MPastoral2_017






Contemplata allis tradere

 

 

CONTEMPLATA ALIIS TRADERE

                                    (S. Tomás, 2,2,q.188,a.6)

 

 

Siempre me gustó repetir y meditar esta frase de Santo Tomás: «entregar a los demás lo contemplado». Para mí personalmente -en mi larga vida de enseñanza, de predicación y de actividad pastoral- constituyó siempre una invitación a la contemplación, de la cual debe derivar la acción, la doctrina, la predicación: «ex plenitudine contemplationis derivatur doctrina et praedicatio». Como en los apóstoles. Como en Jesús. La acción apostólica de la Iglesia hunde sus raíces en la contemplación. La «nueva evangelización» y el «dinamismo misionero ad gentes» derivan de la contemplación; como deriva de la contemplación el trabajo pastoral con los jóvenes. De un modo especial quisiera subrayarlo ahora que estamos preparando la Xª Jornada Mundial de la Juventud, que se celebrará en Manila, bajo este significativo lema: «Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» (Jn 20,22). Un envío al mundo desde la íntima unión con Dios.

Es importante esta frase del Papa en la Redemptoris Missio (n.91): «El contacto con los representantes de las tradiciones espirituales no cristianas, en particular, las de Asia, me ha corroborado que el futuro de la misión depende en gran parte de la contemplación. El misionero, si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble. El misionero es un testigo de la experiencia de Dios». Volveremos al final sobre este texto del Papa.

En realidad el texto de Santo Tomás (tan denso en fecundidad contemplativa y fruto sapiencial de su personal y continua experiencia de Dios), intenta explicar la superioridad de la vida religiosa mixta (contemplativa y activa) sobre la vida religiosa puramente contemplativa o puramente activa. El texto dice: «Así como es más perfecto iluminar, que solamente ver la luz, así también es más perfecto comunicar a otros lo contemplado, que solamente contemplar». La explicación de Santo Tomás coincide con la frase tan expresiva de San Bernardo cuando comenta el elogio de Jesús sobre el Precursor: «Ille erat lucerna ardens et lucens» («Juan era la lámpara que arde y resplandece», Jn 5,35). San Bernardo comenta: «Resplandecer solamente, es vano; arder solamente, es poco; arder y resplande­cer es lo perfecto» (San Bernardo, Sermón en la Natividad de S. Juan Bautista).

El texto de Santo Tomás –«contemplata aliis tradere»– hay que ubicarlo en el contexto cultural y religioso de su tiempo (necesidad de acercar el convento a la “ciudad”, a la “universidad”, a la corte…), teniendo cuenta la específica vocación personal que Santo Tomás asume con lucidez y pasión eclesial, como “maestro de teología” y “fraile predicador”, fiel hijo de Domingo de Guzmán. Santo Tomás vive en persona el reto de la nueva cultura y se entrega apasionadamente a su vocación docente. Esto queda reflejado de modo maravilloso en la conciencia lúcida con que asume su vocación universitaria. Tras la fase preparatoria de “bachiller sentenciario” (1252-1256), afronta su “tesis doctoral” con una “inceptio” (prueba o especie de “lectio coram” con la que consigue su “licentia docendi” como Maestro de Teología), inspirada en el texto del Salmo 104,13: «Rigans montes de superioribus suis; de fructu operum tuorum satiabitur terra», que traducimos: «Desde lo alto riegas las montañas, y la tierra se sacia con el fruto de tus obras». Este escrito es quizá el mejor testimonio de la conciencia con que concibe y asume su vocación, y a la vez la mejor ilustración de cómo vivió el «contemplata aliis tradere». Aquí Tomás describe al Magister (todo magister-doctor tiene como ejemplo a Cristo, el único Maestro interior: Cf. De Verit q.11…) como uno que vive o debe vivir en la cercanía de Dios. Para ello introduce la grandiosa «imagen del monte»: el maestro como un monte elevado; un monte que toca las nubes de Dios, que por vocación se eleva sobre el vulgo… y a la vez el monte como lugar abundante en aguas, lagos… que han de regar los valles, sus discípulos… Aparecen así todos los temas del «contemplata aliis tradere»: el oficio docente y evangelizador como plenitud activa de una vida contemplativa-estudiosa que responsablemente se entrega; Cristo como ejemplo al que el doctor-maestro (el nuevo monje) se asimila, copiando su vida contemplativo-activa…

Pero lo que yo quisiera subrayar ahora es la infalible fecundidad apostólica y misionera de la contemplación: sólo el contemplativo puede trasmitir a los demás las cosas de Dios. La «nueva evangelización» exige hombres y mujeres profunda­mente contemplativos. «El misionero ha de ser un “contemplativo en acción”» (R.M. 91).

