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La oración de Pedro: “Señor, tú sabes que te amo”.

Textos comentados en la Charla:

¿Cómo rezar después de Pascua?

La oración de PEDRO: 

“Señor, TÚ SABES QUE TE AMO.”

Evangelio según san Juan 21, 1-23

Después de la tempestad de la pasión del Señor, que resultó inusitada para la tierra, tremenda para los cielos, inaudita para los siglos e intolerable para los infiernos, el Señor mismo se presentó a la orilla del mar y encontró a sus discípulos errantes en las tinieblas de la noche, a la deriva sobre las olas oscuras. Pues habiendo huido el sol, ¿qué ha quedado del resplandor de la luna?, ¿qué de las estrellas que tienen el poder de mitigar la noche? Hundida en la sombra, la tierra enceguece los ojos y las almas, y ya no es posible arribar al remanso de la fe ni al puerto de la salvación, ni hacer volver a los navegantes.

Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla, a fin de conducir al puerto de la fe la nave de la Iglesia, en la cual los discípulos fluctuaban todavía a merced de las olas. Y puesto que los halló privados del vigor de la fe, despojados de su fuerza de hombres, los pone en evidencia tratándolos como a muchachos, al decir: Muchachos, ¿no tienen nada que comer? Pues allí estaba Pedro, que lo había negado; Tomás, que había dudado; Juan, que había huido; no les habla como a valientes soldados sino como a muchachos atemorizados; y como todavía no los encuentra idóneos para el combate, los invita a la mesa cual si fueran niños, diciendo: Muchachos, ¿no tienen nada que comer?, a fin de que su humanidad los conduzca a la gracia, el pan a la confianza, el alimento a la fe; en efecto, no habrían creído que había resucitado con su cuerpo si no lo hubieran visto comer según la condición humana. He aquí por qué aquel que es la abundancia de todos los bienes pide ser alimentado: come el pan porque tiene hambre no de alimentos, sino de la caridad de los suyos. «Muchachos, ¿no tienen nada que comer?». Le contestaron: «No». ¿Qué iban a poseer ellos que no tenían a Cristo, quien sin embargo estaba allí en medio; ellos, que no veían aún al Señor, aunque estaba de pie ante sus ojos? Pero los discípulos no sabían que era Jesús. Él les dijo: «Echen la red a la derecha de la barca y encontrarán». Vuelve a conducir a la derecha a aquellos a quienes el torbellino de la pasión había sacado fuera de sí y alejado hacia la izquierda. La echaron, y ya no podían arrastrarla por la abundancia de peces. Arrojaron la red hacia la derecha, la arrojaron hacia el lado viril, pero siendo niños todavía no tenían suficiente fuerza para arrastrarla; sin embargo, percibieron por el peso de la red que los peces habían obedecido al llamado de su Señor y que esta pesca no se debía a la simple habilidad humana. 

El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces: «Es el Señor». El que es amado ve primero, porque el ojo del amor posee una mirada más aguda y el que ama percibe siempre más profundamente. Cuando Simón Pedro oyó. ¿Qué hace que el espíritu de Pedro sea tan lento, de manera que deba oír de otro que era el Señor, él que en otro tiempo lo anunciaba a los demás? ¿Dónde está aquel testimonio singular que le hacía exclamar: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo? ¿Dónde está pues? Pedro se había refugiado en casa de Caifás, príncipe de los judíos. Había tardado en reconocer al Señor él, que había oído tan fácilmente el susurro de una sirvienta. 

Se ciñó la túnica y se lanzó al mar, a fin de que el mar lavara lo que la negación tanto había ensuciado. Se lanzó al mar, para ser el primero en volver aquel que había recibido el principado en el orden de los apóstoles. Se ciñó la túnica, pues debía ceñirse a la pasión del martirio, según las palabras del Señor: Otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras.

San Pedro Crisólogo, obispo 

Si se prescinde del hecho de la resurrección, podemos tener ideas interesantes acerca de Dios y del hombre, pero la fe cristiana queda muerta. En este caso Jesús es una personalidad religiosa fallida, una personalidad que a pesar de su fracaso, sigue siendo grande y puede dar lugar a nuestra reflexión, pero permanece en una dimensión puramente humana. Sólo si Jesús ha resucitado ha sucedido algo verdaderamente nuevo que cambia el mundo y la situación del hombre. Acerca de la persona de Jesús la resurrección es el punto decisivo: que Jesús sólo haya existido o que en cambio, exista. Se juega la figura de Jesús como tal. 

Jesús no es un muerto redivivo, es decir alguien que volvió a la vida, a esta vida después de muerto. Como sería el caso de Lázaro. La resurrección de Jesús ha consistido en romper las cadenas para ir a un tipo de vida totalmente nuevo. Por eso es tan importante la fe en la resurrección, porque es algo que nos concierne a todos. Es un modo de vida completamente nuevo, algo que interesa a todos, un nuevo futuro para la humanidad.  

