II Domingo de Cuaresma. Ciclo C
Dios dijo a Abrám:
“Mira hacia el cielo y, si puedes,
cuenta las estrellas”.
Y añadió:
“Así será tu descendencia”.
Abrám creyó en el Señor.
Oración Colecta: Padre Santo, que nos mandaste escuchar a tu Hijo amado, alimenta nuestro espíritu con tu Palabra, para que, después de haber purificado nuestra mirada interior, podamos contemplar gozosos la gloria de su rostro. Por nuestro Señor Jesucristo tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos.
Del libro del Génesis 15,5-12.17-18
Dios dijo a Abrám: “Mira hacia el cielo y, si puedes, cuenta las estrellas”. Y añadió: “Así será tu descendencia”. Abrám creyó en el Señor, y el Señor se lo tuvo en cuenta para su justificación. Entonces el Señor le dijo: “Yo soy el Señor que te hice salir de Ur de los caldeos para darte en posesión esta tierra”. “Señor, respondió Abrám, ¿cómo sabré que la voy a poseer?” El Señor le respondió: “Tráeme una ternera, una cabra y un carnero, todos ellos de tres años, y también una tórtola y un pichón de paloma”. El trajo todos estos animales, los cortó por la mitad y puso cada mitad una frente a otra, pero no dividió los pájaros. Las aves de rapiña se abalanzaron sobre los animales muertos, pero Abrám las espantó. Al ponerse el sol, Abrám cayó en un profundo sueño, y lo invadió un gran temor, una densa oscuridad. Cuando se puso el sol y estuvo completamente oscuro, un horno humeante y una antorcha encendida pasaron en medio de los animales descuartizados. Aquel día, el Señor hizo una alianza con Abrám diciendo: “Yo he dado esta tierra a tu descendencia”.
Salmo responsorial 26,1.7-9.13-14
R/ El Señor es mi luz y mi salvación.
El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? R/
Escúchame, Señor, que te llamo, ten piedad respóndeme. Oigo en mi corazón buscad mi rostro. R/
Tu rostro buscaré Señor, no me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio. R/
Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor. R/
De la carta a los filipenses 3,17-4,1
Hermanos: Sigan mi ejemplo y observen atentamente a los que siguen el ejemplo que yo les he dado. Porque ya les advertí frecuentemente y ahora les repito llorando: hay muchos que se portan como enemigos de la cruz de Cristo. Su fin es la perdición, su dios es el vientre, su gloria está en aquello que los cubre de vergüenza, y no aprecian sino las cosas de la tierra. En cambio, nosotros somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio. Por eso, hermanos míos muy queridos, a quienes tanto deseo ver, ustedes que son mi alegría y mi corona, amados míos, perseveren firmemente en el Señor.
Evangelio según san Lucas 9,28b-36
Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante. Y dos hombres conversaban con Él: eran Moisés y Elías, que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén. Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, pero permanecieron despiertos, y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con Él. Mientras éstos se alejaban, Pedro dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Él no sabía lo que decía. Mientras hablaba, una nube los cubrió con su sombra y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor. Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: “Éste es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo”. Y cuando se oyó la voz, Jesús estaba solo. Los discípulos callaron y durante todo ese tiempo no dijeron a nadie lo que habían visto.
“Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: ‘Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías’”. Te ruego, bienaventurado apóstol Pedro, no te ofendas por el reproche que te va a dirigir tu humilde servidor, porque no te habla con espíritu de baja temeridad. Otros, además de mí, se han planteado la misma pregunta respecto a ti. Dime: ¿has sido llevado a la montaña para esto? ¿Para poseer allí para ti solo, o para el pequeño grupo de tus amigos, a tu Señor? ¿No es más bien para que después de haber visto su gloria, no reniegues de tu Maestro, de tu Dios, de aquel que es a la vez, y plenamente, Dios y hombre; que no lo hagas, sobre todo, cuando haya llegado el momento de las ataduras, de los látigos, de los salivazos, de las bofetadas, de los sufrimientos de la cruz, de la sepultura? ¡Está bien!, el rostro súbitamente glorificado de Cristo te colma ahora de tal entusiasmo que no quieres bajar de la montaña. Pero, ¡espera un poco! Pronto lo habrás olvidado, y ante una sirvientita insignificante, afirmarás que no lo conoces, en el momento en el que se acercará la hora en la que debe realizarse lo que ha dicho el profeta: “No tenía apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta” (Is 53,2-3) ¿No hubieras debido decir más bien: “Señor, apresura el tiempo en que su cumplirá todo lo que ha sido escrito respecto de ti; y, entrando así en tu gloria, muéstrame tu rostro, no como se presenta ahora, sino tal como es”. Sin embargo, es preciso ser indulgente contigo, apóstol Pedro: estabas medio dormido cuando hablabas así. “Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño” (Lc 9,32); sueño del espíritu más bien que de la carne… Dejemos de lado esta torpeza de Pedro; admiremos más bien el amor que siempre manifestó hacia el Señor, y que numerosos indicios nos han hecho conocer… Es este amor, en realidad, el que lo impulsa a querer permanecer en esta montaña donde ha visto el rostro de su maestro resplandeciente de gloria. Rechaza la gloria del siglo, desprecia todo lo que agrada al mundo, no quiere sino este rostro de Cristo en el que resplandece una claridad comparable a la del sol.
Ambrosio Autperto
Leer homilías del Cardenal Pironio para la 2º semana de Cuaresma