No pretendo hacer una reflexión teológica sobre la contemplación. Quiero simplemente comunicar lo que yo experimento personalmente y lo que veo que obra Dios en su Iglesia. O lo que veo que Dios exige hoy en su Iglesia evangeliza­dora y misionera. Es toda la Iglesia la que está llamada a la «nueva evangelización» y a un nuevo «dinamismo misionero ad gentes». Por consiguiente toda la Iglesia ___particularmente los fieles laicos «protagonistas de la nueva evangelización»___ está llamada a vivir un momento privilegiado de actividad contemplativa y toda la vida contemplativa ___bajo el «nuevo ardor» del Espíritu de Pentecostés___ tiene que irradiar la luz, el fuego y la alegría de la Buena Noticia de Jesús y de su Reino.

I.- «Lo que hemos contemplado» (1 Jn 1,1)

Deseo partir de un texto de San Juan que siempre me ha impresionado (y que el Papa recuerda también en la Redemptoris Missio, n. 91): «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de Vida, -pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y les anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó- lo que hemos visto y oído, se lo anunciamos, para que también ustedes estén en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo. Les escribimos esto para que nuestra alegría sea completa» (1Jn 1,1-4). Es un texto clave para comprender la urgencia y fecundidad de la contemplación. Subrayo estas cinco palabras: contemplación, testimonio, anuncio, comunión, alegría. Es particularmente importante tenerlas presentes en nuestro trabajo con los jóvenes. Porque en los jóvenes de hoy -sobre todo en determinados países más pobres- hay hambre y sed de Dios, de oración, de contemplación. Y hay que procurar saciarla, siendo nosotros verdaderos «maestros de oración».

Contemplación («lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de Vida»). San Juan ___«el discípulo al que Jesús amaba», el que «estaba reclinado muy cerca de Jesús» (Jn 13,23)___ tenía una experiencia privilegiada del Señor; desde el primer momento en que fue llamado por Jesús: «Maestro, ¿donde vives? “Vengan y verán”, dijo Jesús. Fueron, vieron donde vivía y se quedaron con él ese día» (Jn 1,35-39). La contemplación es un encuentro íntimo con el Señor, una convivencia con Jesús, una experiencia de Dios. En ese momento callamos, escuchamos, descubrimos, amamos, acogemos, gozamos. Después vendrá el momento del testimonio, del anuncio, de la profecía: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41).

Testimonio («nosotros lo hemos visto y damos testimonio»). El testimonio es consecuencia inmediata del encuentro, de la convivencia, de la experiencia de Dios. Es el caso de María Magdalena: «Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas palabras» (Jn 20,18). No es que la contemplación sea una visión (es una mirada simple y una intuición serena); pero sí supone un encuentro, un silencio y una iluminación interior. El testimonio es una irradiación de esa Luz y el anuncio es una comunicación creíble de lo escuchado adentro, de lo vivido gozosamente en el silencio y en el encuentro. En su primer discurso a la gente, el día mismo de Pentecostés, Pedro dice sencillamente: «A este Jesús Dios le resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos» (Hch 2,32). Esta expresión («todos nosotros somos testigos») es constante en los primeros discursos apostólicos. Pero quiero recordar sólo las palabras de Pedro en casa de Cornelio: «A éste (Jesús de Nazaret), Dios le resucitó al tercer día y le concedió la gracia de aparecerse, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él.. Y nos mandó que predicáramos al Pueblo, y que diésemos testimonio» (Hch 10,40-42). Es importante comprender la exigencia del testimonio (fruto de la íntima comunión con el Señor) para la nueva evangelización. «Que predicáramos y diésemos testimonio».

