JMJ-79






Fidelidad

Del O.R. del 21 de marzo de 1971 / n. 116/ p.12

Fidelidad

Eduardo F. PIRONIO

Obispo Secretario General del CELAM

 

El discípulo de Cristo se define precisamente por la fidelidad (es “el fiel”).

Un examen sobre la fidelidad –en esta hora difícil que vivimos– debe hacerse a nivel de todo el Pueblo de Dios. Fundamentalmente la pregunta sería esta: ¿somos fieles a Jesucristo? Pero, ¿qué significa ser fieles a Jesucristo? Sobre todo en un momento en que, buscando la autenticidad, se quiebra fácilmente la palabra empeñada. Aun aquella que había sido sellada por lo sagrado…

La fidelidad exige estabilidad en el compromiso. Dios es fiel porque no cambia. Sobre todo, porque cumple sus promesas. Aun en el caso de la infidelidad del hombre. Porque la esencia de Dios es la fidelidad: “Si somos infieles, El permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo” (2 Tim 2,13).

¿Qué significa ser fiel? ¿Fieles a qué? Aquí está el problema.

Sencillamente fieles a “la Palabra de Dios”. “Creer” en ella. Lo cual es realizarla. María fue proclamada feliz porque “creyó” (Lc 1,45). Dijo una vez que sí y nunca se volvió atrás. Entregó su vida a “realizar” la Palabra (Luc 11,28). Así seremos fieles a las exigencias del Señor, al misterio de la Iglesia, a la expectativa de los hombres. En una palabra, seremos fieles al Espíritu.

Decimos con insistencia que hay que ser fieles al Evangelio. Pero ¿qué es el Evangelio? Con frecuencia lo recortamos a nuestro gusto. Así desfiguramos “la Buena Noticia”. Es relativamente fácil cumplir por partes, y según los tiempos, determinadas exigencias de Jesús (tomar, por ejemplo “un día” la cruz “inevitable”). Pero no es tan sencillo ser absolutamente fiel a la totalidad del Evangelio. Sobre todo cuando este Evangelio exige ser vivido a fondo en la generosa inmolación de lo cotidiano…

Hemos de ser fieles a las urgencias de la hora que vivimos. Fieles a la novedad que el Espíritu va engendrando en su Iglesia. Fieles a la angustia de los hombres y a la esperanza de la historia. Fieles a la permanente exigencia del mensaje de Cristo: “Ya ha llegado el tiempo. El Reino de Dios está muy cerca. Convertíos y creed en la Buena Noticia” (Mc 1,15).

Será la permanente y silenciosa fidelidad al Dios de las promesas que hoy irrumpe entre nosotros –en la desconcertante historia de nuestros pueblos jóvenes– por la potencia recreadora de su Espíritu. Esa misma fidelidad a Dios y su único designio salvífico –fidelidad a sus mandamientos– hará que los hombres reencuentren su fidelidad perdida. “Muchos hombres se dicen piadosos; pero un hombre fiel, ¿quién lo encontrará?” (Prov 20,6).

Como en María, la fidelidad supone una sencilla actitud de fe, una gran seguridad en Aquel para Quien nada es imposible y una total disponibilidad para Quien tiene derecho a solicitarlo todo.

 

 

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