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1. La Palabra del Adviento: ¡Ya viene el Señor, estad preparados para salir a su encuentro!

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LA LLAMADA DEL ADVIENTO Y LA ALEGRÍA DE LA NAVIDAD

APRENDIENDO A REZAR CON LAS PALABRAS DE LA LITURGIA

Primera Charla: La Palabra del Adviento: ¡Ya viene el Señor, estad preparados para salir a su encuentro!

 

Textos citados en la charla

 

Durante este tiempo, la Iglesia, como madre piadosísima y celosísima de nuestra salvación,

nos enseña, a través de himnos, cánticos y otras palabras del Espíritu Santo,

a recibir con un corazón agradecido el beneficio grande de la salvación, a enriquecernos con su fruto y a preparar nuestra alma para la venida de nuestro Señor Jesucristo con tanta solicitud como si hubiera él de venir nuevamente al mundo. (san Carlos Borromeo).

 

Estas charlas que el monasterio ofrece hoy quieren ser una ayuda – una tímida ayuda – para “aprender a rezar con las palabras de la liturgia”. Por eso empezamos con este himno de las Vigilias de Adviento que las monjas cantamos durante este tiempo.

 

La esperanza y el gozo despierten, se aproxima la gracia que salva:

el misterio de Dios hecho carne se revela a todos los hombres.

En el seno del Padre brillaba con su gloria eterna de Hijo,

hoy de aquel esplendor se despoja en el seno de la Virgen Madre.

En su carne la misericordia, la justicia y la paz se han besado,

y este abrazo es alianza del Padre con los hombres sus hijos amados.

Gloria a Dios que ha enviado a su Hijo, a Jesús que ha querido salvarnos,

al Espíritu Santo que ha obrado el misterio de la Virgen Madre.

 

En este himno encontramos todos los temas propios del Adviento. Lo primero que aparece es “la esperanza”. Le pedimos a Dios que despierte nuestra esperanza, que renazca de nuevo en nuestras almas.

La esperanza es una de las virtudes teologales que se nos infunde en el bautismo, junto con la fe y la caridad. Si se nos infundió está como semilla en nuestro corazón. Está, tal vez adormecida o sofocada por tantas cosas, pero está.

 

La esperanza es la virtud por la que aspiramos al Reino de los Cielos y a la vida eterna, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. Catecismo de la Iglesia Católica.

 

La esperanza se apoya en la promesa de Dios:

 

Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa. Hebr 10,23

 

Vivimos de esperanzas…

La espera, el esperar es una dimensión que atraviesa toda nuestra existencia personal, familiar y social. La espera está presente en mil situaciones, desde las más pequeñas y banales hasta las más importantes y profundas: la espera de un hijo, la espera del regreso de un ser querido o de un amigo que viene de lejos; hasta la espera del resultado de un examen o de una entrevista de trabajo.

El hombre en la vida está constantemente a la espera: cuando es niño quiere crecer, cuando es adulto busca la realización y el éxito, cuando es de edad avanzada aspira al merecido descanso.

 

El hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza. Y al hombre se lo reconoce por sus esperas.

Nuestra estatura moral y espiritual se puede medir por lo que esperamos, por aquello en lo que esperamos. (Benedicto XVI)

 

Yo ¿qué espero? En este momento de mi vida ¿a qué tiende mi corazón?

 

Llega un momento en la vida en que el hombre descubre que ha esperado demasiado poco,

si fuera de la profesión o de la posición social, no le queda nada más que esperar (Benedicto XVI)

 

La liturgia del Adviento nos va educando en la espera, y así despierta nuestra esperanza y da sentido a nuestro presente.

El primer domingo de Adviento comenzamos la misa con las palabras del sal 24:

 

“A ti, Señor, levanto mi alma; en ti confío, no quede yo defraudado;

pues los que esperan en Ti no quedan defraudados”.

 

Y en una de las lecturas escuchamos al profeta Isaías decir:

“Nunca se oyó ni se escuchó, ni ojo vio, a un Dios, sino a Ti,

que hiciera tales cosas para el que espera en él” (Is 3).

 

Y también al apóstol Pablo:

“Mientras esperan la revelación de NSJC, no les falta ningún don de la gracia.

Él los fortalecerá, los mantendrá firmes hasta el fin. Porque Dios es fiel” (1Co 1,3 ss).

 

En una de las oraciones pedimos:

“concédenos, Padre, esperar con amor solícito la llegada de tu Hijo”

 

A través de las antífonas se establece como un diálogo entre el cielo y la tierra, entre Dios y el hombre: el hombre que pide a gritos la venida de un Salvador y de Dios que a través de los profetas le asegura que vendrá y descenderá:

 

Ven, Señor, que brille tu rostro y nos salve.

