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Jueves Santo: ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Salmo 114-115

Vivir el Triduo Pascual de la mano de los Salmos

Jueves Santo: ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Salmo 114-115

La tarde de este Jueves Santo entraremos de lleno en el corazón del Año Litúrgico abriendo la celebración de un Triduo Pascual ciertamente especial, preparado por una Cuaresma en la que hemos recorrido el camino de un desierto también muy especial. Este año el Señor nos ha invitado a participar como humanidad en un camino común de vuelta hacia Él, todos juntos, en la misma barca, todos frágiles y desorientados, pero al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos (Papa Francisco, Momento extraordinario de oración, 27 de marzo 2020). Tal vez más que nunca este llamado del Señor a volver a Él se manifiesta claramente universal, dirigido a todos y a cada uno. Hemos tenido que detenernos, hemos tenido que escucharlo y, concientes de nuestra vulnerabilidad y pobreza, nos presentamos hoy ante su amor humilde para participar de su Misterio Pascual.

De la mano de los Salmos, en esta hora particular de la historia y de la propia vida, acompañaremos al Señor en estos días santos. Los Salmos darán forma a nuestra oración que muchas veces en las horas difíciles encuentra obstáculos para expresarse. Ellos nos harán entrar en esa corriente de plegaria que atraviesa los siglos y que contiene toda la experiencia del hombre frente a Dios. Un autor dice acerca del libro de los Salmos:

Nacemos con este libro en las entrañas. Un libro pequeño: ciento cincuenta poemas, ciento cincuenta peldaños levantados entre la muerte y la vida; ciento cincuenta espejos de nuestras rebeldías y de nuestras fidelidades, de nuestras agonías y de nuestras resurrecciones. Más que un libro, es un ser viviente que habla –te habla- que respira, que gime, que muere, que resucita y canta, en el umbral de la eternidad – y te agarra, tomando posesión de ti, y te conduce, a ti y a los siglos de los siglos, desde el comienzo  hasta el fin… André Chouraqui

En esta hora de gracia, dejemos entonces que estas plegarias nos iluminen y nos conduzcan al centro del misterio de Cristo que el Triduo Pascual nos hace celebrar. Dejemos que la misma Palabra de Dios nos ofrezca las palabras de nuestra oración y que a través de ellas se graben en nosotros los mismos sentimientos de Cristo, su misma disposición, su entrega total.

¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?, nos dice el Salmo 114-115, que guiará esta meditación sobre el Jueves Santo. Y nos preguntamos esta tarde ante el Señor, ¿nos es posible hoy rezar así, en esta Pascua especial, en este tiempo de pandemia?

Y en esta tarde de Jueves Santo, el amor hasta el fin de Jesús nos da la respuesta, nos descubre el secreto.

¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Estas palabras expresan el centro de la experiencia del salmista, el corazón de su oración. Esta pregunta es una interrogación que -diríamos- es connatural al hombre, ya que su dignidad reside en su poder de reciprocidad. El salmista comprende que deviene una persona cuando percibe el significado del recibir y del dar, y se descubre como destinatario del don de Dios, llamado a su vez a responderle, iniciando así el intercambio del amor.

En este día en que celebramos el don más grande que Cristo ha hecho a su Iglesia, anticipando su sacrificio en la cruz en la Última Cena y que a través del sacerdocio se prolonga en el tiempo y se hace constantemente presente, la Eucaristía, este versículo resuena en el corazón de cada creyente justamente como un canto eucarístico, como una acción de gracias, que nos abre a esta dinámica del recibir y responder, de darse y entregarse, que es la dinámica que impregna todo el Misterio Pascual de Jesús.

Pero remontémonos al comienzo del salmo y desde allí entremos de lleno en esta oración.

En primer lugar, este salmo forma parte del grupo de salmos (112 a 117) utilizados por los israelitas en las grandes fiestas y en especial con ocasion de la Pascua. En el evangelio leemos que Jesús mismo con sus discípulos los cantó en el contexto pascual de su Pasión: después del canto de los salmos, salieron hacia el Monte de los Olivos. Mt 26,30. Podemos decir que el canto de los salmos le permitió a Jesús hacer de su pasión un gran canto de amor. Es decir, los salmos también marcaron la experiencia pascual de Jesús, dieron forma a su oración, la expresaron e hicieron posible su entrega de amor.

