Ntra Sra. Luján






¡LOS JÓVENES! ¡LA CRUZ! ¡EL AMOR! (Homilía en Luján, 13 de octubre de 1984)

HOMILÍA A LOS JÓVENES*

Jer. 1,4-10

1Cor 12,31-13,13

Mt 5,1-12

Queridos jóvenes, hermanos y amigos:

Cuando en la mañana de Pascua de este año 1984 Juan Pablo II cerró la Puerta Santa, después de haber celebrado en la Plaza de San Pedro la Misa de la Resurrección del Señor y de haber anunciado al mundo la urgencia de construir juntos la “civilización del amor”, cumplió un gesto sencillo y conmovedor. Tomó en sus manos la grande cruz que en la Basílica de San Pedro había presidido las celebraciones del Año Santo de la Redención y la entregó a los jóvenes diciéndoles: “Queridísimos jóvenes, al término del Año Santo, les confío el signo mismo de este año jubilar: la cruz de Cristo. Llévenla al mundo como signo del amor del Señor Jesús por la humanidad y anuncien a todos que sólo en Cristo muerto y resucitado está la salvación y lo redención”.

¡Los jóvenes! ¡La cruz! ¡El amor! ¡La redención! ¡Cristo muerto y resucitado! Ese es el programa. Ese es el único camino. Ese es el sentido de la Eucaristía de hoy para los jóvenes. La Eucaristía celebra la cruz, proclama la resurrección, anuncia la feliz esperanza. Esa es ahora vuestra misión, queridos jóvenes.

¡Llevar una cruz! ¡Anunciar el amor de Dios! ¿Es posible todavía? ¿Vale la pena? ¿No es algo desencarnado y frío? ¿Qué sentido tiene la cruz? ¿Cómo hacer pasar su mensaje al mundo, a este mundo atormentado y difícil, a los hombres de hoy, a los jóvenes de hoy, marcados por el sufrimiento, dolorosamente conscientes de su impotencia frente al mal, tentados de desaliento, de cansancio, de pesimismo? Los jóvenes de hoy han empezado a sufrir demasiado pronto, han vivido el dolor en su propia carne, en su propia alma, han experimentado el sufrimiento de su familia, de sus amigos, de su pueblo. Frente al dolor, y quebrados por su impotencia, sintieron la horrible tentación del odio y la violencia, o la cómoda salida de la pasividad, de la evasión, de la indiferencia.

No así ustedes, queridísimos jóvenes, no así ustedes. Una doble responsabilidad les desafía y compromete: caminar juntos con los adultos de hoy para construir positivamente un mundo nuevo (desde ahora, sin esperar nuevas posibilidades), madurar integralmente -en lo humano, en lo espiritual, en lo familiar, en lo profesional, en lo social, en lo político- para ser los privilegiados dirigentes del siglo nuevo que se acerca. No hay tiempo que perder en discusiones teóricas, en tanteos provisorios, en lamentaciones inútiles. Es tiempo de ir a lo esencial, a lo verdaderamente constructivo, a las exigencias fuertes y globales del Evangelio.

Yo les vuelvo a proponer hoy la cruz, la Cruz Pascual: como signo del amor de Dios, como invitación a la reconciliación y a la paz, como único modo de ser auténticos discípulos del Señor: ¡La sabiduría de la cruz! ¡La potencia de la cruz! No la cruz como resignación y fatalismo. No la cruz como signo de humillación y de muerte. No la cruz como expresión del odio y la violencia. Sino la cruz del Señor Jesús: la cruz de la resurrección y la vida, del amor y la esperanza. ¡La cruz en que fuimos bautizados y confirmados después como testigos! ¡La cruz que celebra y hace presente la Eucaristía! ¡La cruz de los jóvenes! ¡La cruz pascual! Con todo lo que tiene de austeridad y compromiso, de seguridad y fortaleza, de alegría y esperanza.

¿Qué hacer en concreto para vivir el misterio de esta cruz y anunciarla abiertamente al mundo como única esperanza, como expresión de una donación total, como único modo de construir una civilización nueva en el amor?

La liturgia de hoy nos propone estas tres exigencias esenciales y concretas: la vocación, el amor, la bienaventuranzas.

1. LA VOCACIÓN (JER. 1, 4-10)

La primera lectura nos propone el tema de la vocación. Jeremías, un muchacho, se siente inesperadamente llamado y enviado. “Antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía; antes que salieras del seno, yo te había consagrado, te había constituido profeta para las naciones”. Jeremías, el muchacho, siente miedo: tiene conciencia de sus límites (“¡ah Señor, mira que no se hablar!”), se siente demasiado joven (“mira que soy un muchacho”), sabe que la misión no es fácil y que le esperan las contradicciones de su pueblo. Pero Dios lo tranquiliza asegurándole tres cosas:

– “Yo te conocía y te había consagrado”;

– “Yo te envío y pongo mis palabras en tu boca”;

– “Yo estoy contigo para librarte”.

