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DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE LETRÁN

Se celebra el 9 de noviembre

 

Celebrar la Dedicación

 

Cuenta la leyenda que, hacia el 320, el emperador Constantino había dado a la Iglesia de Roma el antiguo palacio de la familia de los lateranenses. En este lugar, se construyó una basílica dedicada, primero, al Santo Salvador (cuya estatua domina la fachada). Después, fue puesta bajo la invocación de los dos san Juan (Bautista y Evangelista). Sus estatuas encuadran la del Resucitado.
La basílica no ha cesado desde entonces de ser la Catedral de Roma; cinco concilios ecuménicos tuvieron lugar allí; la sede del Papado fue allí hasta el siglo XIV (después del retorno de Avignon, el Papado se instaló en el Vaticano); el Papa celebra siempre allí la Misa de la tarde del Jueves Santo.
El Papa Juan XXIII fijó de nuevo allí la sede del vicariato de la diócesis.
El francés sabe que, tradicionalmente, su presidente de República es canónigo de allí.

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En la fachada del siglo de XVIII está grabada la inscripción latina Sacrosancta lateranensis ecclesia omnium urbium et orbis ecclesiarum mater et caput (La santa iglesia de Letrán, madre y cabeza de las iglesias de todas las ciudades y del mundo). Para todos los católicos, esta basílica romana es un punto de atracción en la medida en que reconocen el papel particular que juega el Papa, por quien oran en cada Misa, en la unidad de toda la Iglesia.
Se entiende por qué, desde por lo menos el siglo XII, la Iglesia entera celebra el aniversario de su dedicación, de su consagración. Cuando la fiesta cae domingo, da a los fieles la oportunidad de celebrar la “Misa de la dedicación fuera de la iglesia consagrada” y de profundizar el fuerte significado espiritual de todos nuestros lugares de culto.

 

Las iglesias de aquí bajo y la Iglesia del cielo

El prefacio de la Misa resume: “Padre (…), porque te has dignado habitar en toda casa consagrada a la oración, para hacer de nosotros, con la ayuda constante de tu gracia, templos del Espíritu Santo. Con tu acción constante, Señor, santifica a la Iglesia, esposa de Cristo, simbolizada en edificios visibles, para que así, como madre gozosa por la multitud de sus hijos, pueda ser presentada en la gloria de tu reino”. Muy pocos saben que existe un Ritual de la dedicación de las iglesias publicado en su versión francófona en 1988. En sus preliminares precisa: “Desde la antigüedad ha llamado “iglesia” al edificio en el cual la comunidad cristiana se une para escuchar la palabra de Dios, rezar en común, realizar los sacramentos y celebrar la Eucaristía. Por el hecho de que es un edificio visible, esta casa ofrece un signo particular de la Iglesia en camino sobre la tierra, y una imagen de la Iglesia establecida en los cielos” (nº 1-2).
Vosotros sois la edificación de Dios (1 Co 3,9, 2º lectura). Todo debe volver a ponerse en perspectiva y en orden. Es el Señor quien nos edifica, Él es la “roca” (cf. Mt 7,24-26) sobre la cual estamos cimentados. No son los hombres quienes crean las imágenes de Dios, ni siquiera quienes pueden construirle un templo digno de Él. Al rey David, antiguamente, se le recordó por el profeta Natán cuando había concebido el proyecto de construir un templo en Jerusalén como lo hacían todos los reyes para sus divinidades. ¿Me vas a edificar tú una casa para que yo habite? Yo fijaré un lugar a mi pueblo Israel y lo plantaré allí para que more en él. Yahveh te anuncia que Yahveh te edificará una casa. (2 S 7,5.10.11).

La Iglesia, una escuela para el creyente

Frecuentando sus iglesias, los cristianos se dejan modelar por el Señor para entrar mejor en la construcción de la que Cristo es la piedra angular (cf. Ef 2,18-22). Ya de lejos, oyen la canción de las campanas que invitan a la alabanza. Acercándose, ven la flecha del campanario que indica la dirección del cielo, la cruz, signo del amor con que los hombres son amados, el gallo, que anuncia el nuevo día de la Salvación. La amplia puerta de acceso al edificio manifiesta que todos están invitados a entrar en la morada de Dios entre los hombres; es más, ilustra el Evangelio: Yo soy la puerta, dice Jesús, si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto (Jn 10,9). Pasada la puerta, el ojo del visitante o del peregrino es atraído por el coro elevado, en el medio del cual está implantado el altar sobre el cual el Cordero de Dios se ofrece en sacrificio por el ministerio de su Iglesia; Cristo “Él sólo es el altar, el sacerdote y la víctima” (5º prefacio de Pascua). El coro permanece vacío, inaccesible a los hombres que viven aún en la tierra simbolizados por la nave; es el Señor quien desciende hacia ellos para prodigar su palabra y su Eucaristía gracias al servicio del sacerdote consagrado para esta intención. El coro es un anticipo de la Jerusalén celestial que presenta el Apocalipsis, el altar es imagen del altar celestial y el ángel asegura la unión entre los dos (cf. oración eucarística nº 1).
El Señor es mi pastor; nada me falta (Ps. 22,1), Yo soy el Camino, la Verdad y Vida, dijo el Buen Pastor (Jn 14,6). Cualquiera que mira una iglesia y entra en ella debe poder hacer esta experiencia: incluso si ningún Oficio es celebrado, es el lugar del silencio, de la belleza y del llamado a la elevación.

La fuente de la vida

Es a la iglesia que es conducido aquel que quiere devenir cristiano. Muy cerca de la puerta, se encuentra el baptisterio. Cada vez que entre en un santuario, se acordará de ello, hará memoria de ello tomando, siempre cerca de la puerta, el agua bautismal ofrecida en la pila a fin de trazar sobre sí la señal de la cruz. Así se cumple lo que profetizaba Ezequiel: debajo del umbral de la Casa salía agua, y allí donde penetra esta agua lo sanea (Ez 47,1.9, 1º lectura). El pecador es perdonado y va a poder participar en la celebración de la Eucaristía, acercarse a la sangre de Cristo, “derramada por ustedes y por muchos en remisión de los pecados” (palabras de la consagración).
Otra visión se impone. Si las iglesias son la imagen de la Iglesia “esposa de Cristo”, son también imagen del mismo Esposo, el verdadero Templo. (Jesús) hablaba del Santuario de su cuerpo (Jn 2,21, Evangelio). Como de su lado abierto sobre la cruz (cf. Jn 19,34) continúa brotando al mismo tiempo de su Cuerpo, que es la Iglesia, el agua del Bautismo y la sangre de la Eucaristía.
“Señor, que construyes un templo eterno para ti con las piedras vivas que son tus elegidos: aumenta en la Iglesia los dones de tu Espíritu” (oración colecta). Así restituidas en la construcción por la fuerza del Espíritu Santo, las “piedras vivas”, dejando su iglesia, son enviadas en misión. Fortificado por lo que ha visto o entrevisto en la iglesia, el bautizado se comporta como creyente. Por la fe, se mantuvo firme como si viera al invisible (Hb 11,27). Así, “el pueblo fiel, al ir creciendo de día en día, edifica la Jerusalén celestial” (oración colecta).

Fêter la dédicace. Père Yvon Aybram
Magnificat – Novembre 2008 – Nº 192 – Pg. 2-6
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