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Canto gregoriano: el canto de la Iglesia

Trataremos de aproximarnos a esta joya de la civilización occidental, fuente del arte, de la música y de la espiritualidad: el canto “gregoriano”, así llamado en honor de un Papa, S. Gregorio Magno que nada (o casi nada) tuvo que ver con él…

Los orígenes de la música litúrgica

 

A juzgar por las alusiones que encontramos en el Nuevo Testamento, el texto esencial de la primera liturgia cristiana fue la Biblia y principalmente, el libro de los Salmos. Era lógico: en la liturgia del Templo de Jerusalén, los Salmos, atribuidos al rey David, eran solemnemente ejecutados por los levitas que los cantaban a coro, conforme a un calendario estructurado. Pero la música que los primeros cristianos heredaron no era solamente la del Templo, donde intervenían diversos instrumentos, sino la de la sinagoga, exclusivamente vocal, monódica, con ritmo libre.

La expansión del cristianismo por Antioquía, Asia Menor y Roma ocasionará un choque entre los cristianos de tradición judía y los convertidos del paganismo, en relación a la observancia de la Ley de Moisés y a la circuncisión. De hecho, en el año 48, debió llevarse a cabo el llamado Concilio de Jerusalén, cuya conclusión fue que la fe en Cristo y no las prácticas rituales judías eran el camino para la salvación. Así, se producía una primera fisura entre las prácticas litúrgicas cristianas y judías, que sería acentuada en los años posteriores.

Una liturgia cristiana

Con la insurrección judía del año 66 (que terminaría con la destrucción del Templo de Jerusalén y buena parte de la ciudad, por parte de las tropas del Emperador Tito en el año 70), los cristianos abandonaron la ciudad y se refugiaron al otro lado del Jordán, permaneciendo al margen de las revueltas. De este modo, creció la distancia entre ambas comunidades. La ruptura definitiva llegó en el año 99, estableciéndose la expulsión de la sinagoga para aquellos que confesaran a Jesús como Mesías.

Comenzó entonces a desarrollarse una liturgia al margen de la hebrea, en la cual, al libro de los Salmos se unirían otros textos compuestos por la naciente Iglesia: la influencia griega fue muy notable desde el comienzo y su teoría musical proporcionó una base teórica al canto de las comunidades cristianas. La unión de la teoría musical griega con base judía dio lugar a los dos grandes tipos de canto de la cristiandad medieval: el canto bizantino, que utilizará como lengua litúrgica el griego, y el canto occidental.

En el primer siglo de nuestra era, aún en el período de la clandestinidad, pareciera que lo más atrayente para los cristianos era constituir una comunidad que se reuniera para cantar a Cristo. De allí el conocido texto de Plinio, el joven, gobernador del Ponto y de Bitinia (norte de Turquía), que en el año 112 escribió al Emperador Trajano sobre los cristianos, en estos términos:

Tienen por costumbre, en días señalados, reunirse antes de la salida del sol y cantar a coro, alternando entre sí, un himno a Cristo como a Dios.

En aquellos primeros tiempos de clandestinidad (siglo I y II) pareciera que la interpretación de los Salmos era realizada por un solista mediante una declamación solemne sobre una sola nota musical, llamada cantilación, que podríamos considerar un procedimiento de proclamación intermedio entre el canto y la lectura. Esa declamación sobre una nota variaba para marcar los acentos de puntuación (como en la liturgia de las sinagogas judías), y el énfasis del texto se realizaba mediante la ornamentación de la nota sobre la cual se recitaba, sin alejarse demasiado de ella: algo semejante a lo que se realiza hoy para el canto del Evangelio o la Oración Eucarística. Es en este contexto, según el parecer de varios autores, donde nació el canto sagrado de Occidente.

Será esta una época de gran creatividad litúrgica y musical, buscando formas capaces de atraer a los paganos: a principios del siglo III, aparece una liturgia que conserva trazos hebreos y griegos, pero que ya utiliza textos latinos.