Hoy se repite, queridos jóvenes, la misma historia entre nosotros. Jesús necesita testigos y profetas, apóstoles y amigos. Les habla a ustedes y les propone un camino. Les invita a ser felices; pero sólo les ofrece una garantía de buen éxito: ¡la cruz! ¡la cruz de la Pascua!

Toda vida es una vocación. Lo importante es descubrirla con sencillez y realizarla con coraje.

“Yo te constituí profeta para las naciones”. No les asuste la palabra; todo bautizado es profeta y testigo. Debe anunciar a los hombres que Dios es amor, que nos llama a todos a vivir el heroísmo cotidiano de las bienaventuranzas y a construir el mundo nuevo por el único camino del amor. ¡No tengan miedo! ¡No digan: “soy demasiado joven”! Este es precisamente el momento de decidir y comprometerse. Es el momento de volver a preguntar al Señor: “Maestro bueno ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida? (Mc. 10,17-27). Y de acoger adentro la respuesta “ven y sígueme”. Tu vida, joven, no te pertenece: pertenece a Dios y a tus hermanos, a la Iglesia y al mundo, al presente y al futuro. El Señor te llama hoy para ser profeta. Te mira con amor, como al muchacho del Evangelio.

Pero el profeta es el hombre de la verdad, de la oración y de la cruz:

De la verdad: es decir, de la sinceridad, de la transparencia, de la autenticidad, de la coherencia, de la fidelidad, de la búsqueda, del estudio, de la reflexión. El mundo de hoy necesita jóvenes alegres y normales, pero jóvenes fuertes y profundos. Jóvenes que saben celebrar la vida porque saben celebrar la cruz y comer el Pan de la Vida en la Eucaristía.

De la oración: no se puede ser profeta sino desde la profundidad interior de la contemplación; de lo contrario no tenemos nada que decir, o sólo tenemos una palabra superficial y pasajera. “Yo pongo mis palabras en tu boca… y dirás todo lo que yo te ordene”. ¡Ay del profeta que inventa sus propias palabras! ¡Ay del profeta que calla por temor la Palabra que Dios le comunica! Un profeta habla siempre en nombre del Señor; por eso necesita escucharlo en la oración, acogerlo adentro, rumiar constantemente su Palabra. Un profeta necesita la fortaleza del Espíritu Santo para no cansarse o no tener miedo: “recibirán la fuerza del Espíritu Santo y serán mis testigos” (Hch. 1,8). Pero esto supone oración, mucha oración, oración concreta y perseverante. Hoy podemos confiar en la construcción de un mundo nuevo porque hay jóvenes que creen de veras, que aman de veras, que rezan de veras.

De la cruz: el profeta es siempre un hombre destinado al martirio (como Jeremías, como Juan Bautista, como Jesús). Por las verdades de Dios que comunica, por el sufrimiento de los hermanos que él asume con valentía, por la experiencia de su propia cruz personal: la cruz de su enfermedad, o de su aparente fracaso, la cruz de la incomprensión o del rechazo; la cruz que el Señor pone adorablemente sobre sus hombros para marcarlo como verdadero discípulo (“el que quiera venir detrás de mí… que cargue con su cruz cada día y me siga” Lc. 9,23); la cruz que asegura la fecundidad de su vida y su trabajo (“si si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda solo; pero si muere da mucho fruto” Jn. 12, 24).

Queridos jóvenes: el mundo necesita auténticos testigos y profetas. Pero profetas de esperanza, testigos del amor de Dios, constructores positivos de la paz.

2. EL AMOR (1 COR. 12,31-13,13)

¡Qué hermosa la segunda lectura y cómo nos compromete! No sirven las palabras fáciles o bonitas, ni los gestos provisorios y brillantes. “Si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe… Si no tengo amor, no soy nadie… no me sirve para nada”. Sólo tiene sentido la vida cuando es ofrenda y don, inmolación y servicio, experiencia gozosa del amor del Padre y de las necesidades urgentes de los hermanos.

“El amor es la ley en su plenitud” (Rom. 13,10). Todo se sintetiza en esto: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo” (Lc.10,27). ¿Qué significa este amor a Dios sobre todas las cosas? ¿Qué exigencias tiene este amor al prójimo como a nosotros mismos? ¿Y quién es mi prójimo? Amar a Dios es estar siempre disponibles para realizar su plan, saber descubrirlo en los acontecimientos complejos de la historia, en el sufrimiento concreto de los hombres. Amar a Dios es encontrarlo cotidianamente en la oración, asumirlo en la cruz, transparentarlo en el testimonio.

“El amor… no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad”. No hablamos de un amor superficial y fácil, parcial y resignado, sino de un amor sincero y pleno, llevado hasta la donación gozosa de sí mismo. El amor supone la verdad y engendra la justicia.

“El amor no pasará jamás”; el amor verdadero pasa necesariamente por la cruz pascual, afronta con serenidad y gozo las situaciones difíciles, realiza en la paternal omnipotencia de Dios lo que resulta imposible para los hombres. El amor supone la fe, exige la esperanza, se expresa en la serenidad y la alegría.

