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Donde aprendemos a escuchar la voz de Dios


El mi
ércoles de ceniza empezamos con toda la Iglesia la Cuaresma, un tiempo de preparación para la Pascua. La meta es la Pascua. La Cuaresma es un camino, un itinerario hacia la luz pascual. Uno de los Prefacios de este tiempo dice: “Ahora, que en nuestro itinerario hacia la luz pascual, seguimos los pasos de Cristo”. Es un itinerario, un camino hacia la luz, que concluirá la noche de la Vigilia pascual, con la luz de Cristo resucitado, en esa bellísima liturgia de la luz.

Es un camino, una peregrinación. Por eso aparece la imagen del DESIERTO. La imagen del desierto no es estática, como a veces podemos pensar; no es estar parado en la propia soledad. En la Biblia, el desierto es algo dinámico; en el desierto se camina, es un lugar de paso, transitorio, un camino que tiene una meta. Los israelitas caminaron por el desierto para llegar a la tierra prometida. Es un camino espiritual que dura toda la vida. No empieza sólo el miércoles de ceniza y termina el domingo de Pascua. Este tiempo es como una concentración, una síntesis de toda nuestra vida. Es como si en estos 40 días nos detuviéramos a mirar todo el curso de nuestra vida. Lo primero y más importante es tener clara la meta. La meta, que es Cristo, la LUZ. Si nuestra mirada apunta a Cristo, si está orientada a Él, todo en nuestra vida se ordena naturalmente y cobra el sentido verdadero de infinitud. Los que estamos hoy aquí sabemos dónde queremos llegar, queremos ir a Dios, pero a veces en el camino nos van sucediendo cosas que esfuman la meta, que la nublan, la desdibujan, haciéndonos parecer inalcanzable. Y entonces, vamos tomando distintos atajos para sobrevivir. Pero Dios no quiere que sobrevivamos, Dios quiere que vivamos, que tengamos vida en plenitud: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”. La vida es demasiado valiosa como para simplemente sobrevivirla. Debemos darle todo el sentido y el valor que posee. Y la Iglesia madre nos concede cada año retomar el camino y volver a fijar la mirada en la luz de la Pascua.

Hay un versículo del profeta Isaías que dice: “En el desierto abrid camino al Señor” (Is 40,3). Esto es la cuaresma, un tiempo especial para que le abramos camino al Señor; sacar los obstáculo para que Dios pase, dejarlo caminar al Señor por nuestras vidas, dejarlo entrar, que pise nuestra vida, que deje sus huellas para después nosotros seguirlas.

¿Cómo hacer para abrirle camino al Señor? ¿Cómo entra Dios en mi vida de todos los días? Dios entra de dos maneras: por la Palabra y por los Sacramentos. Cada vez que comulgamos, que recibimos el perdón en el sacramento de la reconciliación, Dios entra. Pero también entra cada vez que leemos y escuchamos su Palabra. En el Apocalipsis, dice: “Mira que estoy a la puerta y llamo, si alguno oye mi voz y me abre la puerta entraré”(3,20). Dios está a la puerta y está esperando que le abramos. ¿Cómo le abrimos? Escuchando su voz. ¡Quién nos diera ser ese “alguno” que escucha y abre! Y para ello es necesario el desierto. Por eso se nos invita en estos días al desierto. ¿Qué es el desierto? Orígenes, uno de los Padres de la Iglesia, dice: “Dios quiere que salgas al desierto, que te dirijas a un lugar libre de las perturbaciones y las fluctuaciones del mundo, que llegues a la quietud del silencio. Las palabras de la Sabiduría se aprenden en el silencio y en la quietud. Cuando llegues a ese lugar de quietud podrás conocer la virtud de la voz divina”. Ustedes saben que en cuaresma se lee especialmente el libro del Éxodo. El Éxodo es un libro de la Biblia – el segundo- que narra la historia del pueblo de Israel, el pueblo elegido. El libro comienza diciendo que el pueblo se encontraba esclavo en Egipto, oprimido y maltratado por el Faraón, que lo obligaba a realizar trabajos extenuantes. El pueblo sufría, lloraba, no daba más. Dios escucha el clamor y envía un salvador, Moisés, para que lo saque de Egipto y lo lleve a la tierra prometida, la tierra de la libertad. Pero, para llegar a esa tierra debe atravesar el desierto. Debe primero salir, dejar Egipto, caminar por el desierto y recién luego llegar a la tierra feliz. En Ex 3,7 se dice: “Dijo Dios: bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo de la mano de los egipcios y para subirle de esta tierra a una tierra buena y espaciosa”. Egipto en la Biblia es sinónimo de pecado, de todo lo malo, lo que nos aleja de Dios, lo que nos saca la libertad, nos esclaviza; aquello que nos roba la alegría, la paz, la dignidad de hijos. Estar en Egipto es estar en el mal. Y Dios nos ve aún cuando estamos en Egipto. Fíjense el texto dice que Dios vio el sufrimiento del pueblo que estaba en Egipto, vio cómo clamaba ante sus opresores. Dios no deja de mirarnos nunca. Nos sigue siempre con su mirada de padre, aunque nos vayamos a Egipto. Y desde allí nos rescata. Quiere sacarnos de ese lugar de esclavitud. A Dios le llega el mal que nos produce el pecado. No le es indiferente. Le llega nuestro sufrimiento. El Dios que está en el cielo no deja de mirarnos y apenas nos ve en el pecado baja para librarnos. Para ello bajó Cristo. Para eso envió a su Hijo. En ese texto del Éxodo está contenida toda la promesa de la salvación. Dios baja para librarnos de Egipto y se establece entonces una lucha entre Dios y el Faraón (el Mal) que no quiere soltarnos. Orígenes comenta esto diciendo: “Moisés quiere sacarte de Egipto, desea sacarte de en medio de las fluctuaciones de los negocios, desea sacarte de las tinieblas de la ignorancia, para que escuches la palabra de Dios y obtengas luz. Pero el faraón se opone, el soberano de las tinieblas no quiere soltarte, no quiere que seas arrancado de sus tinieblas y conducido a la luz”.