Entre los siglos III y IV, los fieles fueron asumiendo un pequeño papel en las celebraciones: cada uno de los versículos de los Salmos era completado por un breve estribillo a modo de respuesta que dependía de cada celebración litúrgica: era la salmodia responsorial. Para facilitar la memorización, la mayoría de las veces el estribillo estaba constituido por la segunda parte del primer versículo de cada Salmo. Posteriormente, fueron agregados términos propios del tiempo litúrgico, como la palabra Aleluya. Con el tiempo, fueron enseñadas a los fieles otras respuestas que podían proceder de otro versículo del Salmo, para obtener mayor variedad.

En el siglo IV varios acontecimientos tuvieron una influencia decisiva en la situación de los cristianos:

  • El latín pasará a ser la lengua oficial de la Iglesia.
  • El Edicto de Milán, promulgado por el Emperador Constantino, en el 313, permitió la libertad de culto.
  • El 3 de marzo de 321, el domingo fue reconocido como festivo para todas las personas, fueran cristianas o no.
  • En 325, se celebró en Nicea (hoy Iznik, en Turquía), el primer Concilio ecuménico de la Iglesia que estableció un calendario de celebraciones, la fecha de Pascua y creó jurisdicciones metropolitanas gobernadas por diferentes patriarcas.

Por otro lado, el gran número de convertidos después del Edicto de Milán obligó el establecimiento de una estructura cronológica (año litúrgico) y simbólica, poniendo fin al período de desbordante creatividad de los siglos anteriores. Para hacer frente, de modo eficaz, a las herencias nacientes, surgió la necesidad de no dar lugar a la improvisación, sobre todo en lo que se refiere al orden de las lecturas y de los textos de las oraciones y cantos.

Aparecieron también piezas líricas: himnos, composiciones métricas que consolidaron la transición hacia el canto litúrgico propiamente dicho. Cantados con melodías simples, posiblemente populares, terminaban con una doxología más o menos desenvuelta para combatir las herejías del momento, sobre todo las que negaban la Trinidad y la divinidad de Cristo. Los primeros himnos no tenían una melodía fija para cada texto, sino que las melodías se adaptaban a los textos con métrica igual. En los siglos VI y VII aparecieron con música propia.

Los textos patrísticos de los siglos IV y V hablan de la participación entusiasta de los fieles en el canto. Al unísono, el canto era visto como símbolo de unidad de la asamblea a pesar de que, entonces como ahora, no todos tenían cualidades:

Aún cuando un fiel, como se acostumbra decir, o alguien desentona, si tiene buenas obras, para Dios es un buen cantor. Que el siervo de Dios cante de tal forma que no se deleite con su propia voz, sino con las palabras que canta (San Jerónimo).

Los Santos Padres también hablaron de las condiciones necesarias para el canto cristiano: Al del solista, que adquiere mucho relieve en el momento de cantar el Salmo, se le exige que la sonoridad de la voz se subordine a la experiencia interior de la mente y del corazón.

Un cántico nuevo

Dentro del proceso de crecimiento y de fijación litúrgica, en el siglo V fueron constituidos grupos de músicos profesionales: la Schola cantorum (escuela de cantores). Durante los siglos V y VI, las scholas elaboraron una nueva colección de piezas, aún cuando en todas ellas la improvisación tenía un papel fundamental, pues el adorno quedaba confiado a la inspiración de los cantores.

Y llegamos a la mitad del siglo VIII, cuando las fronteras de la Europa Occidental estaban sometidas a una doble presión: los árabes por el norte y los pueblos germánicos por el sur. En este contexto, el Papa Esteban II (752-757) emprendió un viaje a la Galia para pedir ayuda militar contra los lombardos (y su rey Astolfo, que amenazaba Roma), ya que en la Galia reinaba el soberano y poderoso de aquel momento, Pepino, el breve, rey de los francos.

El 6 de enero, en el palacio de Ponthion, en el sur de Champagne, el rey Pepino se postró delante del Papa Esteban II y le entregó su caballo, reproduciendo el gesto del emperador Constantino ante el Papa Silvestre I. El acuerdo entre ambos tuvo lugar el 14 de abril en Quierzy-sur-Oise, en el norte de París: el Papa consagró rey a Pepino, y este último se comprometió a ayudar al Papa y a declarar la guerra a los lombardos.