Anuncio («y les anunciamos la Vida eterna que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó»). Juan anuncia contemplativamente la Palabra que estaba en Dios y era Dios, la Palabra que era Vida y Luz, por quien fueron hechas todas las cosas, pero que el mundo no supo conocer, que los suyos no recibieron y que las tinieblas intentaron apagar; pero «la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros y nosotros hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único lleno de gracia y de verdad» (cfr. Jn 1,1-14). El anuncio fue hecho por el mismo «Hijo único» y acogido en su pobreza y disponibilidad por los discípulos de Jesús, empezando por su propia Madre, la primera discípula del Señor. «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). La contempla­ción no es la visión, pero sí su comienzo en la tierra. Sólo quien vive «en el seno del Padre» puede contar los secretos del Padre. Sólo el contemplativo -el que convive con el Señor, el que lo ve, lo escucha, lo acoge- puede anunciarlo a los hombres de modo creíble. De lo contrario son simples palabras humanas -muy bellas, apasionantes, ardientes- pero no son «la Palabra de Vida» que estaba en Dios y era Dios. «La vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y les anunciamos la Vida eterna que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó»,«lo que hemos visto y oído se lo anunciamos a ustedes»;

Comunión («se lo anunciamos a ustedes, para que también ustedes estén en comunión con nosotros, y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo»). Llegamos al fruto verdadero de la contemplación: crear comunión. La contemplación arranca de nuestra profunda comunión con Dios, con Jesucristo, con la Trinidad. La contemplación sólo es posible en aquellos -hombres y mujeres- que viven en el amor y que buscan fraternalmente, con la sencillez del pobre, la Verdad. Pero la contemplación tiende a crear espacios de comunión: con los hombres y con Dios. La verdadera contempla­ción nunca separa del mundo ni aísla del sufrimiento de los hombres. El verdadero contemplativo dilata en su corazón los espacios de la caridad y abre su capacidad de descubrir y acoger las necesidades de los hombres. Como la Virgen de Caná: «Y como faltaba vino, la Madre de Jesús le dijo: “No tienen vino”» (Jn 2,3). El verdadero contemplativo sabe descubrir los problemas de los otros y tiene una inagotable capacidad de servicio. Por eso el contemplativo es hombre de comunión y crea necesariamente comunión. Los problemas no los crea el contemplativo. En una comunidad, cuanto más honda y verdadera es la contemplación -en una auténtica experiencia de Dios- tanto más irrompible es la comunión. Porque, en definitiva, es una «comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo». La «nueva evangelización» exige comunidades-comunión; lo cual es sólo posible si se vive en el dinamismo misionero de la contemplación, que es fruto y don del Espíritu Santo;

alegría («les escribimos esto para que nuestra alegría sea completa»). El término de la contemplación es la alegría. El contemplativo, porque vive constante­mente la experiencia de Dios, es necesariamente alegre. Imperturbablemente alegre. Y siembra alegría a su alrededor, aún en medio de la cruz, del sufrimiento, de la tragedia. Jesús, el contemplativo del Padre, nos habló de la alegría precisamente en los momentos precedentes a la Pasión: «Les he dicho esto, para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea perfecta» (Jn 15,11). «Su tristeza se convertirá en gozo … ustedes están tristes ahora pero volveré a verlos y se alegrará su corazón y su alegría nadie se la podrá quitar» (Jn 16,20-22). La alegría que nos promete Jesús es un «efecto del amor» (Sto. Tomás 2,2,q.28,a.1) y fruto del Espíritu Santo («el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz…», Gal 5,22). Por eso es una alegría completa y duradera. El cielo es entrar «en la alegría del Señor» (Mt 25,21); la contemplación desemboca en la plenitud gozosa de la visión: «ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3,2).