Estos días de cuaresma se nos invita al desierto para escuchar la voz de Dios. Debemos crearnos espacios de desierto para percibir mejor su voz y tener más luz. ¿Dónde escuchamos la voz de Dios? En la liturgia de cada día, de cada semana.

Han transcurrido ya 10 días de cuaresma; 10 días en que Dios nos fue hablando en la liturgia de cada día, a través de las lecturas, las oraciones, las antífonas. ¿Qué nos dijo Dios el miércoles de ceniza? ¿Qué nos dijo los días siguientes, el jueves, el viernes, el primer domingo de cuaresma? ¿Qué nos dijo hoy? ¿Me quedó resonando alguna de sus palabras? ¿La guardé en el corazón como María? El evangelio nos dice que María meditaba estas cosas y las guardaba en el corazón. Las guardaba dentro, aunque no las entendiera todas. Pero como las guardaba dentro, a medida que iba viviendo las iba comprendiendo, se le iba haciendo la luz. Lo mismo debería pasarnos a nosotros. Seguramente no entandamos todo, pero lo importante es guardarlas en el interior. Y si las llevamos dentro un día se nos hace la luz. Sería imposible comentar en una charla todas las palabras escuchadas en estos diez días de cuaresma. Pero vamos a tomar sólo algunas. Es importante saber qué nos dijo Dios. Porque esa palabra que se cantó o leyó en la liturgia, Dios la pronunció para mí, para este hoy que estoy viviendo.

El primer día de cuaresma, el miércoles de ceniza, rezamos una oración en la que pedíamos a Dios la gracia de empezar un camino de verdadera conversión y afrontar la lucha contra el espíritu del mal. Esta oración la rezamos todos, desde el Papa hasta el último bautizado, porque todos necesitamos convertirnos, volver. San León Magno, otro Padre de la Iglesia dice: “Ya que ninguno de entre nosotros es tan perfecto ni tan santo que no pueda ser todavía más perfecto y más santo, todos juntos, sin diferencia de dignidad, sin distinción de méritos, corramos con piadosa avidez desde donde hemos llegado hasta lo que aún no hemos alcanzado”.

La cuaresma, entonces, es un camino, pero un camino de conversión. Y en esa conversión aparece la lucha contra el espíritu del mal. San León nos dice también: “En estos días se declara la guerra a los vicios y se incrementa el progreso de todas las virtudes. No debemos dejar ninguna brecha abierta al enemigo que quiere derribarnos con sus insidias. En estos días, el enemigo se enfurece con una envidia más acerba. Porque al ver que son miles de millares los que se preparan para ser regenerados en Cristo y volver a nacer como nuevas creaturas y que él es expulsado de sus almas, tratará de tender trampas para hacernos caer. Por eso enciende la ira, alimenta los odios. ¿A quién no se atreverá a tentar aquel que ni siquiera apartó de nuestro Señor Jesucristo la embestida de su astucia?”