Así, entre 756 y 758, Pepino dirigió tres expediciones contra los lombardos, consiguiendo quitarles grandes áreas de la Italia central. El rey franco entregó ese territorio a la Santa Sede como zona de “seguridad” frente a sus enemigos, constituyendo los primeros estados pontificios.

El domingo 28 de julio de 754, en la Basílica de san Denis, el Papa Esteban II consagró a Pepino, a su esposa y a sus hijos y les confirió los títulos de rey de los Francos y patricio de los Romanos (Patricius Romanorum). Esta consagración de Pepino y su familia se realizó según la liturgia romana y debe haber impresionado bastante al soberano. Tanto fue así que Pepino ordenó que en la Galia se aprendiera el repertorio romano a fin de sustituir el antiguo canto practicado en aquellas tierras: el canto galicano.

Sin embargo, en un mundo sin discos, televisión, radio ni menos aún audiovisuales, sin siquiera partituras para poder estudiar las melodías, la transmisión del repertorio era puramente oral. Así, la única solución posible para la introducción del nuevo canto fue enviar cantores romanos a la Galia, a fin de que los Galos pudieran aprender de memoria algunas melodías que los cantores romanos habían aprendido también de memoria.

Sin embargo, ni Pepino ni el Papa pudieron prever el resultado de este “aprendizaje”, pues los cantores franceses no se limitaron a reproducir tal cual lo que fuera cantado por sus colegas romanos, sino que pusieron también su “granito de arena”: el resultado, en realidad, fue una fusión entre ambos. El repertorio romano tenía textos y formas características de la recitación sobre notas determinadas, pero los francos mantuvieron la ornamentación propia de sus cantos, dando como resultado un nuevo repertorio: el romano-franco.

Este repertorio -llamado “canto romano” porque, a falta de algún modo de diferenciarlo, era considerado el canto que se realizaba en Roma- se difundió por toda la Europa Occidental gracias al empeño del sucesor de Pepino, Carlo Magno. De hecho, ambos se dieron cuenta de la poderosa herramienta unificadora del Imperio que constituía una liturgia y un canto común a todas las tierras y pueblos gobernados por ellos.

El repertorio “romano” fue sustituido poco a poco por repertorios locales (como el canto hispánico, propio de España). Este nuevo corpus musical se completó con la composición de nuevas piezas y con su sistematización en la teoría de los octoecos, esto es, la clasificación de las piezas en un sistemas de ocho modos, durante el primer renacimiento carolingio (siglo VIII). Es este repertorio el que será conocido con el nombre de “canto gregoriano”.

Un canto gregoriano sin Gregorio

Este Gregorio es san Gregorio Magno, Papa desde el año 590 hasta el 604. Por lo que parece, las principales contribuciones de San Gregorio para el canto litúrgico de la Iglesia fueron:

  • La prohibición del canto de los diáconos, alegando que los distraía de sus funciones fundamentales: el ministerio de la palabra y la distribución de las limosnas.
  • El incentivo de la Schola Cantorum, que se consolidó en los siglos V y VI como grupo especializado para la ejecución de los cantos.

En realidad la relación de San Gregorio con las nuevas piezas romano-galicanas se debe a su biógrafo, Juan Diácono, que escribió la Vita Sancti Gregorii trecientos años después de la muerte del Papa y donde dice que antiphonarium centonem compilavit, es decir: realizó la compilación de melodías. Sea cierta o no su intervención sobre el material compuesto, el hecho es que era una figura que, por su condición de Papa romano y Santo, podía otorgar un argumento de autoridad al repertorio. Por eso, se comenzó a atribuirle la autoridad de las nuevas piezas, que terminarían siendo conocidas como “canto gregoriano”.