¿Quién es mi prójimo? ¿Qué debo hacer por él? No lo pienses mucho, querido joven. Basta que hagas un poco de silencio y escuches adentro. Luego abrirás los ojos y encontrarás en tu camino a un hombre que está solo y sufre. Le darás tu corazón de hermano y le entregarás el tiempo que tú mismo necesitas. Es la parábola del buen samaritano (Lc. 10,29-37). ¿Quién es mi prójimo? Todo hombre que encuentro en mi camino y me necesita. “Tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, estaba enfermo y me visitaron, preso y me vinieron a ver” (Mt. 25,35-37).

Amar de verdad es comprometer nuestra vida hasta el final: sin guardarnos nada, dándolo todo, comunicando siempre al Cristo que habita en nosotros.

3. LAS BIENAVENTURANZAS (MT. 5, 1-12)

¡Qué hermosa introducción al siglo nuevo! ¡Qué buena página para todos los cristianos! ¡Qué programa tan concreto y exigente para la generosidad madura de los jóvenes! ¡Felices! El Señor nos hizo para ser felices y hacer posible la felicidad entre los hombres. Pero por el misterioso camino del desprendimiento y la cruz, la generosa donación a Cristo y los hermanos. Jesús nos invita a ser pobres, pacientes y misericordiosos, a tener hambre y sed de justicia, a tener un corazón puro y fuerte ante el dolor, a trabajar por la paz.

Yo quiero insistir particularmente en estas tres bienaventuranzas: la de los pobres, la de los hambrientos de justicia, la de los artesanos de la paz. Por allí pasa lo esencial del Evangelio: el Señor nos pide desprendernos de todo y quedar libres, tener el alma tendida a la santidad, trabajar cotidianamente por la paz.

¡Felices! El Señor les hace vivir, queridos jóvenes, en un momento privilegiado de la historia: son los testigos de un dolor y una esperanza, los protagonistas de un nuevo siglo, los principales responsables y dirigentes de un mundo nuevo. El Señor los llama a vivir en esta hora, tan difícil y tan llena de esperanza; pero les pide que vivan con sencillez y con coraje el radicalismo de las bienaventuranzas.

Que tengan alma de pobres: para escuchar al Señor y recibir su Palabra; para descubrir el sufrimiento de los hombres y compartir su dolor y su pobreza; que sean simples y sencillos para entender el lenguaje de los pobres y servir a Cristo que se revela en su propio sufrimiento.

Que tengan hambre y sed de justicia verdadera: que experimenten el amor del Padre, la necesidad de Dios y el deseo ardiente de servirlo en los hermanos. Que no le tengan miedo a la cruz ni les asuste la llamada del Señor a seguirlo más de cerca. Hacen falta testigos de la resurrección del Señor, mensajeros de la paz, profetas de esperanza. ¡Hacen falta santos!

Que trabajen incansablemente por la paz; por la paz en la familia y en los pueblos; que sean capaces de construir la paz entre los hombres, porque han sido capaces de acogerla adentro como don del Padre. ¡Felices los que tiene el alma pacificada y serena, que han sabido reconquistarla el silencio y la oración, que por eso son ahora capaces de comunicarla a los demás con su sola presencia! 

¡Felices! ¡Felices, queridos jóvenes, si son fieles como María! ¡La primera bienaventuranza es la de María: “feliz de ti porque has creído”! (Lc. 1,45). Felices, si saben, como Ella, decir que Sí al Señor que los llama y los envía, si saben como María vivir en el amor hecho oración y hecho servicio. Si como María escuchan la palabra de Dios y la realizan, si saben como María vivir con sencillez cotidiana las exigencias radicales del Evangelio, si están dispuestos a hacer juntos con María un mismo camino de amor y de esperanza.

A ti, oh María, encomiendo estos jóvenes de Argentina que escuchan la Palabra y celebran la Eucaristía. Tú los conoces y los amas. Tú sabes que son fuertes y generosos, que aman a Jesucristo, a la Iglesia y a los hombres; que son conscientes de la grandeza y responsabilidad de esta hora que es la suya; que quieren responder al Señor y salvar a los hermanos; que quieren ser santos y construir un mundo nuevo. Guárdalos en tu corazón de Madre; que ellos sientan que van haciendo contigo el camino de tu Hijo: camino de encarnación y de servicio, camino de oración y de profecía, camino de desprendimiento y de donación. Camino de cruz y de resurrección. ¡Camino de Pascua!

Nuestra Señora de Luján: tú conoces a estos muchachos y a estas chicas; hace hoy una semana caminaron hasta ti bajo el signo de una nueva primavera. Eran muchos, pero no eran todos. Tú los recibiste en tu Casa y les diste de nuevo el Pan de Vida. Les dijiste que Jesús es el único camino. Hoy dejamos en tu corazón de Madre esta nueva juventud de la Argentina: juventud que reza y canta, que sufre y espera, que construye la paz y celebra en la fiesta la civilización del amor. Que estos jóvenes, María, no se cansen de gritar a los hombres el amor de Dios, la alegría de la fidelidad y la inquebrantable firmeza de la esperanza. ¡Que así sea!

 


* Pronunciada el 13 de octubre de 1984.

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