La iglesia benedictina de Regina Pacis
De la Revista Litúrgica Argentina 109-110, año 1946
Mientras nos aproximábamos a celebrar el jubileo de plata de la iglesia del Santo Cristo, hemos visto surgir en Punta Chica otra iglesia benedictina bajo el título de “Regina Pacis”. No hacemos referencia de ambas sólo porque pertenecen a la misma familia religiosa, sino porque otro parentesco hace que una venga a cumplir lo que quedó en suspenso en la otra. En efecto, cuando se pensó en el titular de la iglesia de los PP. Benedictinos, no estuvo lejos la idea de que la Reina de los Cielos bajo la advocación de “Regina Pacis” fuera su patrona. Pero las circunstancias hicieron ceder este título al del “Santo Cristo” con que todos la conocemos hoy.
Mas, no sólo quien patrocinaba esta idea (el R. P. Prior D. Andrés Azcárate) sino el honor mismo del Hijo estaba de por medio para que el nombre de la Virgen en el que antes había pensado tuviera su realización a su hora oportuna. Así, pues, “Regina Pacis” hubo de ser el título de la iglesia de las Monjas Benedictinas.
La iglesia actual ha reemplazado ventajosamente a la primera capillita que recibió a la comunidad fundadora en el año 1941. Aquella tenía también la imagen dulce y serena de la Virgen de la Paz. Eran los años de la última guerra. Por eso, no se terminaba el Oficio Divino sin que se cantara a modo de súplica breve: “Da pacem, Domine, in diebus nostris, quia non est alius qui pugnet pro nobis nisi tu Deus noster”.
Mientras se elevaban estas plegarias a la Reina de la Paz, en momentos en que las noticias venidas de Europa contristaban nuestros corazones, y a los horrores de aquellos campos de sangre se sumaba el dolor de las iglesias destruidas, no faltaron almas generosas que en compensación de esos destrozos quisieran erigir un templo que preludiara con su título la ansiada paz por la que tanto se clamaba. Así quedó proyectada la iglesia abacial “Regina Pacis” que en poco más de un año de construcción se llevó a término y recibió el privilegio que tan pocas alcanzan de ser solemnemente bendecida y consagrada.
Hace ya más de un año, en abril de 1945, que en esta iglesia, para la solemnidad de San José se trasladó definitivamente el Ssmo. Sacramento al nuevo tabernáculo, desde donde recibiría el Señor los homenajes que la Iglesia con su liturgia le tributa.
Pero aún faltaba el honor insigne de la dedicación; honor del que antiguamente no eran privadas las iglesias, pero que hoy por desgracia casi resulta raro. El entonces Archiabad de la Congregación Benedictina Brasilera y Obispo de Dorilea Mons. Lorenzo Zeller O. S. B. la consagró el día 26 de mayo de 1945, y cumplióse así aquella ceremonia tan grandiosa y especial en que la Iglesia derrocha todos los recursos de sus oraciones, cantos y ritos, para expresar la grandeza a que está llamado el recinto material de un templo. Lo tenemos ya bendecido, consagrado, y entre sus altas columnas hay doce (como los Apóstoles columnas de la Iglesia) que ostentan una cruz grabada en una plaquita de mármol y debajo de ella hay un candelero fijado a la pared en cuyo contorno se lee: Lauda Jerusalem Dominum. Allí hay una vela que cada año, al celebrarse el aniversario de la consagración, se encenderá nuevamente y recordará que sobre esas cruces el Obispo consagrante ungió aquellos pilares benditos como otrora lo fuimos todos nosotros en el santo Bautismo.
Una impresión de grandeza y de visión celestial recibe el ánimo al contemplar el conjunto de capiteles de todas las columnas, así de las grandes como de las menores que hay entre las arcadas de los intercolumnios que corren a lo largo de las paredes y cuyas esculturas representan serafines velados por sus mismas alas y en actitud de profunda adoración. Sobre ellos se leen aquellas palabras que escuchó Isaías en su visión del cielo y que resume, por decirlo así, toda la liturgia Sanctus, Sanctus, Sanctus.