A  finales del siglo VIII, los cantos del propio de la Misa romano-franca ya se encontraban perfectamente codificados y transmitidos en numerosos lugares. El primer testimonio del canto “gregoriano”, aún sin notación musical, es el Cantatorium de Monza (año 790), que contenía los textos de los cantos de los solistas para la Misa. Los cantores lo llevaban en la mano, como señal de su ministerio, aún cuando no fuera precisamente necesario, ya que sabían los cantos de memoria. Fue realizado con pergamino teñido de púrpura, como los decretos de los emperadores, y con mayúsculas en oro y plata. En ellos aparece específicamente la atribución de las composiciones a San Gregorio en un texto que se conoce, debido a su íncipit, como Gregorius praesul: Gregorius praesul meritis et nomine dignus unde genus ducit summmum conscendit honorem qui renovans monumenta patrumque priorum tum composuit hunc libellum musicae artis scolae cantorum (El prelado Gregorio elevado a la honra suprema, de la cual es digno por sus méritos como por su nacimiento, restauró la herencia de los Antiguos Padres y compuso para la Schola Cantorum esta colección de arte musical). Este texto, copiado al comienzo de los manuscritos más lujosos, fue durante siglos la “prueba” del trabajo del Papa como compositor.

De la memoria a la partitura

Hasta entonces se creía que la música tenía algo especial que impedía ser escrita. Así, san Isidoro de Sevilla (+636) había escrito en sus Etimologías: “Si los sonidos no son retenidos en la memoria por el hombre, perecen, ya que no podemos escribirlos”.

Con algunos precedentes anteriores, a partir de la mitad del siglo IX, se multiplicaron las tentativas de codificación musical y, en las primeras décadas del año 900, comenzaron a aparecer manuscritos completamente fijados mediante neumas (del griego pneuma – aliento), elementos gráficos que representaban los detalles rítmicos de la melodía que los cantores habían memorizado previamente.

La aparición de varias escuelas de diseño gráfico de neumas tuvo lugar en diversas regiones de Europa, más o menos simultáneamente, en las primeras décadas del siglo X. Esta primera generación de escrituras neumáticas son conocidas como notaciones in campo aperto (sin líneas que indiquen la altura de cada nota). Las señales neumáticas eran colocadas en los espacios entre líneas escritas. No se prestaba mucha atención para definir el número de notas y la dirección del movimiento melódico; más aún, por la inexistencia de líneas de referencia, no se sabe con exactitud cuáles son las notas que deben ser cantadas (notas adiastemáticas). De las distintas grafías de esa primera generación, se destacan las notas sangalenses y de Lorena, que se caracterizan por su gran riqueza de signos. Sus manuscritos son los primeros ejemplos completos de notas que llegaron hasta nosotros.

La Abadía suiza Saint Gall es una destacada representante de escuela de notación que se extendió por Alemania, Suiza, norte de Italia, Bohemia, Hungría, Polonia y algunas zonas de Escandinavia. Por el año 920, el Cantatorium de Saint Gall (Stiftisbibliotek 359) presenta una notación perfectamente codificada, pudiéndose apreciar también que el copista del texto no es el copista de los neumas. El principal manuscrito de notas de Saint Gall (Einsiedeln 121, Gradual de los s. X-XI) tenía además, unas 5000 letras para precisar la interpretación. Esta notación perduró en mucho lugares hasta el siglo XIV, cuando dejó de ser utilizada porque el grosor de los instrumentos de escritura había aumentado tanto que volvía irreconocibles algunos signos.

La notación Lorena procede del noroeste de Francia, extendiéndose desde la ciudad de Metz hasta la arquidiócesis de Reims y los Países Bajos. Por atribuir su centro de difusión a la ciudad de Metz, es conocida también como notación “mesina”. El manuscrito más importante y único testimonio completo es un Gradual de 930 (Laón, Biblioteca municipal 239). El copista del manuscrito de Laón 239 era consciente de la importancia del espacio para la distribución de la altura de los sonidos y diseñó con una altura mayor sobre el texto los neumas más agudos.

Además, esta notación indica una gran cantidad de detalles de interpretación, quizá porque el coro no era tan bueno como el sangalense y tenía necesidad de ayuda. Pero estas no fueron las únicas tentativas de capturar en el papel, mediante signos, algo tan evanescente como los sonidos de la música; pueden ser citados muchos otros tipos de notaciones: bretona, normanda, hispánica, o las notaciones italianas (novalesca, boloñesa, de Nolantola…)

Hacia finales del siglo XI, se introdujo una importante novedad en la notación aquitana, practicada en el sudoeste de Francia: comenzaron a ser utilizadas dos líneas para cada línea escrita, una para el texto, otra para las notas, con una particularidad de que esta línea, trazada con un especie de buril, sin tinta (punta seca), servía de referencia para poner sobre ella siempre la misma nota. Para el 1º modo, esa línea indicaba el FA. Con el tiempo, la línea será trazada en rojo, indicando esa nota, y por eso los tetragramas posteriores también fueron trazados en rojo. Colores aparte, ya había comenzado a desarrollarse un sistema para recoger en el papel las diferentes alturas de las notas.

