, abrir el corazón. Abrir para que se manifieste lo que llevamos dentro. ¿Qué llevamos dentro? ¿Llevamos a Cristo? ¿Damos lugar para que Dios nazca en nuestros corazones? No había lugar en la posada – dice el evangelio – y tuvo que nacer en un pesebre. Si el Señor nace de veras en nuestro interior, nacerá la bondad, la mansedumbre, la humildad, la caridad. Por eso en nochebuena todos nos sentimos más buenos. Porque nace la bondad, nace el Bueno. Ese día leemos un texto de la carta de Pablo a Tito: “Cuando se manifestó la bondad de Dios y su amor a los hombres”. Si Cristo nació en nosotros, al abrir el cofre de nuestro corazón saldrá su bondad y su amor; todo lo que salga de nuestros labios, de nuestros pensamientos, de nuestros gestos será bondad. Si no llevamos a Cristo dentro, no podremos darlo jamás. Abriremos nuestros cofres y estarán vacíos.

El Cardenal Pironio comentando los dones de los magos decía: ¿Qué podemos dar al Señor hoy en el oro, en el incienso y en la mirra? En el oro damos nuestra pequeñez,, nuestra pobreza. El oro es siempre signo de riqueza, de grandeza. Nuestra grandeza es la pequeñez, la humildad, la pobreza. En la medida en que nosotros vivamos abriendo nuestros cofres, abriendo nuestros corazones, entregamos la humildad, la pequeñez, la pobreza. “Señor, te doy mi pobreza”. En ese momento la luz se hace más intensa en nuestro interior. El incienso sube al Señor como plegaria. Es nuestra oración, nuestra inmolación, nuestra contemplación. El incienso es signo de alabanza. La alabanza sube a Dios envolviendo las peticiones de todo el mundo. Y la mirra es símbolo de nuestra cruz. Abrimos el cofre para recibir la cruz, y la volvemos a ofrecer al Señor.

El evangelio dice que los majos salieron de su patria y se pusieron en camino. San Juan Crisóstomo, comentando esta página dice: Acompañemos también nosotros a los magos, mantengámonos a distancia de las costumbres paganas, pues si ellos no se hubieran alejado de su patria, tampoco hubieran podido contemplar a Cristo. Apartémonos entonces de las cosas terrenales. Los mismos magos mientras estaban en Persia, veían la estrella; pero solo al salir de su tierra merecieron contemplar al sol de justicia. Levantémonos, por tanto, también nosotros; aunque todos se turben, nosotros corramos hacia la casa del niño; aunque los reyes, los pueblos y los tiranos nos obstaculicen el camino, no dejemos que eso apague nuestro amor. Así lograremos superar todas las dificultades. Si los magos no hubieran visto al niño, no hubieran escapado del peligro que los amenazaba de parte del rey. Antes de ver al niño, los asediaban temores, peligros y turbaciones por todas partes; pero después de adorarlo, todo era calma y seguridad; ya no es la estrella sino un ángel el que recibe a los magos. Abandona, pues tú también la ciudad alborotada y el tirano envidioso, abandona la vanidad mundana y dirígete presuroso a Belén, donde está la casa del pan espiritual”.

 

Los magos buscaron, los pastores velaron, y todos adoraron. También nosotros queremos buscar, velar y adorar. Por eso estamos hoy aquí. Queremos aprender de la interioridad de María, de la búsqueda infatigable de los magos y de la vigilancia austera de los pastores. Los pastores que velaban fueron los primeros en escuchar el anuncio de paz cantado por los ángeles: “y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”; fueron los primeros entre todos los hombres en conocer el nacimiento del Salvador.

 

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