El salmo comienza con estas palabras:

Amo al Señor porque escucha

mi voz suplicante,

porque inclina su oído hacia mí

el día que lo invoco.

 

Este comienzo es particularmente llamativo. El salmista utiliza el tiempo presente para indicar que la acción de Dios en el pasado ilumina su vida hoy. Sus primeras palabras son una radical declaración de amor que impresiona por su intensidad y que se vuelve asimismo una profesión de fe y de confianza en la actitud de Dios que es esencialmente de apertura, de escucha y de acogida, y que nos puede guiar en nuestra oración también a nosotros hoy. Es una oración humilde. Muchas veces vemos a Jesús mismo rezar así: Padre, te doy gracias porque me escuchaste, yo sé que siempre me escuchas. Jn 11,41-42. Y también: Yo amo al Padre. Jn 14,31. Esta es también la actitud con la que Jesús se encamina a su Pasión: confianza en el Padre y amor a los hombres.

 

Ahora bien, el contexto del salmo es también como el de este día, un contexto pascual, como lo muestran los versículos siguientes. Esta primera declaración del salmista brota luego de una situación de peligro extrema, de angustia, desde la profundidad del dolor humano, como brotará también la oración de Jesús en Getsemaní. Pues el salmista prosigue manifestando su experiencia:

Me envolvían redes de muerte

me alcazaban los lazos del abismo

Dos imágenes fuertes para recordar la situación dramática del orante que le permiten evocar y poner delante de Dios su sufrimiento, las redes del abismo y los lazos de la muerte, que en estas dos metáforas expresan todo aquello que pesa sobre las espaldas del hombre y le produce angustia. Podemos aquí pensar en los últimos días de Jesús, cuando el horizonte de su vida se iba cerrando a causa de la hostilidad y más adelante de la traición que lo conducirá finalmente a la muerte.

Desde el abismo de su dolor, he aquí que el orante grita al Señor. Este grito, esta invocación del Señor, recorrerá todo el salmo:

Invoqué el nombre del Señor:

Señor, salva mi vida.

Aquí la invocación es brevísima, elemental, es como un movimiento esencial hacia Dios que se hace casi una jaculatoria: Señor, salva mi vida, que bien puede verse reflejada en las palabras de Jesús: Aparta de mi este cáliz. Lc 22,42.

Y este recuerdo de haberse vuelto hacia Dios en el momento de la prueba deviene ahora un canto de agradecimiento a la fidelidad de un Dios pronto a derramar su gracia transformadora y a manifestar su entrañable misericordia. El acto de recordar, de volver a traer al corazón, hace que la bondad del Señor adquiera para el orante un carácter presente, que se expresa en los verbos, por eso el salmista habla así:

El Señor es benigno y justo

nuestro Dios es compasivo.

El Señor guarda a los sencillos

estando yo sin fuerzas me salvó.

Para, por fin, hacerse un diálogo del poeta con su propia alma en el hoy que está viviendo (verbo en presente), volviendo a enumerar los prodigios del Señor y destacando la acción benéfica de Dios en su favor (verbos en pasado), y abriéndose finalmente  a la esperanza en el futuro (verbo en futuro):

 

Alma mía, recobra tu calma

que el Señor fue bueno contigo:

arrancó mi alma de la muerte

mis ojos de las lágrimas

mis pies de la caída.

Caminaré en presencia del Señor

en el país de la vida.

El orante rescatado de la caída que lo precipitaba, es establecido en la tierra de la vida, en el ámbito gozoso de la luz y de la alegría por la presencia del Señor, y porque es posible cantar y alabarlo.

Esta presencia es la novedad que Jesús nos ofrece en este día: su permanente presencia eucarística, el haberse hecho uno de nosotros para poder padecer con el hombre de modo muy real, en carne y sangre, para entrar en cada pena humana y bañarla con el consuelo de su Pascua.

