La reserva y la purificación de los vasos sagrados
“Terminada la distribución de la Comunión, antes de cualquier otro detalle, el sacerdote bebe íntegramente él mismo, en el altar, el vino consagrado que quizás haya quedado; pero las hostias consagradas que quedaron, o las consume en el altar o las lleva al lugar destinado para conservar la Eucaristía.
El sacerdote regresa al altar y recoge las partículas, si las hay; luego de pie, en el altar o en la credencia, purifica la patena o el copón sobre el cáliz; después purifica el cáliz diciendo en secreto: Haz, Señor, que recibamos, y seca el cáliz con el purificador. Si los vasos son purificados en el altar, un ministro los lleva a la credencia. Sin embargo, se permite dejar los vasos que deben purificarse, sobre todo si son muchos, en el altar o en la credencia sobre el corporal, convenientemente cubiertos y purificarlos en seguida después de la Misa, una vez despedido al pueblo”. (IGMR 163)
El sacerdote había rezado una oración en secreto antes de recibir la comunión, como preparación para recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor: pidió recibir la vida eterna y nunca separarse del Señor. Al purificar los vasos sagrados, en cambio, reza en favor de todos los que han comulgado, para que lo que han recibido con los labios sea recibido por un corazón puro, y para que, de simple don hecho en el tiempo, la Comunión eucarística se convierta en un remedio que dura para la vida eterna.
Estas palabras y acciones revelan que aquí hay un misterio: la Misa es un Kairós, es decir un tiempo favorable, el tiempo de la salvación. Dios entra en nuestro tiempo y lo transforma divinizándolo.