II.- «Jesús se estremeció de gozo en el Espíritu Santo» (Lc 10,21)

La contemplación no es fruto del esfuerzo humano: es don del Espíritu Santo a las almas pobres. Por eso mismo quisiera señalar algunas condiciones que nos abren más fácilmente a la contemplación:

1.- La pobreza. «Felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5,3). La pobreza es la primera condición para ser contemplativos; cuando tenemos demasiadas cosas, perdemos capacidad para descubrir lo que llevamos dentro (la inhabitación de la Trinidad) y aspirar a lo que está arriba: «La vida de ustedes está escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3), perdemos la libertad interior y nos sentimos pesadamente aferrados a lo que nos rodea. La contemplación exige una apertura libre, desde un interior tranquilo y sosegado, a las cosas, a las personas, a Dios. Lo mismo pasa cuando pensamos simultáneamente en muchas cosas y perdemos la síntesis de la sabiduría verdadera. La contemplación es la búsqueda de la Verdad; por eso mismo la búsqueda de Dios. La contemplación se ubica en el ámbito de la sabiduría verdadera; aquella sabiduría que, «aún siendo sola, lo puede todo… entrando en las almas santas, forma en ellas amigos de Dios y profetas, porque Dios no ama sino a quien vive con la sabiduría» (Sb 7,27-28). La contemplación exige despojo de todo, de la complicación de nuestros razonamientos humanos, de la pretensión de saberlo todo, de analizarlo todo, de hablar de todo. Por eso la contemplación exige silencio interior, capacidad humilde de escucha, serenidad y sencillez. Es el único modo de penetrar en los secretos del Reino: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25). ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de hoy de que los cristianos hagan una verdadera «opción por los pobres»! Pero que vayan a ellos con un corazón «evangélicamente pobre», con la generosa disponibilidad para recibir, más que para dar, y con la alegría de saber que los pobres nos evangelizan. La contemplación nos tiene que llevar a tres cosas:

a-  a descubrir dónde están los verdaderos pobres de hoy;

b-  a penetrar profundamente en el misterio de Cristo, «el cual, siendo rico, por ustedes se hizo pobre a fin de que se enriquecieran con su pobreza» (2Cor 8,9);

c-  a proclamarlo con ardor y sencillez: «Entonces Felipe… le anunció la Buena Noticia de Jesús» (Hch 8,35).

La pobreza se manifiesta en que «el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20); pero la extrema pobreza de Jesús es el propio anonadamiento de la Encarnación: «se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres… obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (cfr. Fl 2,6-11). La pobreza nos prepara a la contemplación y nos introduce en ella; el pobre tiene hambre de oración y goza el regalo de la contemplación.

2.- El amor. La contemplación es la experiencia gozosa de un Dios Amor. Juan, el contemplativo, conoce esta experiencia y por eso escribe: «Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16). Esta experiencia de que «Dios nos amó primero» y que todo lo que ocurre en nuestra vida es fruto de su amor, es esencial para nuestra contemplación. No podríamos entrar en contemplación si no estuviéramos seguros de lo siguiente: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1Jn 4,10). La certeza de que «Dios es amor», que «nos amó primero» y que «envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por él» (cfr. 1Jn 4,7-9) nos hace entrar en el gozo de la contemplación. Pero la verdadera contemplación no se da sino en el ámbito de nuestro amor como respuesta: a Dios y a nuestros hermanos. «Nosotros amemos porque él nos amó primero» (1Jn 4,19). «Queridos amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios» (1Jn 4,7). En un clima de amor fraternal -del amor verdadero que viene de Dios- se vive comunitariamente la contemplación. Una comunidad-comunión es necesariamente contemplativa; y una comunidad contemplativa es esencialmente fraterna, solidaria y misionera. Con tal que «la caridad de ustedes sea sin fingimiento» (Rm 12,9), «para amarse los unos a los otros sinceramente como hermanos. Ámense intensamente unos a otros con corazón puro» (1Pe 1,22). La contemplación -que nace como fruto del amor (es don del Espíritu Santo) y crece en un clima de amor- desemboca en la visión. «La caridad no acaba nunca… Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido» (1Cor 13,8.12).

