Cuaresma4






Donde somos guiados por la luz de Dios

EL DESIERTO DONDE SOMOS GUIADOS POR LA LUZ DE DIOS

Venimos caminando en este desierto cuaresmal preparándonos para renacer en la Vigilia pascual. Nosotros también queremos salir de Egipto, abandonar lo malo que se nos ha ido adhiriendo en el camino de la vida. Queremos ciertamente, y con toda el alma, resucitar con Cristo y comenzar una vida nueva. Somos como los catecúmenos que se preparan con todo entusiasmo para renovar las promesas del bautismo en la noche más santa y bautismal.

Sabemos que en este camino hacia la Pascua, el Enemigo intentará tendernos trampas para impedir nuestro regreso a Dios, porque como hizo el faraón, no querrá dejarnos salir de Egipto, no querrá perdernos. Pero sabemos también que Dios hizo alianza con nosotros, por la cual se comprometió a ser nuestro Dios para siempre y nosotros a ser suyos también para siempre. Hoy queremos decirle ratificar la alianza, como lo hizo el pueblo, después del desierto, en Siquem. Josué 24,14-18.23-24: “Josué dijo al pueblo: Ahora, pues, teman a Dios y sírvanle perfectamente, con fidelidad; apártense de los dioses a los que sirvieron sus padres en Egipto y sirvan al Señor. Pero, si no les parece bien servir al Señor, elijan hoy a quién quieren servir: o a los dioses a quienes servían sus padres, o a los dioses de los amorreos en cuyo país habitan. El pueblo respondió: Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses. Porque el Señor nuestro Dios es el que nos hizo subir de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre, y el que delante de nuestros ojos obró tan grandes señales y nos guardó por todo el camino que recorrimos y en todos los pueblos por los que pasamos. También nosotros serviremos al Señor, porque él es nuestro Dios…Al Señor, nuestro Dios serviremos y a su voz atenderemos”. Dios nos toma la palabra. Sabe que queremos serle fiel pero que muchas veces se nos hace cuesta arriba el camino. Nos falta la luz para ver y seguirlo. Por eso en esta charla meditaremos sobre “El desierto donde somos guiados por la luz de Dios”. Para ello, volvamos al Éxodo, al pueblo que salió de Egipto. Allí contemplaremos a ese pueblo que fue conducido por la luz de Dios. En el capítulo 13 comienza a narrarse la salida de Egipto. Se dice que cuando el pueblo salió de Egipto, Dios no lo llevó por el camino más corto a la tierra prometida sino por el camino más largo, para que en el caso de arrepentirse no pudieran volver atrás y retornar a Egipto. Vamos al texto: Ex 13, 17-22: “Cuando el Faraón dejó salir al pueblo, Dios no los llevó por el camino de la tierra de los filisteos, aunque era más corto; pues se dijo: No sea que al verse atacado, el pueblo se arrepienta y se vuelva a Egipto (se vuelva atrás). Entonces, Dios hizo dar un rodeo al pueblo por el camino del desierto… Los israelitas partieron y el Señor iba delante de ellos de día en columna de nube para guiarlos por el camino, y de noche en columna de fuego, para alumbrarles el camino. De modo que pudiesen marchar de día y de noche. No se apartó del pueblo ni la columna de nube por el día ni la columna de fuego por la noche”.

Dios que acompaña al pueblo como Nube y Fuego. Las dos imágenes nos hablan de la protección de Dios: la nube, durante el día, para impedir que los rayos sofocantes en el desierto hirieran al pueblo; el fuego, durante la noche, para alumbrarles el camino en la oscuridad. Dios que se hace nube y fuego para proteger al pueblo; Dios que se hace aquello que necesitamos para el camino. En el libro de Nehemías se dice: “Con columna de nube los guiaste de día, para alumbrar ante ellos el camino por donde habían de marchar. Bajaste sobre el monte Sinaí y del cielo les hablaste…. Ni siquiera cuando se fabricaron un becerro de metal fundido y exclamaron: Este es tu dios que te sacó de Egipto!, Tú, en tu inmensa ternura, no los abandonaste en el desierto; la columna de nube no se apartó de ellos, para guiarles de día por la ruta, ni la columna de fuego por la noche, para alumbrar ante ellos el camino por donde habían de marchar” (Neh 9,12.19).