Entre 1025 y 1030, Guido de Arezzo revolucionará la historia de la música al presentar al papa Juan XIX su proyecto de notación, que permitía aprender las melodías en mucho menos tiempo y sin necesidad del apoyo de la tradición oral. Era un sistema de líneas y espacios, en el cual cada línea y espacio entre líneas llevaba un único sonido. Para designar la altura concreta de los sonidos, utilizó las “letras claves”: una F (Fa) o una C (Do) para designar la nota que debía ser cantada cuando el sonido ocupaba esa línea (pues el DO y, sobre todo, el FA constituían frecuentemente el término medio del ámbito melódico de las piezas). Así nació la posibilidad de escribir y leer la música.

Como consecuencia de su presentación, Guido de Arezzo recibió el encargo de escribir los libros litúrgicos en notación diastemática. Esta notación se difundió rápidamente por toda Europa, pero no de manera uniforme (por ejemplo, en el área germánica el sistema se fue adoptando en el siglo XIII).

La notación cuadrada

Hoy, dejando de lado las notaciones más o menos felices en notación musical moderna, la notación básica para la escritura de las melodías gregorianas es la cuadrada, también con algunos siglos de historia en su desarrollo.

En el siglo XII, en las cercanías de París, se comenzó a escribir una notación diferente de las ya citadas que se basaba en formas cuadradas más que trazos. La pluma era cada vez más gruesa porque la letra había evolucionado desde la letra minúscula carolingia hasta la letra gótica. El uso de la pluma de avestruz, de corte biselado, sin punta, posibilitó que un trazo, de izquierda a derecha, dejase una mancha cuadrada que se complementaba con una trazo vertical fino al mover la pluma oblicuamente para abajo. Estas nuevas formas, además de conducir a la supresión de algunos signos, hicieron necesaria una mayor separación de las notas y, por lo tanto, una mayor separación de las líneas. Este aumento de tamaño permitió, no obstante, la elaboración de libros de coro que posibilitaran la lectura a cierta distancia. Las rúbricas eran escritas en amarillo, de manera que la notación en negro quedaba resaltada de manera clara. Además, las claves adaptaron sus formas, con lo que la C y la F se engordaron y modificaron sus formas.

El Papa franciscano, Nicolás III (1277-1280), mandó destruir los antiguos libros de canto de Roma y sustituirlos por los modelos de la Orden Franciscana, que ya estaban copiados en notación cuadrada.

Las ediciones impresas de canto gregoriano se adelantaron varias décadas a las de música polifónica, probablemente por un criterio económico: su tiraje era siempre mucho mayor. El primer libro litúrgico impreso con notación musical apareció en 1473: un Gradual impreso probablemente en Constancia, con notación gótica. En España el primer libro (Missale Caesaraugustanum) fue impreso en 1485, con notación cuadrada.

Un canto envejecido

A lo largo de los siglos se fueron multiplicando las ediciones de canto gregoriano arbitrarias o erróneas, lo que conducirá a una progresiva degradación. Por ejemplo, en 1615, la editorial del Cardenal Médicis publicó la edición Medicea, una brutal simplificación de los ornamentos del canto, falsamente atribuida a Palestrina. En 1871 fue reeditada en Ratisbona y llegó a ser oficial en 1873.