3.- La alegría y la esperanza. Si la contemplación es fruto del amor -experiencia íntima y profunda de un Dios amor- no puede darse en corazones tristes. Puede sí darse en corazones atribulados. Es el caso de María en la Presentación y en la Cruz: «¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma!» (Lc 2,35). «Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre…» (cfr. Jn 19,25-27). Pero en estos momentos -y en lo cotidiano de su vida- la actitud de Nuestra Señora fue siempre contemplativa: «María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19.51). María, la contemplativa, fue invitada a la alegría por el ángel de la Anunciación: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28). Y María se pone prontamente en camino para llevar a su prima Isabel la alegría de la salvación (el fruto de lo engendrado en Ella por el Espíritu y contemplado por Ella en el silencio austero del camino de servicio): «Apenas Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno», (Lc 1,41.44). El sufrimiento sereno y silencioso nos capacita para una contemplación fecunda. Es el momento de la oración más intensamente contemplativa de Jesús: «Padre mío, si es posible, que pase lejos de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Mt 26,39).

La alegría acompaña necesariamente a la contemplación, enseña Santo Tomás (2,2,q.180,7), porque el objeto de la contemplación es Dios y porque es fruto del amor a Dios y al prójimo. La contemplación engendra en el alma alegría y paz: es la intuición sabrosa y duradera del Bien Supremo y engendra en nosotros la pronta disponibilidad para el servicio. De esta serenidad interior y de esta alegría profunda -en el amor de Dios y del prójimo- brota necesariamente la irradiación de la esperanza pascual: de la esperanza que hay en nosotros («siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que les pida razón de su esperanza», 1Ped 3,15). Es la esperanza teologal de la cual habla Pablo a los Romanos uniéndola al amor de Dios y al Espíritu Santo que nos habita: «y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Por eso la ardiente exhortación del Apóstol: «sean alegres en la esperanza» (Rm 12,12) y la admirable conjunción de la alegría con la oración: «Estén siempre alegres. Oren constantemente» (1Tes 5,16-17). El signo más evidente de un alma verdaderamente contemplativa es la alegría serena y honda, imperturba­ble, que comunica. Es la alegría de la unidad en Dios, es el gusto de la Verdad (verdadera sabiduría), es el anticipo de la alegría de la visión («entra en la alegría de tu Señor» Mt 25,21).

III.- «Como el Padre me envió, también yo los envío» (Jn.20,21)

Volvemos brevemente a un texto del Santo Padre que hemos citado al comienzo de nuestra exposición: «El futuro de la misión depende en gran parte de la contemplación. El misionero, si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble» (R.M., 91). Lo conectamos con el texto inicial de Santo Tomás («contemplata aliis tradere») y con el tema que nos ha fijado el Papa para la Xª Jornada Mundial de la Juventud: «Como el Padre me envió, también yo los envío». No es posible la nueva evangelización, ni el dinamismo misionero, sin la contemplación. Sólo son creíbles los hombres, animados por el Espíritu Santo, que viven e irradian una profunda experiencia de Dios. Los que son pobres de verdad, los que viven en la sinceridad del amor, los que trasmiten la serenidad de las bienaventuranzas, los maestros de oración, los que están disponibles para la cruz y la muerte, los que irradian la alegría, testimonian el amor y siembran la esperanza. Sólo son acogidas las palabras que nacen del silencio contemplativo y se pronuncian con un nuevo ardor del Espíritu Santo. Son las palabras que manifiestan y comunican «la Palabra de Vida» («lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos» (1Jn 1,1). Las palabras que anunciamos deben manifestar la coherencia de nuestra vida; por eso mismo debemos ser «realizadores de la Palabra»: «Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican» (Lc 11,28). «Reciban con docilidad la Palabra sembrada en ustedes… Pongan por obra la Palabra y no se contenten sólo con oírla, engañándose a ustedes mismos» (Sant 1,21-22). Sólo es fecunda la acción, sólida y clara la doctrina, ardiente la predicación, que nacen de un corazón contemplativo: «ex plenitudine contemplationis derivatur… doctrina et praedicatio» (2,2,q.188,6). Es lo que decía San Gregorio Magno: «Los santos predicadores, después de realizar su ministerio pastoral, vuelven siempre al seno de la contemplación para reanimar allí la llama del fervor y encenderse con el fuego de la luz divina… Lo que hablan en público, lo beben en la fuente del amor dentro de su corazón. Aprenden contemplando lo que enseñan predicando» (San Gregorio Magno, Ez. Lib II,2).