Este tema de la conversión como una combate contra el enemigo, contra el espíritu del mal, aparece mucho en estos días de cuaresma. San Cesáreo, otro Padre de la Iglesia, nos decía: “Nosotros, que antes de la venida de Cristo, fuimos moradas del diablo, y por la gracia de Cristo merecimos ser liberados de su poder, debemos, con su ayuda, trabajar cuanto podamos, no sea que Cristo, ofendido por nuestras malas acciones, se aleje de nosotros y el diablo suceda a aquel que se retira. Evitemos que, ahuyentada la verdadera luz, la noche tenebrosa se apodere de nuestro corazón. Por la gracia del bautismo cada uno es vaciado de todos los males, pero luego, con la ayuda de Dios, debe emplearse en ser colmado por todos los bienes”. No basta ahuyentar el mal, es necesario llenarnos de bienes. Es más, el mal se ahuyenta con el bien. Pablo dirá: “Vence el mal haciendo el bien”. Esta es nuestra lucha en este tiempo de cuaresma. Si el enemigo nos encuentra vacíos de bienes se va a instalar en nuestro corazón. El espíritu del mal se combate haciendo el bien. Debemos poner el esfuerzo más en la virtud que en la preocupación de tal o cual vicio. Cesáreo dirá: “Donde es erradicada la avaricia, sea plantada la limosna; donde es expulsada la malicia o la envidia, que ejerza su señorío la caridad. ¡Que ejerza su señorío la caridad! En estos días la que debe mandar en nuestra vida es la caridad. Todo lo que hacemos, todo lo que pensamos, todo lo que decimos deberá estar regida por la caridad. Por eso leímos en estos días aquél texto de Isaías 58: “Este es el ayuno que yo quiero: desatar los lazos de maldad, deshacer las coyundas del yugo. Partir al hambriento tu pan y a los pobres sin hogar recibir en casa. Que cuando veas a un desnudo le cubras y no te desentiendas de tu hermano. Que no apuntes con el dedo y no hables maldad, y repartas al hambriento tu pan”. Por eso también se leyó el evangelio de Mateo 25, 1-46 donde se nos dice que en el día del juicio seremos examinados en el amor, se nos preguntará si nos dejamos regir por la caridad: “lo que hicisteis al más pequeño de los míos me lo hicisteis a mí”. Dejemos que la caridad ejerza su dominio en todo lo que hagamos, digamos o pensamos. Al día siguiente leímos un trozo del libro de Jonás que empezaba así: “La palabra del Señor fue dirigida por segunda vez a Jonás: parte a Nínive…”. Dios que nos habla siempre una segunda vez, que nos da siempre una segunda oportunidad por si acaso no hubiésemos escuchado la primera. Dios le habló a Jonás una segunda vez, porque la primera no quiso escuchar. El libro de Jonás empieza diciendo: “La palabra del Señor fue dirigida a Jonás en estos términos: Levántate, parte…” pero Jonás se escapó, trató de huir, se fue lejos para no escuchar la voz de Dios, para no tener que seguirla. Y después sabemos lo que pasó… Entonces, Dios vuelve como el primer día y lo vuelve a llamar, le da una nueva oportunidad. Como a nosotros, en cada cuaresma nos vuelve a llamar, nos vuelve a dar una nueva oportunidad.

El miércoles de ceniza, antes de imponernos las cenizas, el Padre rezó una oración que decía: Concédenos, Padre, el perdón de los pecados y la vida nueva a imagen de tu Hijo resucitado. Le pedimos una vida nueva, pero no cualquier vida sino la vida de Cristo. Le pedimos vivir como Cristo, y un Cristo resucitado que para resucitar tuvo que morir. Sólo muriendo al pecado, al hombre viejo, podremos vivir una vida nueva. La noche de la vigilia pascual se cumplirá precisamente esto que pedimos. En ella leemos la carta de Pablo a los Romanos que nos dice: “Así como Cristo resucitó, también nosotros llevemos una vida nueva”(6,3ss). En esto se comprobará el fruto de la Pascua en nosotros: si empezamos a vivir una vida nueva. Lo que hace nueva la vida es el amor. Esa noche todo es nuevo: el agua, el fuego, el pan, el mandamiento, el amor, en definitiva la vida. La cuaresma, por tanto es un tiempo para nacer de nuevo, para elegir la vida nueva. Por eso el segundo día de cuaresma el Señor nos dice: “Hoy pongo delante de ti la vida y la felicidad, la muerte y la desdicha…Elige la vida y vivirás, con tal que ames al Señor, tu Dios, escuches su voz y le seas fiel. Porque de ello depende tu vida” (Dt 30,15-20). Esto es la conversión: empezar una vida nueva, cambiar de vida. La palabra conversión, en latín se dice convertere, que es un verbo que significa cambiar, mudarse, transformarse, volver la espalda, darse vuelta totalmente y tomar el rumbo contrario.