Felizmente, al mismo tiempo que se imprimían esas ediciones, hubo un despertar del interés por el estudio paleográfico de los manuscritos antiguos. Un sacerdote francés, Próspero Guéranger (1805-1875), fue quien inició un movimiento litúrgico para devolver al canto sagrado su pureza original. No era músico, pero buscó en los monasterios a las personas más preparadas para llevar a cabo este estudio. Dom Jausions, Dom Pothier, André Mocquereau…

En 1833, restauró un pequeño priorato cercano a Le Mans, que se convirtió cuatro años después en la abadía de Solesmes. Con sus trabajos de investigación, se comenzó a estudiar para recrear las notaciones de la manera más fiel posible, usando una notación que fuese familiar para los cantores. Para esto tomaron los símbolos básicos de las copias manuscritas de los códices parisienses (parisinos) del siglo XIII, por su elegancia, proporción y respeto a la mayoría de los neumas de la primera generación, completados con algunos símbolos nuevos basados en las formas antiguas. Escogieron también una pauta musical de cuatro líneas (tetragrama), según la costumbre de finales de la Edad Media. Como la extensión melódica del canto gregoriano es más reducida que la del polifónico, la pauta de cuatro líneas, en general, es suficiente.

Sus trabajos tuvieron un primer fruto con la publicación, en 1884, del Liber Gradualis. En 1889, Dom Mocqereau comenzó en Solesmes la monumental Paléographie Musicale, herramienta básica para la restauración de la pureza de las antiguas melodías.

El 17 de mayo de 1901, León XIII publicó un breve Nos quidem, dirigido al abad de Solesmes, D. Paul Delatte, en el que expresa su aprobación por el incesante trabajo realizado sin descanso y con tanto esfuerzo, dedicado a la investigación y publicación de las melodías gregorianas.

Poco después de su elección, S. Pío X (1903-1914) promulgó, el 22 de noviembre de 1903, su “motu proprio” Tra le sollecitudine, donde se abordaron diversos aspectos referentes a la música sacra, que tiene en el canto gregoriano su modelo más acabado:

Una composición religiosa será más sagrada y litúrgica cuanto más se acerque en aire, inspiración y sabor a la melodía gregoriana, y será tanto menos digna del templo cuanto diste más de este modelo soberano.

Así pues, el antiguo canto gregoriano tradicional deberá restablecerse ampliamente en las solemnidades del culto; teniéndose por bien sabido que ninguna función religiosa perderá nada de su solemnidad aunque no se cante en ella otra música que la gregoriana.

Procúrese, especialmente, que el pueblo vuelva a adquirir la costumbre de usar del canto gregoriano, para que los fieles tomen de nuevo parte más activa en el oficio litúrgico, como solían antiguamente.

 

El 25 de abril del año siguiente, S. Pío X publicó otro “motu proprio” sobre la edición de los libros de canto gregoriano, encomendando su redacción a los monjes de Solesmes y la revisión a una Comisión Pontificia presidida por Dom Pothier, en la cual tomarán parte los mejores gregorianistas del mundo, como Dom Mocquereau (director del coro de Solesmes), Lorenzo Perosi y Peter Wagner.

Desde entonces, los nuevos libros comenzaron a mostrar el esplendor de un canto oscurecido por el pasar de los años: Graduale (1907), Officium Defunctorum y Antiphonale Diurnum (1912).

Un hecho importante en la historia de la notación gregoriana contemporánea fue la aparición del Graduale Triplex (Solesmes, 1979), que incorporó la notación cuadrada (o vaticana) del Graduale Romanum (1973) a los neumas de las grafías de la primera generación: sangalense y Lorena. La edición del Offertoriale Triplex (1985) supuso la recuperación de estos neumas en los versículos de los ofertorios.

La publicación del tomo con el oficio de los domingos y fiestas del Antiphonale Romanum (2009) y del Graduale Novum (2011) continuó profundizando la intención de aproximarse a las melodías originales a partir de las fuentes antiguas; aproximación, porque nunca sabremos cómo sonaban realmente las melodías “gregorianas” en la Edad Media, cuando todavía no estaba fijado nuestro sistema temperado de notas y el uso del microtonalismo era más que posible. Incluso así, una interpretación digna del canto gregoriano, tal como traen nuestros excelentes libros actuales, continúa capacitándonos para conectar con algo dentro del espíritu del oyente y, aún mUn primer paso, al menos o, que arrasteras parroquias, de un buen canto gregoriano, no es un esfuerzo ra de Dios, que continuás, del creyente, consciente de que las palabras que se deslizan con suavidad entre las notas son Palabra de Dios, que continúa interpelándonos.