El día de la liberación, cuando el pueblo cruza el mar huyendo de sus enemigos, Dios se pone como una nube entre el ejército enemigo y el pueblo para que los enemigos no lo alcanzara. Vamos al relato que es imperdible. Cuando el pueblo huye y se da cuenta que los egipcios los perseguían con toda su poderosa artillería, entraron en pánico, pero Moisés les dijo: “No tengan miedo, permanezcan firmes, que los egipcios que ahora veis no los volveréis a ver nunca jamás. Dios peleará por ustedes, ustedes no tendrán que preocuparse”. Y entonces viene todo el relato. Leámoslo porque es imperdible: Ex 14: “La columna de nube se desplazó de delante hacia atrás, interponiéndose entre el campamento egipcio y el de Israel. La nube era tenebrosa para unos y para otros luminosa. Y el Señor hizo retroceder el mar con un fuerte viento del este que sopló toda la noche y transformó el mar en tierra seca. Las aguas se abrieron y los israelitas entraron a pie en el cauce del mar, mientras las aguas formaban una muralla a derecha e izquierda. Los egipcios los persiguieron, entraron detrás de ellos en medio del mar. Cuando estaba por despuntar el alba, el Señor observó las tropas egipcias desde la columna de fuego y de nube, y sembró la confusión entre ellos. Además frenó las ruedas de los carros de guerra, haciendo que avanzaran con dificultad. Y los egipcios dijeron: Huyamos ante Israel, porque el Señor pelea por ellos contra los egipcios. El Señor dijo a Moisés: extiende tu mano sobre el mar para que las aguas se vuelvan contra los egipcios, sus carros y sus guerreros. Moisés extendió su mano sobre el mar, y al amanecer el mar volvió a su cauce. Los egipcios ya habían emprendido la huida, pero se encontraron con las aguas, y el Señor los hundió en el mar. Las aguas envolvieron totalmente a los carros y a los guerreros de todo el ejército del Faraón. Ni uno sólo se salvó. Los israelitas, en cambio, fueron caminando por el cauce seco del mar, mientras las aguas formaban una muralla, a derecha e izquierda. Aquél día, el Señor salvó a Israel de las manos de los egipcios”.

