El tiempo de la Iglesia
TEXTOS COMENTADOS EN LA CUARTA CHARLA DEL TIEMPO PASCUAL
EL TIEMPO DE LA IGLESIA
Hay una palabra hebrea que asiduamente resuena en la Iglesia y nos invita a alabar a Dios y a confesar la verdadera fe; es la palabra «aleluya». «Aleluya» se traduce del hebreo al latín: «Canten a “aquel que es”», o bien: «Bendícenos, oh Dios, a todos juntos», o también: «Alaben al Señor». Todo esto es necesario para nuestra salvación y para nuestra fe.
Debemos, pues, cantar a «aquel que es», porque o nosotros, o bien los que nos precedieron, cantaban en otro tiempo a los que no eran, es decir, a los dioses de los paganos y a las imágenes de los ídolos. Pero entonces cantaban en vano, porque eran vanos los que veneraban. Mas una vez que hemos llegado a la fe y al conocimiento de Dios, comenzamos a cantar a aquel que es, es decir, a Dios omnipotente, Creador del cielo y de la tierra, a aquel que nos hizo y que habló a Moisés en estos términos: Así dirás a los israelitas: El que es me ha enviado a ustedes.
En efecto, él es aquel que siempre y sin principio ha sido Dios, y que permanece eternamente, sin fin. Con razón y con justicia le cantamos, ya que nuestro ser y nuestra vida no provienen de nuestra fuerza ni de nuestro poder, sino de su favor y de su bondad. Debemos por tanto cantar a este Dios tan grande, que siempre fue y es, debemos cantar algo digno de él, lo que conviene a la alabanza de su majestad, porque él es eterno, es omnipotente, es inmenso, es el Creador del mundo y su Salvador, y ha tenido tal dilección por los hombres que ha entregado a su propio Hijo por la salvación del mundo, como lo dijo en el Evangelio: Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todos los que crean en él no perezcan, sino que tengan la vida eterna. Por lo tanto, «Aleluya» se traduce: «Canten a “aquel que es”» San Cromacio de Aquilea, Sermón 33
El Paraíso no está detrás, sino delante de nosotros. El hombre de la Biblia, no esa princesa enviada al exilio que ansía el retorno, sino Abraham que se pone en marcha hacia un país desconocido que Dios le mostrará.
Pablo marca el paralelismo entre la nueva creación y la creación original: «El mismo Dios que dijo: De las tinieblas brille la luz, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo» (2 Cor 4,6). Cristo es el sol de la nueva creación, sol eternamente naciente: Oriens est nomen ejus. El bautismo, que los antiguos llamaban iluminación (photismós), nos hace pasar de la tiniebla de la ignorancia y el pecado, a la luz de la gracia y la gloria. La Iglesia es el lugar donde los rayos que parten de la humanidad glorificada de Cristo resucitado vienen a vivificar nuestro ser para hacerlo capaz de una existencia de hijo de Dios.
El bautismo significa y opera una nueva creación. Es la creación de una vida nueva que es la del Espíritu, una vida diferente a la vida natural, una vida específicamente divina. Esta vida del Espíritu nos configura a Cristo, como dice san Pablo, y nos convierte en sus miembros. Y así nos hace hijos del Padre, por la comunicación de la gracia; de la adopción filial. El bautismo que se da en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu es una participación en la vida de las Tres Personas. Este significado del bautismo como participación en la vida de la Trinidad es frecuentemente señalado por los Padres. A veces se pone el acento en la unión con Cristo. «Sumergidos en Cristo —escribe Cirilo de Jerusalén— y habiéndoos revestido de Cristo, os hacéis conformes (symmorphoi) a Cristo. Por eso, al participar de Cristo, sois legítimamente llamados cristianos». A veces, el agua del bautismo aparece como el sacramento del Espíritu. «El Espíritu de Dios, invisible a toda inteligencia, se sumerge (baptizei) en sí mismo y regenera al mismo tiempo nuestro cuerpo y nuestra alma, con la asistencia de los ángeles». Jean Daniélou