¿Gregoriano en la parroquia?

Algunas orientaciones prácticas

 

El retorno del canto gregoriano a nuestras parroquias, de un buen canto gregoriano, no es un esfuerzo anticuado ni un ideal imposible, aunque no debería ser tampoco un vendaval semejante al post-concilio, que arrastre a la música litúrgica actual.

 

Un primer paso, al menos para la persona encargada de dirigir a los fieles es para muchos el deseable coro, y una mínima dedicación a la notación cuadrada, en la cual están escritos los libros litúrgicos. Las notas cuadradas nos indican la duración, las líneas son sólo cuatro y las “figuras” son limitadas, es muy fácil de aprender.

 

Así pues, es recomendable huir de las transcripciones mediante corcheas y semínimas: en el principio puede facilitar un poco el aprendizaje para quien conoce la notación musical moderna. Sin embargo a medio plazo, perjudicará el resultado, porque el coro no fraseará sino que silabeará (o escandirá) corcheas.

 

A menos que los fieles de la parroquia sean muy jóvenes, existen piezas simples que, entre tanto, forman parte del acervo popular. Puede ser una buena idea comenzar con ellas, mientras que se tome el trabajo de eliminar defectos: un ejemplo típico sería el Salve Regina que nunca fue abandonado, sobre todo en las Iglesias marianas. Con todo, fue aprendido según una “tradición oral” que vició parte de la melodía, principalmente a partir del O Clemens. Sería interesante saber qué piezas nuestra asamblea todavía recuerda para “re-aprenderlas” con mucho esfuerzo y volver a cantarlas. Piezas del Ordinario, generalmente recordadas por los fieles, serían tal vez los Kyrie y el Agnus Dei “De Angelis” o “Cum iubilo”, y el Pater noster. Podría ser un buen comienzo para la recuperación del gregoriano de la asamblea.

 

Los cantos del Ordinario pueden ser encontrados en el Graduale Romanum, sin embargo recomendamos para quien va a comenzar adquirir libros de partituras del Graduale Triplex, que incluye el tetragrama con la notación cuadrada, la notación Lorena (en seguida encima del tetragrama) y la sangalense (en amarillo, debajo de este). La progresiva familiarización con el Graduale Triplex proporcionará la posibilidad de enriquecer la interpretación más adelante. Para los otros cantos, el librito Cantus selecti, editado por Solesmes, trae una buena colección de piezas, algunas conocidas o fáciles de aprender.

 

Cuando existe un coro capaz, el gregoriano mostrará su verdadera belleza al cantar piezas del Propio, generalmente pertenecientes al llamado “repertorio auténtico”: piezas compuestas, aprendidas por las scholas y fijadas antes del siglo VIII. El aprendizaje e interpretación de este reportorio será un desafío apasionante para los coros que se afronten con ellas por primera vez.

 

Un esquema muy simple para la preparación de estas piezas sería el siguiente:

 

1-Estudio del texto

 

El canto gregoriano del Proprio es Palabra de Dios musicalizada, y el texto es parte fundamental de su riqueza. Pero como está expresado en una lengua extraña para la mayoría, como es el latín, lo primero que se debe hacer es conocer el significado del texto. Esto que parece fundamental para el director y el coro, lo es también para la asamblea. Nuestra experiencia indica la conveniencia de que el animador del canto o monitor dedique unos momentos previos a la celebración para traducir los textos en latín que van a ser cantados; así, además de disfrutar de la belleza espiritual de la música, los fieles podrán interiorizar la Palabra de Dios que la música lleva.

Por otro lado, la familiarización con la fonética del texto permitirá una interpretación sin tropiezos. Existen diversas pronunciaciones del latín, pero nosotros sugerimos la pronunciación “eclesiástica” o “romana”, quizá menos “científica” o “arqueológica”, pero de uso más generalizado en las celebraciones litúrgicas. Coincide básicamente con las pronunciación “española”, con algunas variaciones que será preciso tomar en cuenta (regina/reyina, laetitia/letitsia, mihi/miki, etc). Sea cual fuere la pronunciación escogida, lo que consideramos más importante es ser fiel a ella y no construirse una pronunciación “a nuestro gusto” tomando elementos de aquí y de allí.