La segunda parte del salmo se abre nuevamente con una profesión de fe:

Tenía fe aún cuando dije:

qué desgraciado soy!

Yo decía en mi apuro:

los hombres son unos mentirosos.

Con estas palabras el orante declara lo frágil que resulta la confianza puesta en el hombre, exaltando así la fidelidad inquebrantable de Dios.

Y llegamos entonces al corazón del salmo:

 

¿Cómo pagaré al Señor

todo el bien que me ha hecho?

Alzaré la copa de la salvación

invocando su nombre.

La liturgia eucarística asumirá este versículo. La copa de la salvación es ahora la copa de la nueva alianza, es el sacrificio de Cristo, la suprema acción de gracias que se haya podido ofrecer jamás. Balduino de Ford dice:

Este cáliz, esta copa, está ligada al cumplimiento de la nueva promesa. Esta copa es el nuevo pacto, en él encontramos la causa, el motivo y la fuerza para cumplir lo que prescribe el Nuevo Testamento y para obtener lo que promete. Esta copa es una poción de amor que Cristo ha preparado con un arte que solo Él conoce. Por su sangre derramada sobre la cruz ha derramado su amor, con su sangre que se hace bebida, nos da a beber también su amor, lavándonos de nuestros pecados con esta misma sangre.

Y Benedicto XVI también comenta:

Jesús nos lava con la fuerza sagrada de su sangre, es decir, de su entrega hasta el extremo, hasta la cruz. Pidámosle que el baño sagrado de su amor verdaderamente nos penetre y nos purifique cada vez más. (20 de marzo de 2008).

En esta tarde de Jueves Santo podemos detenernos a contemplar, luego de haber sido guiados por el salmista, en el cáliz, en la copa que el Señor alzó para nosotros con su sacrificio, copa, cáliz en el que podemos encontrar y beber su amor.

Jesús en esta copa ofreció por anticipado la vida que se le quitará, y, de este modo, transforma su muerte violenta en un acto libre de donación de sí mismo por los demás y a los demás. El dolor se transforma en un sacrificio activo, ofrecido, libre y redentor. Su sangre anticipadamente ofrecida en el cáliz de la salvación es la expresión de su amor dispuesto a afrontar la muerte y a transformarla. Solo el amor tiene esta fuerza transformadora. Y solo en el amor se encuentra el secreto de la plenitud.

En este día, el Señor nos invita a recibir un amor así. Un amor inagotable, que llega realmente hasta el extremo. Jesús hoy de un modo solemne y cada día en la eucaristía vuelve a convertirse en el cáliz de la salvación, en la copa de la nueva alianza.

Y así nos da el secreto: es el amor, su amor hasta el extremo, el que solamente es capaz de transformar todo lo que vivimos en una experiencia pascual.

Que en este sagrado día celebrado de modo tan especial, podamos, a través de las palabras del salmista, unirnos a Cristo, encontrar y recibir su amor hasta el fin, y dejar que su misterio pascual transforme toda nuestra vida, todo lo que nos sucede, en un acontecimiento de salvación, porque con Él la vida nunca muere. (Papa Francisco, Momento extraordinario de oración, 27 de marzo 2020)

Por eso el salmista continúa su oración:

Mucho le cuesta al Señor

la muerte de sus fieles.

Señor yo soy tu siervo

siervo tuyo, hijo de tu esclava,

rompiste mis cadenas.

El Señor nos ha creado para la vida y nos la ofrece en su Sacramento de amor. En Él nos restaura, nos conforta, nos alimenta, nos llena el alma de gracia y nos da una prenda de la gloria futura.

Celebrando de modo tan particular esta Misa de la Cena del Señor, en la que muchos no podrán participar más que a través de los medios de comunicación, suban a nuestros labios las palabras conclusivas del orante para ayudarnos a elevar la acción de gracias del sacrificio de Cristo en espera de poder nuevamente acercarnos a los atrios del Señor:

Te ofreceré Señor un sacrificio de alabanza

invocando tu nombre, Señor.

Cumpliré al Señor mis votos

en presencia de todo el pueblo.

En el atrio de la casa del Señor,

en medio de ti, Jerusalén.

 

 

 

 

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