En presencia de los ángeles te salmodiaré, cantó David en sus himnos y esto quiere nuestro Padre san Benito que tengamos presente cuando nos disponemos a rendir a Dios nuestro oficio de alabanza. Y para materializar esta realidad espiritual aquí están representados esos celestiales testigos. Aquí pues ha de unirse a la liturgia del cielo esta obra que Cristo ofrece por su Iglesia. Y para simbolizar que son vírgenes consagradas quienes cantan estas alabanzas, una guarda de lirios estilizados adorna el ábaco de los capiteles.
Haciendo frente al público hay un gran mosaico de la Virgen Reina de la Paz, titular de la iglesia, cuyo tamaño es mayor que el doble del natural. Es de estilo bizantino, de aquel arte que supo volcar en el mosaico lo más puro de su expresión y que, tanto por la pureza de sus líneas, nitidez y colorido como por su riqueza y resistencia de su material, la Iglesia lo ha tenido siempre por una de las más apreciadas decoraciones para sus templos. La imagen de la “Reina de la Paz” se destaca con nitidez en un fondo de oro de 5m por 3,75. Este fondo parece evocar los misteriosos textos del Apocalipsis de San Juan: la ciudad era de oro puro semejante a un cristal puro. Y oro puro y cristal es el del cielo del mosaico. Esta imagen es una creación original. La Virgen está sentada sobre nubes. Es una representación gloriosa; su cabeza está coronada por una corona de ocho azucenas, número que según la tradición patrística simboliza la eternidad; el manto de la Virgen es verde esmeralda con forro de color rojo profundo; el vestido es blanco; sostiene con una mano a su Divino Hijo que está de pie sobre su regazo y con la otra le ofrece una rama de olivo en forma de corona. El nimbo de ambas figuras es plateado, pues simboliza la luz blanca y radiante de los cuerpos glorificados, de esa luz de Dios que hace que la ciudad (celestial) no necesite sol ni luna que alumbren en ella, porque la claridad de Dios la tiene iluminada.
Un gran arco iris rodea a la Madre y al Niño evocándonos aquel otro que apareció como símbolo de paz luego que acabó el diluvio. El Niño, aquel “Rey Pacífico”, tiene entre sus manos el mundo; mas su rostro no está exento de seriedad: es que el mundo no tiene la paz que de sus manos puede conseguir. Pero ahí está la Virgen, la mediadora que suplica y consigue. Ahí está la corona de esta paz con que el mundo debe ser coronado. Regina Pacis, ora pro nobis, se lee en letras que se destacan sobre el fondo dorado del mosaico y rodeando su contorno otra inscripción dice: Per Virginem Matrem concedat nobis Dominus salutem et pacem.
Tal es el anhelo de los que se dirigen a los pies de esta imagen. Anhelo de paz. Y no mucho después de la bendición de esta iglesia pudimos oír desde su recinto los anuncios del fin de la guerra. Mas no queda con eso sin objeto la plegaria por la paz. Aparte de que aun en este plano queda mucho por hacer, está esa otra paz que ha sido por tantos siglos y es todavía lema de los Benedictinos. Este suave vocablo no se refiere tanto a lo material cuanto a lo espiritual. Aunque la primera es condición de la segunda, no es sin embargo la única y exclusiva. La paz del espíritu es y será siempre la meta feliz de la vida cristiana. Es el resultado del orden restablecido por Cristo y al que sin Él es de todo punto imposible llegar.
Por eso esta dulcísima Madre Reina de la Paz nos muestra el único y necesario camino para llegar a conseguirla: es su Hijo, aquel Niño que tiene entre sus brazos y que sostiene al mundo. Él es nuestra Paz y en vano trataríamos de establecerla alrededor nuestro si no reina en nuestros corazones. De ahí que la advocación de “Regina Pacis” tan amada por los cristianos tiene y tendrá siempre una actual y viva significación cuya plena realización solo se sentirá colmada en las playas benditas y serenas de nuestra patria celestial donde ya no habrá más llanto ni quejas ni ningún dolor, porque estas cosas de antes pasaron.