Benedicto XVI

La resurrección y las apariciones son elementos netamente separados y autónomos de la profesión de fe. La resurrección no se disuelven en las apariciones. Las apariciones no son la resurrección, sino solamente su reflejo. Ella es en primer lugar un acontecimiento, que se produce en Jesús mismo, entre el Padre y Él, por el poder del Espíritu Santo; después este acontecimiento “ocurrido” en Jesús deviene accesible a los hombres porque Él lo hace accesible. Él ya no forma parte del mundo perceptible por los sentidos, sino del mundo de Dios. Por eso no puede ser visto más que por aquellos por quienes Él mismo se deja ver. Para verlo de esta manera, el corazón, el espíritu del hombre así como la apertura interior deben ser puestas a disposición… El Señor resucitado se muestra a los sentidos, y sin embargo no puede dirigirse más que a los sentidos que miran más allá de lo sensible… 

Joseph Ratzinger

El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto; el hombre lleva en sí mismo el deseo de Dios. Y el hombre sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración como «expresión del deseo que el hombre tiene de Dios». Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración, que se reviste de muchas formas y modalidades según la historia, el tiempo, el momento, la gracia e incluso el pecado de cada orante. De hecho, la historia del hombre ha conocido diversas formas de oración, porque él ha desarrollado diversas modalidades de apertura hacia el Otro y hacia el más allá, tanto que podemos reconocer la oración como una experiencia presente en toda religión y cultura.

Queridos hermanos y hermanas, como vimos el miércoles pasado, la oración no está vinculada a un contexto particular, sino que se encuentra inscrita en el corazón de toda persona y de toda civilización. Naturalmente, cuando hablamos de la oración como experiencia del hombre en cuanto tal, del homo orans, es necesario tener presente que es una actitud interior, antes que una serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente a Dios, antes que de realizar actos de culto o pronunciar palabras. La oración tiene su centro y hunde sus raíces en lo más profundo de la persona; por eso no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, se puede prestar a malentendidos y mistificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión: rezar es difícil. De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, del tender hacia el Invisible, el Inesperado y el Inefable. Por eso, para todos la experiencia de la oración es un desafío, una «gracia» que invocar, un don de Aquel al que nos dirigimos.

En la oración, en todas las épocas de la historia, el hombre se considera a sí mismo y su situación frente a Dios, a partir de Dios y en orden a Dios, y experimenta que es criatura necesitada de ayuda, incapaz de conseguir por sí misma la realización plena de su propia existencia y de su propia esperanza. El filósofo Ludwig Wittgenstein recordaba que «orar significa sentir que el sentido del mundo está fuera del mundo». En la dinámica de esta relación con quien da sentido a la existencia, con Dios, la oración tiene una de sus típicas expresiones en el gesto de ponerse de rodillas. Es un gesto que entraña una radical ambivalencia: de hecho, puedo ser obligado a ponerme de rodillas —condición de indigencia y de esclavitud—, pero también puedo arrodillarme espontáneamente, confesando mi límite y, por tanto, mi necesidad de Otro. A él le confieso que soy débil, necesitado, «pecador». En la experiencia de la oración la criatura humana expresa toda la conciencia de sí misma, todo lo que logra captar de su existencia y, a la vez, se dirige toda ella al Ser frente al cual está; orienta su alma a aquel Misterio del que espera la realización de sus deseos más profundos y la ayuda para superar la indigencia de su propia vida. En este mirar a Otro, en este dirigirse «más allá» está la esencia de la oración, como experiencia de una realidad que supera lo sensible y lo contingente.

Sin embargo, la búsqueda del hombre sólo encuentra su plena realización en el Dios que se revela. La oración, que es apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte así en una relación personal con él. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de tomar la iniciativa llamando al hombre al misterioso encuentro de la oración. Como afirma el Catecismo: «Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración; la iniciativa del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como un llamamiento recíproco, un hondo acontecimiento de alianza. A través de palabras y de acciones, tiene lugar un trance que compromete el corazón humano. Este se revela a través de toda la historia de la salvación» (n. 2567).

Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a permanecer más tiempo delante de Dios, del Dios que se reveló en Jesucristo; aprendamos a reconocer en el silencio, en lo más íntimo de nosotros mismos, su voz que nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra existencia, a la fuente de la vida, al manantial de la salvación, para llevarnos más allá del límite de nuestra vida y abrirnos a la medida de Dios, a la relación con él, que es Amor Infinito. 

(De las Catequesis del Papa Benedicto del año 2011 sobre la oración en los personajes bíblicos)

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