Acuérdate de nosotros, Señor, por amor a tu pueblo,

visítanos con tu salvación.

Jerusalén, pronto llega tu salvación. ¿Por qué clamas? ¿Por qué te entristeces?

No temas; te salvaré y te libraré.

Envía, Señor, a quien has de enviar; mira la aflicción de tu pueblo;

ven a librarnos como lo has prometido.

He aquí que viene el Señor a visitar a su pueblo con la paz

y a darle la vida eterna.

Ven, Señor, no tardes.

 

Aclamen los cielos y exulte la tierra.

Prorrumpan los montes en gritos de alegría

porque el Señor consuela a su pueblo

y se compadeces de sus pobres.

 

Señor, apresúrate y no tardes,

para que tu venida consuele y anime

a quienes confiamos en tu bondad.

  

“¡Ah, Señor, si rasgaras los cielos y descendieras”

 

 Los textos de la liturgia nos van indicando también quién es este Dios, para qué y para quienes viene. Viene con su luz y su poder para iluminarnos. Cuando Dios viene todo se ilumina en nuestra vida, todo es luz en nosotros y nosotros nos convertimos en luz para los demás.

 

 

El Señor vendrá con poder e iluminará los ojos de sus siervos.

 

 

Dos ciegos siguieron a Jesús gritando:

ten piedad de nosotros, Hijo de David…

Jesús los tocó y se les abrieron sus ojos…

(Mt 9,27 ss; evangelio de la 1º sem)

 

 

Vendrá el Señor y no tardará.

Sacará a luz lo que está oculto en las tinieblas

y manifestará las intenciones secretas de los corazones.

 

 

Aquél día verán los ojos de los ciegos libres de tinieblas y oscuridad.

Los humildes se alegrarán más y más en el Señor.

 

 

 

No callaré hasta que irrumpa su justicia como una luz radiante

y su salvación como una antorcha encendida.

 

 

¡Hoy se ha manifestado Cristo, luz de luz!

 

 

Dios nuestro que has iluminado esta santísima noche

con la claridad de Cristo, luz verdadera,

concédenos que después de haber conocido en la tierra los misterios de esa luz

podamos gozar de ella en el cielo (misa de nochebuena).

 

 

El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz,

sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz (misa de nochebuena).

 

 

Todos los textos de Adviento hablan de la venida de un Salvador, un Redentor. Si necesitamos un Salvador, un Redentor es porque estamos enfermos, presos, aprisionados, esclavos de nuestros pecados.

El pueblo de Israel tenía una conciencia clara de su pecado, de su debilidad, por eso esperaba ardientemente la venida de un Salvador. Gritará muchas veces – y nosotros lo repetiremos casi como un estribillo durante el Adviento – “¡Ah, Señor, si rasgaras los cielos y descendieras”. Si descendieras a nuestra pequeñez para fortalecerla, a nuestro pecado para curarlo.

 

No permitas, Padre, que quienes esperamos la presencia consoladora del médico celestial

desfallezcamos a causa de nuestra debilidad (miércoles, 2º sem).

Ahí está nuestro Dios, de quien esperábamos la salvación. Es el Señor en quien nosotros esperábamos (25,9).

Fortalezcan los brazos débiles, robustezcan las rodillas vacilantes, digan a los desalentados: ¡sean fuertes, no teman;

ahí está su Dios! Él mismo viene a salvarlos (Is 35).

Dice el Señor: Yo sanaré su infidelidad.

 

Dijo Jesús al centurión: Yo mismo iré a curarlo.

Y éste le responde: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa,

basta que digas una palabra y mi sirviente se salvará”.

(Mt 8,5-11, evangelio del 1º lunes de Adv).

 

 

Porque si Dios viene, todo cambia. Cuando el tiempo está cargado de sentido, la alegría de la espera hace más valioso el presente. Debemos dejar entrar a Dios en nuestro presente, en nuestro hoy. Esto es lo que celebraremos en navidad: Dios con nosotros. Desde ese día Dios entró en la historia y cargó de sentido la existencia.

 

Podemos dirigirle a Dios la palabra, presentarle los sufrimientos que nos entristecen,

la impaciencia y las preguntas que brotan de nuestro corazón.

Estamos seguros de que nos escucha siempre.

Y si Jesús está presente, ya no existe un tiempo sin sentido y vacío.

Si él está presente podemos seguir esperando

incluso cuando los demás ya no pueden asegurarnos ningún apoyo,

incluso cuando el presente está lleno de dificultades” (Benedicto XVI)

 

Si Dios no está todo es vacío y el futuro incierto; no podemos esperar. Cuando no hay Dios no hay esperanza. Pablo le decía a los Efesios:

 

Recordad cómo en otro tiempo estabais a la deriva, lejos de Cristo…

sin esperanza y sin Dios en el mundo (Ef 2,11-12).