El catecismo de la Iglesia católica al hablarnos de la conversión nos dice: La llamada de Jesús a la conversión no mira, en primer lugar, a las obras exteriores, sino a la conversión del corazón. La conversión interior es una orientación radical de toda la vida, un retorno, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida. El corazón del hombre es torpe y endurecido. Es preciso que Dios de al hombre un corazón nuevo.

La conversión es ante todo una obra de la gracia de Dios que nos hace volver a él. Por eso en este tiempo cantamos una antífona tomada del libro de las Lamentaciones que dice: “Vuélvenos a ti, Señor, y volveremos; renueva nuestros días como en tiempos pasados”, u otra traducción que dice: “Señor, tráenos hacia ti para que volvamos, renueva los tiempos pasados”(5,21). Le pedimos a Dios que nos convierta porque sólo Él tiene la fuerza para hacernos nacer de nuevo.

La conversión, por tanto, no es tanto mirarnos a nosotros mismos, detenernos obsesivamente en nuestros defectos y pecados. La conversión se realiza, girando totalmente hacia Dios, mirándolo a Él, poniéndolo a Él en el centro, dejando de mirarnos a nosotros mismos. El catecismo nos dice: “El corazón humanos se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron”.

Es bueno hacer un alto en este comienzo de año, en este comienzo de cuaresma, para pensar estas cosas, para tomar conciencia de que necesitamos alimentarnos del pan de la Palabra, que necesitamos crearnos pequeños espacios de desiertos para poder percibir mejor la voz de Dios que nos llama a volver a Él. Es necesario parar, detenerse, recuperar el ritmo de Dios. El Papa, en la homilía del miércoles de ceniza nos decía: “Detente un poco de esa agitación, y de correr sin sentido, que llena el alma con la amargura de sentir que nunca se llega a ningún lado. Detente de ese mandamiento de vivir acelerado que dispersa, divide y termina destruyendo el tiempo de la familia, el tiempo de la amistad, el tiempo de los hijos, el tiempo de los abuelos, el tiempo de la gratuidad, el tiempo de Dios. Detente un poco delante de la necesidad de aparecer y ser visto de todos, de estar continuamente en cartelera, que hace olvidar el valor de la intimidad y del recogimiento. Detente un poco ante la mirada altanera, el comentario fugaz y despectivo…Detente un poco ante la compulsión de querer controlar todo, saberlo todo; que nace del olvido de la gratuidad frente al don de la vida y a tanto bien recibido. Detente un poco ante el ruido ensordecedor que atrofia y aturde nuestros oídos y nos hace olvidar el poder fecundo y creador del silencio. Detente ante la vacuidad de lo instantáneo, momentáneo y fugaz que nos priva de las raíces, de los lazos, del valor de los procesos y de sabernos siempre en camino. Detente un poco…Detente para mira y contemplar”.

Entonces, detenernos en esta cuaresma para escuchar al Señor que nos habla en la Palabra que la Iglesia nos ofrece cada día en la liturgia: las lecturas, las oraciones, los escritos de los Padres de la Iglesia, la palabra del Papa. Y para terminar con la palabra del Santo Padre, no dejemos de leer el mensaje que nos escribió para esta cuaresma de 2018. Allí nos llama a no dejar enfriar la caridad. “Cuando crece la maldad, se enfría la caridad”. Al citar este texto del evangelio, el Papa se pregunta ¿cómo se enfría en nosotros la caridad?, ¿cuáles son las señales que nos indican que el amor corre el riesgo de apagarse en nosotros?” Y responde: “Lo que apaga la caridad es ante todo la avidez por el dinero, el rechazo de Dios, la mentalidad mundana que induce a ocuparse sólo de lo aparente, la tentación de aislarse. La Iglesia nos propone el remedio del ayuno, la oración y la limosna. ¡Cómo quisiera que la limosna se convirtiera en un auténtico estilo de vida!” Fíjense qué precioso: que la limosna, es decir, que el don, el dar y el darse sea nuestro estilo de vida. Vivir dándonos, dándonos a Dios y al prójimo. No la limosna simplemente como una práctica más, como un ejercicio privilegiado para estos días de cuaresma. Sino la limosna, el don como una forma de vida, como un modo de vivir. Vivir dándonos, entregándonos. Que este sea el estilo de vida de los cristianos. San León Magno nos decía estos días en una lectura: “Nadie hay que no pueda ofrecer al menos un poco de bondad. Ninguna riqueza es pequeña para quien posee un alma grande; la medida de nuestra misericordia o de nuestra piedad no depende de nuestra fortuna”.

Y el Papa Francisco concluye su mensaje diciendo: “Los invito a emprender con celo el camino de la cuaresma. Si en muchos corazones a veces da la impresión de que la caridad se ha apagado, en el corazón de Dios no se apaga. Él siempre nos da una nueva oportunidad para que podamos empezar a amar de nuevo”.

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