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La bondad De Dios desciende a nuestra tierra

TEXTOS COMENTADOS EN LA TERCERA CHARLA DE ADVIENTO 

LA BONDAD DE DIOS DESCIENDE A NUESTRA TIERRA

 

 

La Iglesia, conmemorando los misterios del Señor abre las riquezas del poder santificador y de los méritos de su Señor, de tal manera que, en cierto modo, se hacen presentes en todo tiempo para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos y llenarse de la gracia de la salvación. Constitución Sacrosanctum Concilum, 102.

 

El año litúrgico no es una representación fría e inerte de cosas que pertenecen a tiempos pasados, sino que es Cristo que persevera en su Iglesia y que prosigue aquel camino de inmensa misericordia que inició en esta vida mortal cuando pasaba haciendo el bien.  Pío XII

 

Cristo es el verdadero día, el día que ilumina al día, el verdadero sol que brilla con verdadero resplandor. San Ambrosio

 

Dios-que-viene. El Adviento invita a los creyentes a tomar conciencia de esta verdad y a actuar coherentemente. Resuena como un llamamiento saludable que se repite con el paso de los días, de las semanas, de los meses: Despierta. Recuerda que Dios viene. No ayer, no mañana, sino hoy, ahora. El único verdadero Dios, «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» no es un Dios que está en el cielo, desinteresándose de nosotros y de nuestra historia, sino que es el Dios-que-viene. Es un Padre que nunca deja de pensar en nosotros y, respetando totalmente nuestra libertad, desea encontrarse con nosotros y visitarnos; quiere venir, vivir en medio de nosotros, permanecer en nosotros. Viene porque desea liberarnos del mal y de la muerte, de todo lo que impide nuestra verdadera felicidad, Dios viene a salvarnos.

Los Padres de la Iglesia explican que la «venida» de Dios –continua y, por decirlo así, connatural con su mismo ser– se concentra en las dos principales venidas de Cristo, la de su encarnación y la de su vuelta gloriosa al fin de la historia. El tiempo de Adviento se desarrolla entre estos dos polos. En los primeros días se subraya la espera de la última venida del Señor. En cambio, al acercarse la Navidad, prevalecerá la memoria del acontecimiento de Belén, para reconocer en él la «plenitud del tiempo». Entre estas dos venidas, «manifiestas», hay una tercera, que san Bernardo llama «intermedia» y «oculta»: se realiza en el alma de los creyentes y es una especie de «puente» entre la primera y la última. «En la primera –escribe san Bernardo–, Cristo fue nuestra redención; en la última se manifestará como nuestra vida; en esta es nuestro descanso y nuestro consuelo». Benedicto XVI

 

«Sursum corda», elevemos nuestro corazón fuera del enredo de nuestras preocupaciones, de nuestros deseos, de nuestras angustias, de nuestra distracción. Nuestro corazón, el interior de nosotros mismos, debe abrirse dócilmente a la Palabra de Dios y recogerse en la oración de la Iglesia, para recibir su orientación hacia Dios de las palabras mismas que escucha y dice. La mirada del corazón debe dirigirse al Señor, que está en medio de nosotros: es una disposición fundamental. Cuando vivimos la liturgia con esta actitud de fondo, nuestro corazón está como apartado de la fuerza de gravedad, que lo atrae hacia abajo, y se eleva interiormente hacia lo alto, hacia la verdad, hacia el amor, hacia Dios. Benedicto XVI

 

Ya es hora de despertarnos del sueño. Y, abiertos los ojos a la luz deífica, escuchemos atónitos lo que cada día nos advierte la voz de Dios que clama: Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones. Regla de san Benito-Prólogo 8-9

 

La Regla de San Benito empieza con la palabra “Escucha, oh hijo”. San Benito indica que el que entra en la vida monástica entra en una escuela de sabiduría, en una escuela del arte de vivir, de arte de ser hombre. Y la llave está en la escucha. Lo mismo para todo cristiano, que quiere aprender a vivir, que quiere vivir bien, debe comenzar por la escucha. Para SB la escucha de la palabra de Dios, en primer lugar, no la percepción de una información, sino de formación. Se trata de dejarse formar por la Palabra, dejarse asimilar por la Palabra, entrar en la Palabra, devenir conforme a la Palabra, escuchar es obedecer. Es un Dios que nos habla en nosotros, en nuestra conciencia, en la creación, en la Sagrada Escritura, en Jesucristo, en el hermano, en la Iglesia.  Benedicto XVI