 

 

 

Lo propio del hombre sin esperanza es la tristeza.

 

No os aflijáis como los hombres que no tienen esperanza (1 Tes 4,13).

 

Lo propio de la esperanza, en cambio, es la alegría. La esperanza tiene futuro, sabemos que la vida no acaba en el vacío.

 

Sólo cuando el futuro es cierto se hace llevadero también el presente.

Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva (Spes Salvi 2).

 

La oración como escuela de esperanza.

 

Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración.

Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha.

Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie,

siempre puedo hablar con Dios.

Si ya no hay nadie que pueda ayudarme, Él puede ayudarme.

El que reza nunca está totalmente solo. (Spes Salvi, 32).

 

La oración como un ejercicio del deseo, de la esperanza de alcanzar a Dios.

 

Dios retarda su don, ensancha el deseo;

con el deseo, ensancha el alma

y, ensanchándola, la hace capaz de su don (San Agustín).

 

“Deja un momento tus ocupaciones habituales, entra un instante en ti mismo, apartándote del tumulto de tus pensamientos. Arroja lejos de ti las preocupaciones agobiantes y aparta de ti las inquietudes que te oprimen. Ocúpate libremente de Dios un momento, y descansa siquiera un momento en él.

Entra en lo más profundo de tu alma, aparta de ti todo, excepto a Dios y lo que te ayude a buscarlo, y cerrada la puerta de tu habitación, búscalo. Di entonces, corazón mío, di entonces a Dios: «Busco tu rostro; tu rostro busco, Señor».

Y ahora, Señor y Dios mío, enséñame dónde y cómo tengo que buscarte, dónde y cómo te encontraré.

Si no estás aquí, Señor, si estás ausente, ¿dónde te buscaré? Si estás en todas partes, ¿por qué no te veo aquí presente? Es cierto que tú habitas en una luz inaccesible, ¿pero dónde está esa luz inaccesible?, ¿cómo me aproximaré a ella?, ¿quién me guiará y me introducirá en ella para que en ella te contemple? ¿Bajo qué signos, bajo qué aspecto te buscaré? Nunca te he visto, Señor y Dios mío, no conozco tu rostro.

Dios altísimo, ¿qué hará este desterrado, lejos de ti?, ¿qué hará este servidor tuyo, sediento de tu amor, que se encuentra alejado de ti? Anhela verte y tu rostro está muy lejos de él. Anhela acercarse a ti y tu morada es inaccesible. Arde en deseos de encontrarte e ignora dónde vives. No suspira más que por ti y jamás ha visto tu rostro.

Señor, tú eres mi Dios, tú eres mi Señor y nunca te he visto. Tú me creaste y me redimiste, tú me has dado todos los bienes que poseo, y aún no te conozco. He sido creado para verte, y todavía no he podido alcanzar el fin para el cual fui creado.

Y tú, Señor, ¿hasta cuándo nos olvidarás, hasta cuándo apartarás tu rostro? ¿Cuándo nos mirarás y nos escucharás? ¿Cuándo iluminarás nuestros ojos y nos mostrarás tu rostro? ¿Cuándo te volverás a nosotros?

Míranos, Señor, escúchanos, ilumínanos, muéstrate a nosotros. Vuélvete a nosotros y seremos felices; sin ti todo es hastío y tristeza. Ten piedad de nuestros trabajos y de los esfuerzos que hacemos por llegar hasta ti, ya que sin ti nada podemos.

Enséñame a buscarte, y muéstrate al que te busca; porque si tú no me enseñas no puedo buscarte, ni puedo encontrarte si tú no te haces presente. Te buscaré deseándote, te desearé buscándote; te encontraré amándote, encontrándote te amaré”. (San Anselmo).

 

María, estrella de la esperanza.

 

La Iglesia saluda a María como “estrella del mar”- Ave maris stella -.

La vida humana es un camino. ¿Hacia qué meta? ¿Cómo encontramos el rumbo?

La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso,

un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta.

Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas

que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza.

Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia,

el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia.

Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas,

personas que dan luz reflejando la luz de Cristo,

ofreciendo así orientación para nuestra travesía.

Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza,

Ella que con su sí abrió la muerta de nuestro mundo a Dios mismo?…

María, madre nuestra y madre de la esperanza,

enséñanos a creer, esperar y amar contigo.

Indícanos el camino hacia tu Hijo.

Estrella del mar, brilla sobre nosotros

y guíanos en nuestro camino (Spes Salvi, 49-50)

 

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