Este acontecimiento es fundamental en la historia de Israel. Hay un antes y un después para el pueblo. Toda la Biblia volverá constantemente a este hecho, volverá a recordar al “Dios que nos sacó de Egipto”. Es importante que volvamos también nosotros a recordar lo que vivió el pueblo, porque esta palabra fue escrita para nosotros, y se lee hoy para cada uno. Nosotros somos ese pueblo a quien el Señor saca constantemente de Egipto, que se hace nube y fuego para protegernos del enemigo y alumbrarnos el camino. La enseñanza más grande que sacamos al leer este relato es que todo lo hace Dios. Se cumple lo que les había dicho Moisés: “No tengan miedo, Dios peleará por ustedes, ustedes no tendrán que preocuparse”. Detengámonos en el texto. Es impresionante constatar cómo todo lo hace Dios. El pueblo no hace nada, solo tiene que seguir la columna de nube y de fuego, seguir a Dios. Todas las acciones del relato recaen sobre Dios: primero, la columna de nube que iba delante para guiarlos, de pronto se pone detrás para impedir que los egipcios alcancen al pueblo: se hizo luminosa para el pueblo y tenebrosa para los egipcios. Esa columna de nube y fuego dijimos que era Dios. Después Dios hace manda al viento que sople dura toda la noche para hacer retroceder las aguas y se forme un cauce seco por el que pueda cruzar el pueblo. Después, hace frenar las ruedas de los carros de los egipcios para que tuvieran dificultad en avanzar, y en ese momento hace volver las aguas a su cauce y ahoga a los egipcios en ellas, dejando un cauce seco para que el pueblo puede seguir caminando. Y concluye diciendo: Aquél día el Señor salvó a Israel de las manos de los egipcios. Ven, todo lo hizo Dios. Lo único que el pueblo tuvo que hacer es dejarse alcanzar por la mirada de Dios. Fíjense, el texto dice: “Dios observó desde la columna de nube y fuego las tropas egipcias y sembró la confusión, etc”. Dejar que Dios nos mire por dentro, exponernos ante su mirada para que vea los egipcios que llevamos dentro y al verlos los mate, los haga desaparecer, los hunda en el mar. No debemos tener miedo de presentarle a Dios nuestros egipcios, nuestros pecados. Él los hundirá en el mar, “ni uno sólo se salvará”. Acuérdense de aquella lectura de Miqueas que leímos uno de los días de cuaresma: “Tú, Señor, arrojarás en lo profundo del mar todos nuestros pecados”. Estamos llegando prácticamente al final de la cuaresma. Comenzamos con buenísimos propósitos, con deseos sinceros de cambiar, de abandonar lo malo y elegir lo bueno, de seguir los pasos de Cristo, de vivir una vida nueva. No tengamos miedo, “Dios peleará por nosotros”, él nos sacará de Egipto, él lo hará todo. Nosotros sólo debemos presentarle nuestros pecados para los arroje al fondo del mar. Esta lectura de Ex 14 es una de las que leemos en la Vigilia pascual. Las lecturas son siete. Cuatro son obligatorias y tres opcionales. Esta del Exodo es una de las obligatorias. No puede faltar. Porque este relato es la descripción más perfecta de lo que sucederá esa noche: Dios sepultará a nuestro enemigo en el fondo del mar, nos rescatará de su esclavitud. Para esto vino Cristo, para esto se encarnó, murió y resucitó.

 

Dios va delante nuestro como columna de nube para iluminarnos y mostrarnos el camino. ¿Cómo aparece la luz de Dios en nuestras vidas? La luz de Dios es su palabra. Dios ilumina con su palabra. Por eso cantamos: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero”. En la Biblia, la luz está siempre ligada al camino. La luz es para el camino. El salmo 118, por ejemplo, que es por antonomasia el salmo de la palabra, habla constantemente de la luz y del camino. En uno de sus versículos pedimos: “Ábreme los ojos y contemplaré las maravillas de tu voluntad”. Ábreme los ojos, es decir, déjame ver, que tenga luz para ver y seguir tu voluntad. La voluntad de Dios no es algo abstracto; la voluntad de Dios es el camino que él quiere para mi, el camino que él quiere que siga. Es como si dijéramos: “ábreme los ojos para seguir tu voluntad, el camino que trazaste para mi”. En otro versículo decimos: “Señor, no me ocultes tus promesas”, o sea déjame ver tus promesas, no las escondas, sácalas a luz. Este versículo el hombre lo venía rezando siglos antes de Cristo. Siglos y siglos el hombre suplicaba a Dios que le muestre su promesa. Y Dios accedió a este pedido enviando a su Hijo. Jesucristo es la promesa del Padre; él es nuestra promesa. Dios, siempre fiel a la alianza, no dejó de mostrar su promesa. La promesa de Dios, su Hijo, vino y sigue viniendo todos los días, pero somos nosotros los que no podemos descubrirla. Necesitamos su luz para percibirla y verla en la trama de lo cotidiano. Necesitamos luz para discernir, para ver. En la noche de la Vigilia pascual leemos también un texto del libro de Baruc que dice: “Escucha, Israel, los mandamientos de vida, presta atención para aprender a discernir. ¿Por qué estás en un país de enemigos y has envejecido en una tierra extranjera? Abandonaste la fuente de la sabiduría. Si hubieras seguido el camino de Dios, vivirías en paz para siempre. Aprende dónde está el discernimiento, dónde está la fuerza y dónde la inteligencia, para conocer al mismo tiempo, dónde está la longevidad y la vida, dónde la luz de los ojos y la paz… La sabiduría es el libro de la palabra de Dios que permanece para siempre; los que la retienen alcanzarán la vida, pero los que la abandonan, morirán. ¡Vuélve, Israel, y tómala (la palabra), camina hacia el resplandor atraído por su luz” (3,9-15.32 ss). Es Dios el que habla. Esta palabra nos la dice a cada uno de nosotros, y nos la dice en la noche más grande de la historia, minutos antes de la resurrección; justo antes de renacer y de renovar las promesas del bautismo. Por eso dice: “has envejecido en una tierra extranjera”; la tierra extranjera es Egipto, es decir, el pecado. Por tanto, es como si dijera: “has envejecido en el mal, en la maldad. En Pascua se nos da la posibilidad de no envejecer más, en cortar de raíz con el vicio que no nos deja ser buenos y convertirnos de todo corazón. Es Dios quien nos dice: “¿por qué estás en un país de enemigos y has envejecido en una tierra extranjera?”; es Dios que en la noche santa nos pregunta ¿por qué estás allí, en una tierra lejos de Dios, en el país lejano al que huyó el hijo pródigo? ¿Por qué estás si puedes no estar? Y nos repetirá: “¡Vuélve, toma estas palabras, camina por el resplandor de esta palabra, camina atraído por su luz”. La luz nos atrae porque la luz es Cristo. Ustedes están hoy aquí porque han sido atraídos por esa luz. Dios nos atrae con su palabra.