Somos enviados por Jesús, como Jesús fue enviado por el Padre. Pero el Padre envía a Jesús «a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos» (Lc 4,18). Por eso Cristo -después del prolongado silencio contemplativo de la vida oculta y del largo período del desierto- asume un estilo de vida en que «predicando y enseñando entrega a los demás lo contemplado» (cfr. S.Tomás, III,q.40,a.1 ad 2 y a.2 ad 3). Esto exige en Jesús seguir viviendo «in sinu Patris» (Jn 11,8) y ocupar largas horas de oración, en el desierto o en la montaña: «su fama se extendía cada vez más y acudían grandes multitudes para escucharlo y hacerse curar de sus enfermedades. Pero él se retiraba a lugares desiertos para orar» (Lc 5,15-16). Después de la primera multiplicación de los panes los evangelistas subrayan que Jesús «subió a la montaña para orar a solas» (Mt 14,23). Jesús vive y actúa entre los hombres, convive con ellos, les habla y los cura, pero es esencial para Él el encuentro constante con el Padre.

El envío de los discípulos por Jesús (en el texto que el Santo Padre nos propone para la Xª Jornada Mundial de la Juventud) presupone un encuentro con el Resucitado («se presentó Jesús en medio de ellos»), una experiencia original y única que produce en ellos alegría («los discípulos se alegraron de ver al Señor») y les infunde serenidad y paz («la paz esté con ustedes»); presupone, también, (y esto es esencial) una particular efusión del Espíritu Santo: «Reciban el Espíritu Santo» (Cfr. Jn 20,19-23). Todo esto sucede «al atardecer de aquel día, el primero de la semana», es decir, en el día mismo de la Resurrección; quiere decir que nuestro envío, nuestra misión, tiene que moverse siempre en el ámbito de la Pascua y de la Buena Noticia. Lo cual supone, como en Jesús, el Enviado del Padre, una particular efusión (consagración) del Espíritu Santo. Es lo que revela Jesús en la Sinagoga, cuando se aplica las palabras del Profeta: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. El me envió para llevar la Buena Noticia a los pobres» (Lc 4,18). El Señor, antes de enviar a sus apóstoles, les promete una particular efusión del Espíritu Santo: «Recibirán la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes y serán mis testigos…» (Hch 1,8). La promesa se cumple el día de Pentecostés: «Estaban todos reunidos en un mismo lugar…, quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (cfr. Hch 2,1-4).

En la Redemptoris Missio el Papa dedica todo un capítulo (el IIIº) al «Espíritu Santo protagonista de la misión». Todo envío es un «envío en el Espíritu» (R.M., 22). El Papa Pablo VI escribía en Evangelii Nuntiandi: «No habrá nunca evangelización posible sin la acción del Espíritu…» Más adelante nos abre a la esperanza: «Nosotros vivimos en la Iglesia un momento privilegiado del Espíritu. Puede decirse que el Espíritu es el agente principal de la evangelización» (E.N., 75).

Somos enviados por Jesús, como Jesús por su Padre: «no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (cfr. Jn 3,16-17); ungidos por el Espíritu para llevar la Buena Noticia a los pobres (cfr. Lc 4,18). Es el Espíritu de la oración y la contemplación, de la fortaleza y la misión, de la comunión fraterna y la esperanza. Es el Espíritu que ora en nuestro interior «con gemidos inefables» (cfr. Rm 8,26-27), que nos «guía hasta la verdad completa» (Jn 16,13). Es el Espíritu que arde en nuestros corazones, prepara nuestro testimonio y pone en nuestra boca las palabras que hemos de decir.

Hubo una mujer, sencilla y pobre, a la que Dios eligió para ser esposa de José, el carpintero, y madre de su Hijo Jesús, el Redentor de los hombres. El Espíritu Santo la hizo profundamente contemplativa en lo cotidiano. «El nombre de la virgen era María» (Lc 1,27). Que María Santísima, la pobre y contemplativa, sobre la cual descendió el Espíritu Santo y engendró en ella «la Palabra hecha carne», nos enseñe a contemplar y a entregar a los demás lo contemplado: «contemplata aliis tradere».

Eduardo F. Card. Pironio
Manila, 12 de septiembre de 1994.

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