 

El Bautista la predicaba sin descanso y con vehemencia (cf. Lc 3,7). También este es un tema “incómodo”. Así como el desierto no es el primer lugar al que quisiéramos ir, la invitación a la conversión no es ciertamente la primera propuesta que quisiéramos oír. Hablar de conversión puede suscitar tristeza; nos parece difícil de conciliar con el Evangelio de la alegría. Pero esto sucede cuando la conversión se reduce a un esfuerzo moral, como si fuera sólo un fruto de nuestro esfuerzo. El problema está justamente ahí: en basar todo en nuestras propias fuerzas; eso no funciona. Ahí también anidan la tristeza espiritual y la frustración. Quisiéramos convertirnos, ser mejores, superar nuestros defectos, cambiar, pero sentimos que no somos plenamente capaces y, a pesar de nuestra buena voluntad, siempre volvemos a caer. Tenemos la misma experiencia de san Pablo que, precisamente desde estas tierras, escribía: «Está a mi alcance querer el bien, pero no el realizarlo, ya que no hago el bien que quiero y, en cambio, practico el mal que no quiero» (Rm 7,18-19). Por tanto, si solos no tenemos la capacidad de hacer el bien que queremos, ¿qué quiere decir que nos debemos convertir?

Nos puede ayudar su hermosa lengua, el griego, con la etimología del verbo evangélico “convertirse”, metanoéin. Está compuesto por la preposición metá, que aquí significa más allá, y del verbo noéin, que quiere decir pensar. Convertirse, entonces, es pensar más allá, es decir, ir más allá del modo habitual de pensar, más allá de los esquemas mentales a los que estamos acostumbrados. Pienso en los esquemas que reducen todo a nuestro yo, a nuestra pretensión de autosuficiencia. O en esos esquemas cerrados por la rigidez y el miedo que paralizan, por la tentación del “siempre se ha hecho así, ¿para qué cambiar?”, por la idea de que los desiertos de la vida son lugares de muerte y no de la presencia de Dios.

Juan, exhortándonos a la conversión, nos invita a ir más allá y a no detenernos aquí, a ir más allá de lo que nos dicen nuestros instintos y nos representan nuestros pensamientos, porque la realidad es más grande, más grande que nuestros instintos y que nuestros pensamientos. La realidad es que Dios es más grande. Convertirse, entonces, significa no prestar oído a aquello que corroe la esperanza, a quien repite que en la vida nunca cambiará nada —los pesimistas de siempre—­; es rechazar el creer que estamos destinados a hundirnos en las arenas movedizas de la mediocridad; es no rendirse a los fantasmas interiores, que se presentan sobre todo en los momentos de prueba para desalentarnos y decirnos que no podemos, que todo está mal y que ser santos no es para nosotros. No es así, porqué está Dios. Es necesario fiarse de Él, porque Él es nuestro más allá, nuestra fuerza. Todo cambia si se le deja el primer lugar a Él. Eso es la conversión: al Señor le basta que dejemos nuestra puerta abierta para entrar y hacer maravillas, como le bastaron un desierto y las palabras de Juan para venir al mundo. No pide más.

Pidamos la gracia de creer que con Dios las cosas cambian, que Él cura nuestros miedos, sana nuestras heridas, transforma los lugares áridos en manantiales de agua. Pidamos la gracia de la esperanza. Porque la esperanza reanima la fe y reaviva la caridad. Porque los desiertos del mundo hoy están sedientos de esperanza. Y mientras este encuentro nos renueva en la esperanza y en la alegría de Jesús, y yo gozo estando con ustedes, pidamos a nuestra Madre Santísima que nos ayude a ser, como ella, testigos de esperanza, sembradores de alegría a nuestro alrededor —la esperanza, hermanos y hermanas, no defrauda, nunca defrauda—, no sólo cuando estamos contentos y estamos juntos, sino cada día, en los desiertos donde vivimos. Porque es allí que, con la gracia de Dios, nuestra vida está llamada a convertirse. Allí, en los numerosos desiertos que tenemos dentro o que nos rodean, allí la vida está llamada a florecer. Que el Señor nos conceda la gracia y la valentía de acoger esta verdad. Papa Francisco

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