Esta luz de Dios aparece también en la primera lectura de la Vigilia pascual, en el relato de la Creación de Génesis 1. La Iglesia comienza la gran Vigilia escuchando la primera frase de la historia de la creación: “Dijo Dios: ¡qué exista la luz!”. Benedicto XVI, comentando esta lectura en una vigilia pascual decía: “Lo primero es la luz. La luz hace posible la vida, la comunicación, el conocimiento. En Pascua, en la mañana del primer día de la semana, Dios vuelve a decir: “Que exista la luz”. Antes había venido la noche del monte de los olivos, el eclipse solar de la pasión y muerte de Jesús, la noche del sepulcro. Pero ahora vuelve a ser el primer día, comienza la creación totalmente nueva. “¡Que exista la luz!, dice Dios, y la luz existió”. Jesús resucita del sepulcro. La vida es más fuerte que la muerte. El bien es más fuerte que el mal. El amor es más fuerte que el odio. La verdad es más fuerte que la mentira. La oscuridad de los días pasados se disipa cuando Jesús resurge de la tumba y se hace él mismo luz pura de Dios. Con la resurrección de Jesús, la luz misma vuelve a ser creada. Él nos lleva a todos tras él a la vida nueva de la resurrección, y vence toda forma de oscuridad. Él es el nuevo día de Dios. Pero, ¿cómo puede suceder esto? Por el bautismo. En el bautismo, el Señor dice: ¡Fiat lux!, que exista la luz. A partir de ahora Cristo te toma de la mano. A partir de ahora él te apoyará y así entrarás en la luz, en la vida verdadera”.

Esta columna de nube y fuego que acompañó al pueblo de Israel, que era Dios mismo, la encontramos también en la imagen de la procesión del cirio pascual en la noche de la Vigilia Pascual. En el cirio, la Iglesia presenta el misterio de la luz, de Cristo resucitado, y en la procesión, al pueblo que camina tras él. La imagen del cirio es muy rica. Benedicto XVI decía que la luz del cirio es una luz que vive en virtud del sacrificio; da luz dándose a sí misma. Así representa de manera maravillosa el misterio pascual de Cristo que se entrega a sí mismo, y de este modo da mucha luz. La luz de la vela es también fuego. El fuego es una fuerza que forja el mundo, un poder que transforma. Cristo, la luz, es fuego, es llama que destruye el mal, transformando así al mundo y a nosotros mismos.

Benedicto decía también que la Iglesia existe para que la luz de Cristo pueda iluminar al mundo. Existimos para iluminar el mundo con la luz de Dios. Estamos llamados a ser portadores de su luz, para que el mundo conozca el rostro de Cristo. Por eso Pablo nos dice: ¡Vivan como hijos de la luz! El fruto de la luz es la bondad. (Ef 5,8).

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