La lectura repetida del texto en voz alta, individual y coral, hasta que la emisión no sea forzada es la mejor manera de dominarlo. No será de más, en esta fase, recordar el sentido de lo que se está leyendo para que vaya penetrando en nuestros cantores más profundamente que la pura materialidad del lenguaje.

 

 

2- Cantilación del texto

 

Como vimos, la recitación sobre una nota fue el primer procedimiento de proclamación de la Palabra de Dios. Para mejorar la dicción del texto y ponerlo en contacto con la futura melodía, es conveniente hacer una cantilación: escoger una nota bien representada en la pieza y “recitar” el texto sobre una nota. El siguiente paso sería la cantilación marcando los acentos con una nota más aguda. Con eso, ya estaríamos en disposiciones de comenzar el estudio de la melodía.

 

 

3- Aprendizaje de la melodía

 

Antes del aprendizaje de la melodía, donde fuera posible, sería conveniente un análisis previo de la pieza contando con su modalidad y las pistas de interpretación que proporcionan las notaciones antiguas. En cualquier caso, si no hay una persona que pueda hacer este trabajo, no se debe desanimar en la hora de continuar con el aprendizaje. Adaptándose a las características del coro, se puede repetir la melodía hasta aprenderla. Aunque la partitura incluya signos rítmicos como puntos, episemas (pequeñas rayas sobre las notas), es conveniente dejarlos de lado para que sea el texto el que dicte la dinámica del canto.

 

 

4- La interpretación

 

También la tonalidad de las piezas puede ajustarse a las capacidades del coro, se debe evitar transportar todo hacia la misma postura “cómoda”, pues corremos el riesgo de que las piezas de carácter muy diferente sean prácticamente iguales. La división en voces graves y agudas puede ayudar a solucionar este problema, además de ofrecer como resultado una sonoridad más atrayente. Una regla muy general, con todas las excepciones que se quiera: en nuestro coro, las voces de los hombres cantan las piezas más “agudas” y las voces de las mujeres las más “graves”. En fin, la experiencia dictará la mejor solución, práctica y estética, para nuestro coro.

El gregoriano se canta sin lentitud, pero también sin prisa, ligando las notas, disminuyendo la intensidad de la voz (lentificando) nuestros finales… Podríamos acumular consejos y recetas, pero es mejor procurar algún buen manual moderno.

Lo mejor, quizá, sea participar en algún curso de iniciación. Por ejemplo, la Asociación Hispana para el Estudio del Canto Gregoriano organiza encuentros de distintos niveles con especial dedicación a las notaciones antiguas, que tanto pueden enriquecer la interpretación.

Para comenzar, bastan dos cosas: que el texto se proclame de verdad y con verdad, y que la melodía fluya con suavidad, como sobre el humo del incienso…

 

 

5- Atender a la asamblea

 

Como ya comentamos, la asamblea debería participar cantando las partes más conocidas o ensayadas del Ordinario. Los cantos del Proprio, principalmente los más adornados, nunca fueron concebidos como cantos de la asamblea sino de la schola. Pero, eso no quiere decir que la asamblea no pueda participar de ellos: Participa con su escucha, saboreando la belleza de la música y la fuerza del texto. Para eso, es imprescindible dedicar algún tiempo antes de la celebración para presentar brevemente la pieza que va a ser cantada, leerla en latín y traducirla. Así se producirá el pequeño milagro que une en un mismo espíritu de oración a cristianos que viven, sufren y se alegran como nosotros a lo largo de dos mil años.

Cuando nuestro coro canta gregoriano en una celebración litúrgica, es seguido generalmente de un profundo y recogido silencio de la asamblea, que demuestra su capacidad para continuar conectándose con el fiel del siglo XXI. Desterremos entonces de nuestras celebraciones la música popular, aún más la música de mejor cualidad. Y que los cantos del pueblo, polifonía clásica y canto gregoriano, ambos deslumbrante patrimonio de la Iglesia, vuelvan a enriquecer nuestras Misas de belleza. Esa belleza que de Dios procede y que a Él nos aproxima.

Carlos Montes
Revista Beneditina nº 60

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